Vivimos en un mundo que privilegia la vista –posible sólo gracias a la luz– sobre los otros sentidos. De forma natural, el mundo se nos presenta bañado de sutiles cambios de matices de luz; ésta nos cobija durante el día al estar acompañada de calor y energía: la luz significa vida.

El presuntuoso trabajo del arquitecto, del diseñador industrial o del urbanista de transformar el mundo y presentarlo ante los ojos de las personas –ya sea conscientemente o no–, implica la creación y modificación de las distintas iluminaciones que acompañan estos cambios, y su resultado llega a ser más importante en la percepción que los conceptos tradicionales con los que usualmente nuestra mente científica asocia el diseño, como materia, disposición o composición. 

La luz significa progreso y modernidad, significa haber conquistado la noche y la oscuridad, lo mágico y lo desconocido. Sin embargo, en la actualidad la magia, ahora de la mano de lo sublime y lo asombroso, está en los espectáculos de luz nocturnos. Es inconcebible una imagen cultural de la ciudad moderna que no incluya la luz de sus anuncios espectaculares y de sus vehículos en movimiento. Al vivir dentro de la monotonía de la vida en las metrópolis, la iluminación nos ha permitido un escape que nos devuelve la ilusión y la fascinación por las cosas que parecen mágicas. La experiencia urbana nocturna actual es un espectáculo de iluminación.

Para el futuro de nuestras disciplinas debemos tomar en cuenta que la luz, tanto natural como artificial, y sus distintas tonalidades, nos permite ver un mismo objeto desde diferentes puntos de vista. Es decir, un objeto de creación en el espacio es simultáneamente tantos como las distintas formas en que la luz incide en él. Esta experiencia produce en nosotros una multitud de emociones que van modificando continuamente nuestro mundo material: nuestros objetos de estudio jamás son estáticos e inmutables. 

DOI: https://doi.org/10.22201/fa.14058901p.2015.29

Publicado: 2016-07-29

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