Cándido Manuel García Cruz[a]
Resumen
El químico francés Pierre Joseph Macquer (1718-1784), además de sus interesantes estudios sobre diferentes aspectos de la Química, había realizado una importante contribución a la modernización de esta ciencia a través de sus orientaciones en relación con la nueva nomenclatura que sería trascendental en la concreción de la Revolución Química a finales del siglo XVIII. Sus reflexiones sobre los orígenes de la Química a partir de la Alquimia están recogidas en el Discours Préliminaire, con el que se inicia una de sus obras más importantes, el Dictionnaire de Chimie (1778). Macquer lleva a cabo un recorrido sencillo, pero completo, desde la Antigüedad hasta esos años decisivos de la Ilustración francesa, señalando la etimología del término, los autores más cercanos a la Alquimia, con su lenguaje hermético, así como otros autores que ya iniciaban el imparable camino hacia la Química como una verdadera ciencia. En este trabajo se presenta por primera vez en castellano la traducción completa de dicho Discours, documento de especial interés en la enseñanza de la Química en un contexto histórico.
Palabras clave:
Alquimia, origen de la química, siglo XVIII, historia de la ciencia.
The “Discours Préliminaire” by Pierre Joseph Macquer (1718-1784)
Abstract
The French chemist Pierre Joseph Macquer (1718-1784), in addition to his interesting studies on different aspects of Chemistry, had carried out an important contribution to the modernization of this science through his orientations concerning the new nomenclature; these would be transcendental in the success of the Chemical Revolution at the end of the 18th Century. His reflections on the origins of Chemistry from Alchemy are collected in the Discours Préliminaire, with which one of his most important works begins, the Dictionnaire de Chimie (1778). Macquer carries out a simple, but complete journey, from Antiquity to those decisive years of the French Enlightenment, pointing out the etymology of the term, the authors closest to Alchemy, with its hermetic language, as well as other authors who were already beginning the unstoppable path towards Chemistry as a true science. In this paper, the complete translation into Spanish of that Discours is first presented, a document of special interest in the teaching of Chemistry in a historical context.
Keywords:
Alchemy, origin of chemistry, 18th century, history of science.
A pesar de que el término Química aparece ya en escritos de los siglos XVI y XVII en un contexto por lo general sin diferenciación semántica alguna con Alquimia, su configuración como ciencia independiente siguió un largo proceso que no llegó a consolidarse hasta mediados del siglo XVIII.
En su alejamiento cada vez más de la tradición alquímica, es posible distinguir varios aspectos: por un lado, su finalidad, sus procedimientos, y sus experiencias de laboratorio, ajenos totalmente de los postulados filosóficos y herméticos de los alquimistas, cuyo objetivo fundamental era la transmutación de las especies, la consecución de la Piedra Filosofal, y la obtención del oro; y, por otro lado, en íntima conexión con lo anterior, la modificación de la nomenclatura y la terminología a utilizar, que pasaría de ser solo para iniciados debido a su oscurantismo, a constituir un lenguaje universal (véanse, entre las fuentes primarias, Aréjula, 1788; Bergman, 1779; Boyle, 1661; Fourcroy, 1792; Guyton de Morveau, 1782; Guyton de Morveau et al., 1787; Lavoisier, 1789; Macquer, 1778; Stahl, 1723; Terreros y Pando, 1786; y, como fuentes secundarias; Anderson, 1984; Copenhaver, 1990; Crosland, 1962, 1994, 2006, cap. 2; Eamon, 1990; Joly, 2000; McKie, 1957, 1966; Obrist, 1996; Senning, 2019; Smeaton, 1954; Tiggelen, 1995).
Figura 1. Retrato de Pierre Joseph Macquer (1718-1784) (autor y año desconocidos). Société d’Histoire de Claye et ses Environs.
En esta transformación fue de vital importancia las demostraciones experimentales y los cursos de Química que se llegaron a impartir en diferentes instituciones de la Europa continental, entre los años 1635 y 1793, como en el Jardín du Roi de París, en laboratorios particulares de la capital francesa, así como en Leiden, en los Países Bajos, y posteriormente también en el Reino Unido. Los responsables de muchas de estas clases teórico-prácticas fueron algunos de los máximos representantes de la nueva ciencia a lo largo de ese siglo y medio, científicos como Nicolas Lémery (1645-1715), Herman Boerhaave (1668-1738), y Antoine-Laurent de Lavoisier (1743-1794), entre otros muchos. A estos cursos acudían personajes de toda Europa, y también de América, científicos interesados en los nuevos conocimientos entre los que se encontraban muchos mineralogistas (actividad que se solapaba en aquella época con la de los químicos), personas curiosas en general, e intelectuales de otros campos del saber, como la filosofía o la literatura. Aunque siguió dependiendo en muchos aspectos de la Medicina y de la Farmacia, la Química fue adquiriendo un corpus doctrinal propio que permitió su expansión a través de las universidades (Anderson, 1984; Beretta, 1992; Bertomeu Sánchez y García Belmar, ٢٠٠٨; Boerhaave, 1733; Contant, 1952; Crosland, 1994; Eklund, 1975; Franckowiak, 2008; Golinski, 1990, 1992; Guerlac, 1975; Joly, 1992, p. 97-120, 2008; Lavoisier, 1789; Laissus y Torlais, 1964; Lehman, 2012, 2019; Lémery, 1675; Macquer, 1749; Multhauf, 1966; Powers, 2012; Smeaton, 1964).
Una de las personalidades claves en este contexto fue el médico y químico francés Pierre Joseph Macquer (1718-1784) (Figura 1). Sobre la vida y la obra de Macquer existen numerosos trabajos, tanto biografías contemporáneas (Condorcet, 1786; Vicq d’Azyr, 1787), como estudios modernos (Ahler, 1969; Anderson, 1984, cap. 3; Coleby, 1938; Crosland, 1962, p. 120-122 y 134-138; Golinski, 1990, 1992; Guerlac, 1975; Lehman, 2012, 2019; McKie, 1957; Neville, 1966; Neville y Smeaton, 1981; Partington, 1962, p. 80-90; Smeaton, 1957, 1964, 1966, 1981; Viel, 1986-1990, 1992, 2004; Viel y Selleret, 1965; Wisnak, 2004).
Figura 2. Página de título de Dictionnaire de Chymie (Macquer, 1778, tomo I) que contiene el Discours Préliminaire.
A mediados del siglo XVIII, Macquer publicó sus Élémens de Chymie théorique en 1749 (traducida al castellano en 1784), donde definía con claridad los objetivos y procedimientos de esta ciencia: «Separar las diferentes substancias que entran en la composición de un cuerpo, examinar cada una en particular, reconocer sus propiedades, y analogías, y aun descomponer las mismas substancias, si es posible; compararlas, y combinarlas con otras substancias, reunirlas formando un nuevo conjunto para que vuelva à ser aquel primer mixto con todas sus propiedades; ò para producir nuevos cuerpos compuestos por medio de mezclas distintamente combinadas, y de que ni aun la Naturaleza nos ha dado modélo» (Macquer, 1749/1784, cap. I, p. 1-2; ortografía original). En las décadas siguientes apareció también su Dictionnaire de Chymie (Figura 2), con una primera edición anónima (1766) en dos volúmenes, y una segunda edición (1778), aumentada y corregida, en cuatro tomos. Tras un Discours Préliminaire sur l’origine et les progrès de la Chymie (Macquer, 1778, p. xiii-xxxvii.) (Figura 3), en el citado Dictionnaire se expone, por primera vez y de forma sistemática, toda la información sobre los conocimientos existentes en esa época en relación con los elementos y los compuestos, así como las teorías fisicoquímicas sobre la estructura y constitución de la materia; este diccionario sirvió de modelo para otras obras del mismo estilo que se publicarían en las décadas siguientes, entre otros, por ejemplo, el diccionario español de Terreros y Pando, (1786). Macquer clarificaba lo que era, o, más bien, lo que había sido, la Alquimia: «Este término ha sido empleado por los pretendidos Adeptos y por los buscadores de la Piedra Filosofal, para designar la Química por excelencia de la cual se enorgullecen ellos mismos de que el conocimiento está reservado solo para ellos. Los Adeptos consideran la Química como una ciencia vulgar, que apenas contiene los primeros elementos de la misteriosa ciencia de la Alquimia; pero hasta el presente, no han producido nada que, a juzgar por las personas sensatas, pudiese dar la más mínima base de tal afirmación. Los verdaderos químicos consideran la Alquimia una ciencia imaginaria, y los que se entregan a ella, las personas que, por falta de suficiente formación, dejan que la realidad corra detrás de las sombras» (Macquer, 1778, p. 92-93; énfasis original). Al mismo tiempo, Macquer aportaba una definición más simple, pero no menos exacta, de la Química, como «...una ciencia cuyo objetivo es reconocer la naturaleza y las propiedades de todos los cuerpos, a través de sus análisis y sus combinaciones» (Ibídem, p. 372), entendiendo por principios a «...las sustancias de naturaleza diferente, que, por su unión y su combinación mutua, constituyen los cuerpos mixtos» (Ibídem, p. 73; énfasis original).
Aun así, Antoine-François de Fourcroy (1755-1809), entre otros autores, ya indicaba a finales del siglo XVIII que se podía hablar de filosofía química porque esta ciencia moderna poseía una ligazón y una adherencia entre sus proposiciones que permitía conocerlas y apreciarlas, puesto que existía una conexión recíproca entre ellas (Fourcroy, 1792, p. iv). Esto es precisamente lo que se vislumbraba en la obra de Macquer, y que con gran clarividencia se observa ya en su Discours Préliminaire, como veremos en los párrafos que siguen.
El objetivo primordial de este trabajo en presentar por primera vez en castellano la traducción completa del mencionado Discours Préliminaire, cuyo resumen se comenta a continuación.
Figura 3. Primera página del Discours Préliminaire (Macquer, 1787, p. xiii).
A lo largo de las veinticinco páginas que conforman este Discours, Macquer realiza una historia abreviada de la Química en la que desvela las diferentes fases por las que ha pasado esta ciencia, analizando las vicisitudes que han favorecido o retrasado su progreso, desde los tiempos más antiguos hasta el siglo XVIII.
Para el científico francés, en la antigüedad (antes incluso del Diluvio bíblico) solo se habían encontrado ideas más bien difusas, convertidas en fábulas y maravillas rodeadas de tinieblas, de donde se derivaban hechos irrepetibles e impredecibles, por lo que no era posible incluirlos dentro de la ciencia más rudimentaria. Esta supuesta ciencia tendría su origen en un texto árabe llamado Kema, de donde procedería su nombre, y señala al mítico personaje bíblico Tubalcaín como el primero de los creadores de utensilios que se dedicarían posteriormente a las labores alquímico-químicas. Sin embargo, para Macquer, Tubalcaín no era más que un artesano, puesto que la química que practicaba no podía ser considerada una verdadera ciencia, tan solo un oficio: la ciencia era el estudio y el conocimiento de la correspondencia entre determinados hechos, lo que permitía relacionarlos entre sí, pero al mismo tiempo era también el descubrimiento de estos mismos hechos, procedimientos que estaban muy alejados en este sentido de las labores artesanales de los tiempos antediluvianos. No obstante, esto no desmerecía el trabajo de estos primeros artesanos dadas las circunstancias que rodearon las labores más prístinas de la forja, si bien la transmisión del conocimiento artesanal se hacía siempre a través de tradición oral, incluso tras la invención de la escritura.
Durante las dinastías egipcias más antiguas fue cuando surgieron los primeros conocimientos que a lo largo de muchos siglos dieron lugar a las ciencias; en el caso particular de la Química, su verdadera conformación como ciencia tuvo lugar a mediados del segundo milenio antes de la era común, con la distinción precisa entre filósofos y simples artesanos. Así se produjo por parte de los primeros, entre los que se encontraban los sacerdotes y también algunos soberanos, la elaboración y la selección que aquellos conocimientos dignos de ser transmitidos, conformando y expandiendo las ideas y los procedimientos dignos de constituir una ciencia auténtica. Macquer inicia un recorrido por los personajes que intervinieron en todo este proceso, desde Hermes Trismegisto (a principios del segundo milenio antes de la era común) hasta Demócrito y Plinio el Viejo, pasando por el Moisés bíblico y Clemente de Alejandría.
Como bien señala Macquer, a pesar de los obstáculos puestos por los antiguos investigadores dentro de los primerizos andares de la Química, en especial por su enfermiza obsesión de fabricar oro, esta ciencia continuó renovándose lentamente, con muchas dificultades e impedimentos, lo que no se llegaría a superar en la práctica hasta el siglo XVII, tras el fracaso de los alquimistas en su búsqueda de la Piedra Filosofal. En realidad, los alquimistas se arrogaban de la condición de sabios al mismo tiempo que de artesanos, cuando no eran ni una cosa ni la otra, y persistieron especialmente en su lenguaje hermético. Esto se revela además en la incomprensión de sus escritos, tan oscuros y enigmáticos como su propia historia.
El científico francés pasa de largo prácticamente de lo que denomina, por su oscurantismo, “Edad Media de la Química”, para centrarse a continuación en otros autores cuyas experiencias son menos herméticas, como Geber, Roger Bacon, o Ramón Llull, entre otros, que llegaron a describir de forma más precisa e inteligible sus investigaciones, no solo las que ya habían sido realizadas, sino indicando aquellas que, por otro lado, eran conscientes de que tenían que llevar a cabo.
Hasta el siglo XVI, no solo Paracelso, uno de los más renombrados alquimistas, sino algunos otros como el ya mencionado Llull, habían imaginado la existencia de una medicina universal, pretensión que llegó a calar en este tipo de trabajos e investigaciones. Estos adeptos al saber universal, que se mantenían atrincherados contra la razón, produjeron multitud de recetas de elixires y brebajes con los que pretendían sanar todas las dolencias, y cuyo acceso continuaba estando vetado por el hermetismo para los no iniciados. Presumían, así, de su sagacidad como filósofos, cuando en realidad moraban en la sinrazón. Como dice Macquer, a pesar de esto, la racionalidad surgió de los escombros de esta demencia alquímica para erigirse en una nueva ciencia. Fue precisamente así, en este enfrentamiento entre la supuesta universalidad de la medicina paracelsiana y los remedios tradicionales, entre envidias y enemistades, entusiasmo y vanidad, sin despreciar el conocimiento ajeno, pero valorándolo dentro de los límites de la realidad, muchos de estos artesanos se alejaron de la ignorancia de siglos precedentes, y descubrieron nuevos remedios mucho más efectivos que la panacea alquimista, y además los describieron en un lenguaje comprensible para todos. Las propias facultades de Medicina ya empezaron a considerar, y a enseñar, las nuevas farmacopeas que emergían de los nuevos procedimientos químicos, disponibles asimismo en multitud de dispensarios. Entre los alquimistas más relevantes citados por Macquer se encuentran los Hermanos de la Rosacruz, Sethon, Espagnet y Beausoleil, y, entre los iatroquímicos, Croll, Beguin, Le Febvre y Lémery, y, entre los mineralogistas y metalúrgicos, sobresale sin ninguna duda Georgius Agricola, contemporáneo de Paracelso, o Athanasius Kircher y Conringius, algunos siglos más tarde, aportando una visión de lo que debía ser la ciencia química muy diferente.
Para Macquer, se llega así finalmente a una época, iniciada a mediados de siglo XVII, donde comienza la construcción de ese gran edificio que sería la Química como ciencia independiente, a partir de las bases y principios establecidos de forma aislada, agrupados y ordenados ahora en torno a un corpus doctrinal racional. Entre los precursores o primeros padres de esta nueva ciencia, se citan a Barner, Takenius, Bohnius y Becher, y más adelante también a Stahl y Boerhaave.
A continuación, sostiene que tanto la teoría como la experiencia, es decir, el razonamiento sobre los experimentos realizados, deben aunarse para lograr los principales avances en la ciencia. Así surge la filosofía experimental en las Academias y Sociedades, alejándose de las extravagancias y especulaciones alquimistas, incluyendo también las pretensiones astrológicas que a nada conducían. Y, al mismo tiempo, es posible observar cómo la experiencia da cuerpo al razonamiento, y este da alma a la experiencia.
De esta forma, para el científico francés, la Química se encontraba en esos años del siglo XVIII en su mejor momento, bajo la protección de los Príncipes, y bajo el celo de multitud de naturalistas, que lentamente hicieron lo posible para que la verdadera filosofía contribuyera a perfeccionar los conocimientos sobre la materia.
El propósito del presente trabajo es aportar la traducción castellana completa de un documento histórico altamente relevante como es el Discours Préliminaire de Pierre Joseph Macquer, documento de especial interés en la enseñanza de la Química en un contexto histórico, puesto que constituye una interesante síntesis diacrónica sobre la evolución y origen de la Química a partir de la Alquimia. Pequeños fragmentos de este discurso han sido utilizados por el traductor en sus clases de Química para que el alumnado realizase comentarios de texto, en diferentes niveles de la educación secundaria (Educación Secundaria Obligatoria, entre 12-16 años, y Bachillerato, 17-18 años), con las adaptaciones curriculares correspondientes dentro de las primeras unidades didácticas, siempre como introducción a la enseñanza de la Química. Con ello se pretendía hacer comprender al alumnado que la ciencia no es algo que esté ya hecho: los conceptos, leyes o principios no son los que son porque así se encuentran en los libros de textos, manuales o tratados; por el contrario, la ciencia es una construcción social que ha ido evolucionando a lo largo de los siglos; se entiende así que no todo en la ciencia es definitivo, y tampoco, por supuesto, no todo es provisional. En esta labor han participado numerosas personas (tanto hombres como mujeres, estas últimas muchas veces desafortunadamente infravaloradas, cuando no silenciadas), de estamentos intelectuales y sociales muy diversos, pero con un fin común: la búsqueda de la verdad en la naturaleza del mundo material.
Para esta traducción se ha utilizado el Discours Préliminaire de la 2ª edición del Dictionnaire de Chymie (ampliada y corregida; 1778). Como en otras ocasiones en las que hemos realizado traducciones de textos equivalentes, se han tenido en cuenta las normas que consideramos básicas en este tipo de trabajos: decir todo lo que dice el original, no decir nada que el original no diga, y hacerlo con la elegancia que permite el castellano. La fidelidad al texto no significa una traducción literal del original: simplemente no se han introducido ideas, interpretaciones, o expresiones anacrónicas dentro de la propia traducción. Para ello se ha añadido un conjunto de notas numéricas a pie de página explicativas. Las notas del propio autor se han escrito entre paréntesis, y se complementan entre corchetes con una nota del traductor con algunas aclaraciones. La cita de obras clásicas se ha realizado a partir de las ediciones originales, a excepción de aquellas en las que existe traducción castellana, en las que se ha preferido esta.
La historia de las ciencias es al mismo tiempo la de los trabajos, los éxitos y los errores de aquellos que las han cultivado; indica los obstáculos que se han tenido que vencer, y los falsos caminos en los que se han extraviado: por lo tanto, no puede menos que ser bastante útil para aquellos que desean seguir la misma profesión. Por esta razón, nos comprometemos aquí a emprender esta historia abreviada de la Química. Pero, para no repetir lo que otros autores han expuesto con gran detalle y exactitud, no hablaremos de la historia particular de los químicos, en tanto que aquella se pueda utilizar para dar a conocer mejor la historia general de la Química. Nuestro propósito en desvelar las diferentes fases por las que ha pasado esta ciencia, las revoluciones que ha experimentado, las circunstancias que han favorecido o retrasado el progreso en el pasado; en una palabra, trataremos de exponer un resumen esquemático de lo que ella ha sido desde su origen hasta estos últimos tiempos.
La mayoría de los autores que han tratado la historia de la Química, sitúan el origen de esta ciencia en la más remota antigüedad; extienden sus investigaciones hasta la primera edad del mundo, y encuentran químicos hasta en los mismos tiempos anteriores al Diluvio;2 pero, perdidos en la noche de estos remotos siglos, no han encontrado, como todos los historiadores que han deseado penetrarlos, más que fábulas, maravillas y tinieblas.
Ya no estamos en esos tiempos de credulidad, cuando era posible progresar con seriedad, según los libros apócrifos, en los que los ángeles y los demonios, prendados del amor por las mujeres, les revelaban aquello que es lo más sublime de las ciencias, y los secretos más profundos de la Química; el libro donde se escribieron estos secretos se llama Kema,3 de donde procede el nombre de Química; y miles de otros ensueños de esta especie, sobre los que es del todo inútil hacer mención.(4) Todo lo que se puede decir de verdadero y razonable sobre esta materia, es la invención de numerosas artes5que dependen de la Química, y cuya finalidad es procurarnos las cosas más necesarias, desde la más remota antigüedad. La Sagrada Escritura habla de Tubalcaín, 6 que vivió antes del diluvio, como un hombre que sabía fabricar todos los utensilios de cobre y de hierro. Se cree que este Tubalcaín es el que la Mitología Pagana colocó luego entre los numerosos dioses, con el nombre de Vulcano.7
Estos rasgos históricos hacen considerar por lo general a Tubalcaín como el primero y más antiguo de los químicos, título que, no obstante, no debemos otorgarle, teniendo en cuenta el tipo de química que practicaba, no como una verdadera ciencia, sino tan solo como un arte o como un oficio.
No quedará ninguna duda sobre esto, por poco que se reflexione sobre la naturaleza y sobre el estado del espíritu humano. Es cierto que eso que llamamos ciencia, es el estudio y el conocimiento de las relaciones que pueden agrupar un cierto número de hechos, lo que presupone necesariamente la existencia y el descubrimiento de estos mismos hechos. No obstante, este descubrimiento es tan solo obra de los sentidos; el espíritu más activo y penetrante es completamente impotente a este respecto, en comparación con el sentimiento interior de una necesidad imperiosa. Sin las impresiones molestas o agradables que nos excitan los cuerpos que nos rodean, seguiríamos ignorando las propiedades más comunes. El azar ha mostrado en primer lugar algunos de ellos; el amor al bienestar, del que brota una fuerte distinción mucho más previsora que la propia razón, ha hecho sentir su utilidad; las necesidades primarias de los hombres los han convertido, por eso mismo, en los primeros artesanos; han sentado los principios de las artes por un esfuerzo natural, muy distinto de este razonamiento perfeccionado que es el único que puede dar a luz a las ciencias, y que no se ha formado sino a lo largo de una gran secuencia de siglos. De aquí se debe concluir que el Patriarca Tubalcaín no era más Químico que nuestros fundidores y herreros; esto es asimismo muy consistente con el texto de la Escritura, en el que se le nombra tan solo como malleator & faber,8 es decir, era un simple artesano, al igual que los primeros hombres que adquirieron algún conocimiento del que carecían sus contemporáneos.
La idea que damos aquí del mérito de estos antiguos inventores de nuestras artes no debe, no obstante, disminuir en nada el honor que se les debe; el espíritu humano estaba entonces en su infancia, las ciencias aún no habían nacido, todo estaba en lo que podrían ser. Aunque trabajadores sencillos y groseros, deben ser considerados como los genios más imponentes de sus épocas; porque la fuerza y la amplitud de la mente de los hombres son aún más pequeños que el trabajo de la naturaleza, el de la época y el lugar donde el azar los sitúa. Si Stahl hubiera vivido antes del diluvio, todo el esfuerzo de este genio nacido para desentrañar los misterios de la naturaleza con el auxilio de la más sublime Química, se habría reducido verdaderamente a encontrar el medio de forjar un hacha, de la misma forma que el gran Newton, que sabía cómo medir el universo y calcular el infinito, podría haber agotado toda la fuerza de su mente para contar hasta diez, si se hubiera originado entre esas naciones de América, cuyas calculadores más hábiles solo pueden contar hasta tres.(9) Repito, pues, el primer hombre que supo forjar hierro y fundir bronce, aunque menos hábil que nuestros más humildes artesanos, fue sin embargo un gran hombre, que merece nuestro elogio tanto como los Químicos más sabios y más profundos.
Este fue el caso de la química, como con todas las demás artes. Antes de la invención de la escritura, el aprendiz practicaba lo que aprendía de su maestro por tradición oral, y transmitía esos mismos conocimientos a quien le sucedía; igual que hacen aún nuestros obreros, que no escriben nada, aunque vivan tantos siglos después de la invención de la escritura.
Este arte por excelencia fue descubierto, como había ocurrido con la mayor parte de las otras artes, por los antiguos egipcios. Es a esta época dichosa a la que nos podemos referir verdaderamente como la del aumento del conocimiento humano; y el nacimiento de las Ciencias; fue entonces cuando se hizo una distinción real entre los eruditos o filósofos y los simples artesanos. Estos últimos, obedeciendo siempre a la impronta de la misma fuerza, continuarán su marcha uniformemente y se limitarán a su práctica; los primeros, por el contrario, recogieron con esmero todo el conocimiento que podía expandir y adornar la mente humana, lo convirtieron en el objeto de sus investigaciones, lo aumentaron meditándolo y comparándolo, dejándolo por escrito, transmitiéndolo entre ellos, en una palabra, sentando realmente las bases de la Filosofía. Estos valiosos hombres fueron los sacerdotes y los reyes de un pueblo lo suficientemente sabio como para presentarles sus respetos, y que por lo tanto eran dignos de obedecer a tales maestros.
Entre estos reyes filósofos a quienes los químicos llamaban su primer autor, se encuentra Siphoas; vivió, según se cree, 1 900 años antes de la Era Cristiana. En el caso de los griegos, a quienes los egipcios les transmitieron las ciencias, lo conocían como Hermes o Mercurio Trismegisto,10 es decir, más grande. La lista de obras de este antiguo sabio, del que no nos ha quedado nada, y que se encuentra en Clemente de Alejandría,11 es tan numerosa que en su tiempo los hombres ya habrían hecho grandes progresos en las Ciencias. Sin embargo, alguna de las obras de Hermes, señaladas por Clemente de Alejandría, no trata precisamente de la Química; la compuso sobre todo tipo de ciencias, con la excepción de aquella a la que le dio su nombre; porque la Química también se llamaba filosofía hermética. Es cierto que algunos manuscritos árabes que se conservan en la biblioteca de Leiden están bajo el nombre de Hermes, y que parecen tener una relación más directa con la Química; tal es, por ejemplo, aquel que trata sobre los venenos y los antídotos, y otro sobre las piedras preciosas; pero se las considera, con razón, obras muy posteriores, y de las que la suposición es manifiesta. Por lo tanto, hay razones para creer que, en la época de Hermes, todo lo que se sabía sobre química se reducía a unos cuantos conocimientos aislados, cuya relación no se veía, y que en consecuencia aún no formaba una ciencia, aunque la Astronomía, la Moral y algunas otras ciencias, ya habían hecho un gran progreso, como puede ser constatado por la enumeración de los libros de Hermes. Esto no será sorprendente, si se considera que los fenómenos más importantes de la química son al mismo tiempo los menos sensibles. Ocultos por la naturaleza bajo una especie de envoltura, como los resortes de una máquina preciosa, se muestran solo a aquellos que saben cómo descubrirlos, y solo pueden ser percibidos por ojos entrenados para observarlos. Si el azar presentó primero algunos de ellos que, por su singularidad o brillantez, iban a atraer la atención de los primeros sabios, estos fenómenos solo podían parecerles piezas separadas, cuya aplicación y usos les era imposible captar, por falta de conocimiento de otros muchos con los que tenían una relación esencial.
Estos primeros químicos, por lo tanto, no tenían más recursos que recopilar los fenómenos que llegaban a su conocimiento: los hacían reaparecer según fuera necesario, ya sea para usarlos para cosas habituales, o para operar efectos que parecían maravillas para aquellos que no eran tan sabios.
Esto es sin duda en lo que se resumía la Química de estos primeros inventores de las Ciencias; es esta química la que Moisés12 aprendió de ellos, quien, según la Escritura, fue instruido en la sabiduría de los egipcios, y después, el filósofo Demócrito,13 quien viajó deliberadamente a Egipto para extraer las ciencias de su fuente. Ambos están entre los numerosos químicos; el primero porque supo destruir y hacer que los israelitas se tragaran el becerro de oro del cual habían hecho un dios; y el segundo, por el testimonio que le dieron numerosos escritores antiguos, y especialmente Plinio14 el naturalista, quien califica de magia y ciencia milagrosa la que poseía Demócrito.
Aunque estamos muy poco avanzados en la historia de la Química, no podemos sin embargo seguir adelante, sin mencionar una manía singular que afectó a las mentes de todos los químicos; fue una suerte de epidemia general, cuyos síntomas demuestran hasta dónde puede llegar la locura del espíritu humano, cuando está realmente preocupada por algo, que hizo que los químicos hicieran esfuerzos sorprendentes, descubrimientos admirables y, sin embargo, pusieron grandes obstáculos al avance de la Química; cuya curación al fin no comenzó a aparecer hasta el siglo pasado, que ha sido la verdadera época de la renovación de esta ciencia, y de su progreso hacia la perfección.
Sin duda está claro que estoy hablando del deseo de fabricar oro. Tan pronto como este metal se convirtió, por convención unánime, en el precio de todos los bienes, se encendió un nuevo fuego en el horno de los químicos. Parecía muy natural que aquellos que tenían un conocimiento particular de la naturaleza y las propiedades de los metales, que sabían cómo trabajarlos y hacerlos tomar mil formas diferentes, buscaran producir el más hermoso y el más precioso de los metales. Las maravillas que veían cada día nacer de su arte, incluso les daban una esperanza bastante razonable de añadir este nuevo prodigio a los que ya estaban operando: estaban lejos de saber entonces si lo que emprendieron era posible o no, ya que incluso ahora la cosa aún no está decidida. Sería, por lo tanto, una injusticia culpar a sus primeros esfuerzos; pero desafortunadamente este nuevo tema de su investigación era demasiado capaz de despertar en sus almas movimientos muy opuestos a las disposiciones filosóficas; se apoderó tanto de su atención que les hizo perder de vista otros asuntos; creían ver la perfección de toda la química en lo que no era sino un problema particular de la Química; la esfera de su ciencia, en lugar de expandirse, se concentró en torno a un solo punto, hacia el cual dirigieron todos sus trabajos; el deseo de ganancia se convirtió en su motivo; estaban ocultos y misteriosos; en una palabra, tenían exactamente las características de los artesanos: si hubieran tenido éxito, habrían sido simples fabricantes de oro, en lugar de ser químicos ilustrados y sabios; pero, desafortunadamente para ellos, solo eran los trabajadores de un oficio que no existía.
Esta circunstancia, que los privó de un beneficio habitual, fue sin embargo lo que les impidió ser confundidos con otros artesanos; tenían así una suerte de conformidad con los Sabios; y como es natural aprovechar todas sus ventajas, predominó esta para arrogarse el nombre de Filósofos o Químicos por excelencia; cualidad que se especifica por la partícula árabe al, que agregaron al nombre de su ciencia, y de la cual provienen los términos de Alquimia y Alquimistas.
Esta suerte de hombre era, pues, como se ve una especie intermedia entre sabios y artesanos; tenían el nombre de los primeros, el carácter de los segundos, y de hecho no eran ni lo uno ni lo otro. En apoyo de su nombre hicieron libros como filósofos, escribieron los principios de su pretendida ciencia; pero como el carácter no se niega, lo hicieron de una manera tan oscura y tan poco inteligible, que no dieron más luz sobre su presunto arte, que sobre los oficios que ejercían, los trabajadores que nada escriben.
Muchos de ellos, aparentemente sintiendo el reproche bien fundado que se les podría hacer a este respecto, trataron de atraer la atención de sus lectores, anunciando al comienzo de sus libros que deseaban hablar muy claramente; pero tienen buen cuidado de no hacer nada al respecto. Es un algo singular verlos, después de prometer con gran énfasis revelar los secretos más ocultos, explicarse de una manera aún más oscura que todos los que los han precedido.
Podemos juzgar el grado de consideración que adquirieron en la sociedad estos personajes que no hicieron nada allí, y de quienes nada se aprendió; así que su historia no es menos oscura y confusa que sus escritos. No sabemos los verdaderos nombres de la mayoría de ellos, el tiempo en que vivieron, si los libros que se les atribuyen son o no supuestos; en una palabra, todo lo que les concierne es un perpetuo enigma.
No entraremos, pues, en ningún detalle sobre Sinesio, Zósimo, Adfar, Morian, Khalid, Arnau de Villanova, Ramón Llull, Alain de Lille, Jean de Meung,15 y sobre una infinidad de otros escritores o supuestos filósofos de esta especie, cuya mera enumeración sería demasiado larga; y pasaremos rápidamente por alto esta Edad Media de la Química, que es la parte más oscura y humillante de su historia. Aquellos que tengan curiosidad por seguir estas crónicas, verdaderas o falsas, pueden consultar las obras de Borrichius16 y la Histoire de la Philosophie hermétique del abad Lenglet du Fresnoy.17
Nos contentaremos con observar que, en esta multitud de escritores alquimistas e ininteligibles, hay, sin embargo, un pequeño número que, habiendo hablado un poco menos oscuramente de ciertas experiencias, han proporcionado algo de luz: tales son quizás el árabe Geber, el monje inglés Roger Bacon, que parece haber tenido conocimiento de la pólvora de cañón, y que fue acusado de magia; Ramón Llull, Basilius Valentinus e Isaac el Holandés,18 en cuyos escritos desciframos algo sobre aguafuertes, sobre el antimonio y quizás muchos otros.
Estos valiosos conocimientos, cuyo germen se encuentra como si estuviera enterrado bajo montones de acertijos, son muy capaces de echar de menos aquellos que nuestros laboriosos buscadores de la piedra filosofal han descartado, porque no estaban inmediatamente relacionados con su propósito. El servicio más esencial que podían prestar a la Química era exponer con bastante claridad los experimentos que les faltaban, que describían oscuramente los que, según ellos, les habían sucedido.
Así era hasta el siglo XVI el estado de la Química, o más bien de la Alquimia. Fue en este tiempo que un famoso alquimista llamado Paracelso,19 un hombre de una mente ingeniosa, extravagante e impetuosa agregó una nueva locura a la de todos sus predecesores. Como era hijo de un médico, y médico él mismo, imaginó que, por medio de la Alquimia, también se debía encontrar la medicina universal; y murió a los cuarenta y ocho años, haciendo público que tenía secretos capaces de prolongar la vida de Matusalén.20 Ramón Llull y algunos otros alquimistas habían pensado en verdad, antes de Paracelso, en la medicina universal; pero fue la calidez y la audacia de este último las que proporcionaron la mayor fama a esta famosa quimera.
Esta pretensión, por insensata que fuera, sin embargo, encontró muchos partidarios, y causó un violento incremento en la manía de los alquimistas; ¡tanta credulidad tiene los hombres por lo que los halaga! Nuestros filósofos, sin dejar de buscar el secreto de las transmutaciones y el de fabricar oro, trabajaron a voluntad para encontrar la medicina universal, e imaginaban que todas estas maravillas podían hacerse por un único y mismo proceso: muchos de ellos se jactaban de haber tenido éxito, y se llamaban adeptos: sus libros pronto se llenaron de recetas para hacer oro para beber, elixires de la vida, panaceas o remedios para todos los males, y siempre en su lenguaje ordinario, es decir, indescifrable.
Tantas extravagancias acumuladas habían hecho de la Química una supuesta ciencia o, tomando prestadas sus propias palabras, dijo ingeniosamente M. de Fontenelle,(21) «Un poco de verdad estaba tan disuelta en una gran cantidad de falsedad, que se había vuelto invisible, y eran ambas casi inseparables. A las pocas propiedades naturales que conocíamos en los mixtos, se había añadido tanto que se habían vuelto imaginarias, que las desventajas brillaban mucho más; los metales se relacionaban con los planetas y con las partes principales del cuerpo humano; un alcaesto22 que nunca se había visto, disolvió todo: los mayores absurdos fueron revelados a favor de una misteriosa oscuridad en la que se envolvieron, y en la que se atrincheraron contra la razón».
La medicina universal, aunque fue sin duda la más loca de todas las ideas que habían entrado en la mente de los Alquimistas, fue sin embargo la que comenzó a establecer una Química razonable, y a elevarla por encima de los escombros de la Alquimia.
El fogoso y emprendedor Paracelso había osado abrir un nuevo camino en el arte de curar. Declamando sin cesar contra la vieja Farmacia, en la que había pocos, o al menos muy pocos, medicamentos preparados por la Química, quemó públicamente, en un ataque frenético, los libros de los antiguos médicos griegos y árabes, y prometió casi conceder la inmortalidad con sus medicinas químicas. Sus éxitos, aunque muy inferiores a sus promesas, fueron, sin embargo, prodigiosos; hizo varias curaciones sorprendentes; atacó especialmente con gran ventaja, por preparaciones de mercurio, enfermedades venéreas, que luego comenzaron a causar muchos estragos, y contra las cuales la Medicina encontró tan solo armas impotentes en la Farmacia ordinaria.
No se puede permanecer indiferente hacia hombres del carácter de Paracelso: también lo que podía tener de verdadero mérito le despertaba envidias y enemigos, mientras que su entusiasmo, y la necia vanidad con la que se defendía a sí mismo, le llamaban la atención admiradores aún más necios.
Aquellos de entre los médicos de la época, que tenían suficiente buen sentido para no ser susceptibles a ninguna de estas debilidades, tomaron el camino intermedio, es decir, el lado más sensato. Bien persuadido de que es infinitamente necesario recurrir a lo que dice un hombre que es lo suficientemente inepto como para despreciar constantemente el conocimiento de los demás, y ensalzar con exageración sus propios descubrimientos, como lo hizo Paracelso, dejaron que sus indignados seguidores creyeran ciegamente en las extravagancias de su maestro; pero convencidos, por otra parte, por los éxitos de este médico, de que la Química podía proporcionar excelentes remedios hasta entonces desconocidos, estos verdaderos ciudadanos se aplicaron en encontrarlos mediante un trabajo digno del mayor de los elogios, ya que tenía por objeto el bien de la humanidad. Fueron, hablando con propiedad, los inventores de un nuevo arte químico, que tenía por objeto la preparación de medicamentos; escribieron su arte, porque no eran artesanos, y lo escribieron con claridad porque no eran Alquimistas.
Había, por lo tanto, dos clases de químicos muy diferentes entre sí. Mientras que los hermanos de la Rosacruz, un Cosmopolita, un Espagnet, un Beausoleil, un Philalete,23 y muchos otros, desperdiciaron su tiempo, sus esfuerzos y su dinero por ir más lejos que las locuras de Paracelso, se vio florecer sucesivamente las obras útiles de Crollius, Quercetan, Beguin, Hartman, Vigamus, Scroder, Zwelfer, Tachenius, Le Febvre, Glazer, Lémery, Lemort, Ludovic24 y muchos otros que se esforzaron por encontrar y describir nuevos medicamentos extraídos de la Química.
Las principales facultades de Medicina, que consideraban importante que estos medicamentos se prepararan siempre de manera uniforme, también trabajaron para establecer sus procedimientos; de allí nos llegó un gran número de farmacopeas y dispensarios, en los que se encuentran muchas operaciones químicas excelentes.
Por otro lado, la mayoría de las artes químicas ejercitadas en silencio, en el tiempo de Paracelso, ya alcanzaban un notable grado de perfección, por una marcha muy lenta hacia la verdad, pero también muy larga, y sostenida sin interrupción casi desde el principio del mundo. Se sabía descubrir, ensayar y explotar las minas con ventaja; se conocían los medios para mezclar, disolver y refinar metales en orfebrería y en la acuñación de monedas; se fabricaron vidrios, cristales, esmaltes, loza en un número infinito de maneras diferentes; se sabía preparar colores de todos los tonos y aplicarlos a todos los cuerpos; la fermentación que produce vinos, cervezas, vinagres, era conocida y practicada; los destiladores extrajeron las partes espiritosas, materiales volátiles y aromáticos de las plantas, para fabricar esencias y fragancias. Pero todas estas artes se ejercían por separado, por personas que sólo conocían lo que era relativo a su objeto; y como estas mismas artes no habían sido descritas, la gente no tenía conocimiento de ello; las diferentes partes de la Química existían, pero la Química aún no.
Afortunadamente, el gusto por la ciencia, que comenzaba entonces a suceder a la jerga y a la ignorancia de los siglos precedentes, creó hombres de una mente verdaderamente filosófica, que sintieron cuán esencial era adquirir y publicar un gran número de importantes conocimientos. Superaron obstáculos de todo tipo, para descubrir y desarrollar las prácticas de infinito número de artesanos que se ejercitaban en partes esenciales de la Química, si bien eran nada menos que químicos.
El célebre Agrícola25 es uno de los primeros y mejores autores que tenemos en este género. Nacido en un pueblo de Misnia, un país donde abundan minas y está lleno de metalúrgicos, los describió con detalle y precisión que no dejan nada que desear. Médico como Paracelso, y contemporáneo suyo, era de un carácter muy diferente de ese famoso Alquimista; sus escritos son también claros e instructivos, en tanto que los de Paracelso son oscuros e inútiles. Lazard, Erker, Schinder, Schlüter,(26) Henckel(27) y algunos otros, también escribieron sobre metalurgia, y nos legaron la descripción de docimasia o arte de probar. Antonio Neri, el Doctor Merret, y el famoso Kunckel,28 que no puede menos que ser elogiado debido a la gran cantidad de hermosos experimentos con los que enriqueció la Química, proporcionaron con gran detalle el arte de la cristalería, el de hacer esmaltes, imitar piedras preciosas, y muchos otros.29
Los químicos respetables de los que hemos hablado hasta ahora, e incluso algunos de los que los siguieron, y de los que distinguimos bien los alquimistas, no estaban, sin embargo, absolutamente todos exentos de las ilusiones de la alquimia; ¡tan cierto es que una enfermedad obstinada e arraigada nunca desaparece repentinamente y sin dejar algún rastro! Así, después de Paracelso y Agrícola, tenemos un gran número de autores, mitad químicos razonables, mitad alquimistas. Kesler, Cassius, Roeschius, Orschall, el Caballero Digby, Libavius, Van Helmont, Starkey, Borrichius,30 están entre ellos. Pero se les debe personar este defecto, en favor del bien que han hecho a la Química por una gran cantidad de interesantes experimentos.
Puesto que, en los últimos tiempos de los autores que acabamos de hacer mención, la manía alquímica en cierto modo estaba en crisis, también encontró poderosos antagonistas, para quienes la Química saludable tiene grandes obligaciones, ya que contribuyeron con sus escritos a liberarla de esa lepra que la desfiguraba y se oponía a su progreso. Los más distinguidos de estos autores son el famoso padre Kircher,31jesuita, y el sabio Conringius,32 médico, que la combatieron con gran éxito y gloria.
Llegamos al fin a una de las épocas más brillantes de la Química; me refiero al momento en que sus diferentes partes comenzaron a ser recogidas, examinadas, comparadas por hombres de un genio lo suficientemente amplio y profundo para poder agruparlas todas, descubrir sus principios, comprender sus informes, unificarlos en un cuerpo de doctrina razonadas, y verdaderamente sentar las bases de la Química, considerada como una ciencia.
Esto solo ocurrió a mediados del siglo pasado, cuando comenzó a erigirse este edificio, del cual hasta ese momento solo se habían recolectado los materiales. Jacques Barner,33 médico del rey de Polonia, fue uno de los primeros que organizó bajo un cierto orden los principales experimentos de la Química, añadiendo explicaciones razonadas: su obra lleva por título Chymie Philosophique. Todos los fenómenos de esta ciencia están relacionados con el sistema de ácidos y álcalis, que ya había establecido Takenius,34 pero del que se había abusado dándole demasiada amplitud; a falta de eso, no obstante, uno podrá estar dispuesto a perdonarlo, si se considera cuán difícil es no caer en él, cuando es el primero en ocuparse de verdades tan generales y fructíferas en sus consecuencias, como lo son las propiedades de estas sustancias salinas. Bohnius,35 profesor en Leipzig, compuso también un valioso tratado de Química razonada.
Pero la reputación de estos químicos físicos fue casi eclipsada por la que el famoso Becher, primer médico de los Electores36 de Maguncia y Baviera, se ganó algún tiempo después en el mismo género. Este hombre, cuyo genio igualaba su saber, parece haber percibido en una misma ojeada una inmensa cantidad de fenómenos químicos; también las meditaciones que hizo sobre estos importantes temas le revelaron la mejor y más satisfactoria teoría que se había encontrado hasta entonces; esto le valió el honor de tener como su partidario y comentarista al más grande y sublime de todos los químicos físicos.
Estos gloriosos y bien merecidos títulos deben ser concedidos al ilustre Stahl, primer médico del rey de Prusia. Igual que Becher,37 nació con una fuerte pasión por la Química, que comenzó en su primera juventud,(38) dotado de un genio incluso superior al de Becher. tan vívido, tan brillante y activo como la de su predecesor, tenía la mayor e inestimable ventaja de estar regulada por esa sabiduría y compostura filosóficas, que son los preservativos más seguros contra el entusiasmo y las ilusiones. La teoría de Becher, que adoptó casi por completo, se convirtió en sus escritos en la más brillante y la más consistente de todas con los fenómenos de la Química.(39)Bien diferente de aquellos sistemas que la imaginación da a luz sin el consentimiento de la naturaleza, y que la experiencia destruye, la teoría de Stahl es la guía más segura que se puede tomar para conducirse en las investigaciones químicas; y las numerosas experiencias que se llevan a cabo cada día, lejos de destruirla, se convierten, por el contrario, en tantas nuevas evidencias que la confirman.
Junto a Stahl, aunque en un género diferente, debe colocarse el inmortal Boerhaave.40 Este poderoso genio, el honor de su país, de su profesión y de su siglo, arrojó luz sobre todas las ciencias en las que se ocupó. Se le respeta por una consideración que favoreció a la Química, el análisis más bello y metódico del reino vegetal, los admirables tratados del aire, del agua y especialmente del fuego, una obra maestra asombrosa y realmente lograda, que parece dejar a la mente humana en la impotencia para no agregar nada.
Si las teorías de los grandes hombres de los que acabamos de hablar son capaces de contribuir infinitamente al avance de la Química, haciéndonos percibir las causas y las relaciones de todos los fenómenos de esta ciencia, también hay que admitir que pueden producir un efecto bastante opuesto, cuando uno se entrega a ellas con demasiada confianza, y extiende su uso más allá de sus límites. La teoría tan solo puede ser útil si surge de experimentos ya realizados, o si nos muestra los que hay que hacer; porque el razonamiento es en cierto modo el órgano de la vista del médico, pero la experiencia es su tacto; y en este último sentido se deben rectificar constantemente los errores a los que el primero está demasiado sujeto. Si la experiencia que no está dirigida por la teoría siempre es un ensayo y error ciegos, la teoría sin la experiencia no es más que una mirada engañosa y mal asegurada; también es cierto que los descubrimientos más importantes que se han hecho en Química, tan solo se deben a la conjunción de estos dos grandes apoyos.
Se encuentra una prueba muy convincente de esta verdad en las obras de las ilustres Sociedades literarias, cuyo nacimiento debe considerarse el de la filosofía experimental, y la época real en la que la jerga bárbara de la academia, las ilusiones de la astrología vigente, las extravagancias de la Alquimia eran tan solo especulaciones quiméricas y carentes de pruebas, o grupos confusos de hechos que no probaban nada.
Las Memorias sabias y profundas de estos famosos compañeros, cuyos autores son demasiado conocidos para necesitar ser nombrados, siempre serán los modelos de aquellos que desean trabajar con éxito para el avance de la ciencia, ya que siempre vemos la experiencia dando cuerpo al razonamiento, y el razonamiento dando alma a la experiencia.
Tenemos la ventaja de ver por fin los mejores días de la Química. El gusto de nuestro siglo por los temas filosóficos, la gloriosa protección de los Príncipes, el celo de multitud de aficionados ilustres y brillantes, el profundo saber y la pasión de nuestros químicos modernos, a quienes no nos comprometemos a alabar, porque están por encima de nuestros elegios, todos juntos nos prometen los mayores y más brillantes éxitos. Hemos visto que la Química nace de la necesidad, recibe de la codicia un crecimiento lento y oscuro; solo a la verdadera filosofía le estaba reservado el perfeccionarla.
Sobre la base de lo expuesto por Macquer, se pueden distinguir a modo de conclusión general tres fases o periodos claves en el desarrollo de la Química hacia una ciencia independiente, aunque no existieron unas fronteras intelectuales bien definidas entre ellos, antes bien, se solaparon y llegaron a competir tanto conceptual como metodológicamente.
En primer lugar, ya desde la antigüedad lo único que existían eran las ideas alquímicas difusas y cargadas de fábulas, envueltas a su vez en tinieblas de las que habían surgido hechos irrepetibles e impredecibles, en un lenguaje solo para iniciados. Los trabajos de esta fase no podían ser considerados parte de una ciencia, puesto que sus postulados y supuestos logros no permitían una relación entre hechos y descubrimientos.
Los inicios de la ciencia química parecen haberse producido en el antiguo Egipto, durante el segundo milenio antes de la era común. En esa época, empezó a existir una distinción entre filósofos y artesanos, aunque se seguía manteniendo una adhesión a los principios alquímicos, obsesionados con la fabricación del oro y la obtención de la Piedra Filosofal.
En una segunda fase, centrada especialmente durante el Renacimiento, los alquimistas, encabezados sobre todo por Paracelso, presumían de haber logrado una medicina universal, panacea que nunca produjo resultados evidentes y contrastables con la iatroquímica.
Por último, es solo a mediados del siglo XVIII cuando, de los escombros de la Alquimia, van a ir apareciendo las bases y principios que se irían ordenando en torno a la razón, cada vez más independientes de las extravagantes especulaciones alquimistas, dando como resultado una ciencia fundamentada en la racionalidad.
Es importante señalar estas fases claves dentro del aula cuando se imparte la Química en un contexto histórico. De esta forma, el alumnado llega a comprender la progresiva evolución de la ciencia como construcción social, en la que, además, se fueron estableciendo los límites entre el conocimiento científico y la pseudociencia.
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Recepción: 2024-07-31. ▪ Aceptación: 2024-11-19.
Cómo citar:
García Cruz, C. M. (2025, abril-junio). El “Discours prélininaire” de Pierre Joseph Macquer (1718-1784). Educación Química, 36(2). https://doi.org/10.22201/fq.18708404e.2025.2.8924
[a] Historiador de la ciencia, profesor jubilado de Ciencias Naturales (Biología-Geología y Física-Química), España. Contacto: candidomgc@gmail.com.
1 Referencia original: Macquer, J. P. (1778). Discours préliminaire sur l’origine et les progrès de la Chymie, En Dictionnaire de Chymie. París: Didot (2ª revisada y aumentada), vol. I, p. xiii-xxxvii. [Este texto había sido publicado previamente con el título ”Discours historique sur la Chymie”, en su curso de Química (Macquer y Baumé, 1757, p. i-lxiii). Traducción castellana, notas, y bibliografía de Cándido Manuel García Cruz.
2 Véase, por ejemplo, Boerhaave (1733, pars prima, p. 3).
3 Aunque el origen de la palabra química sigue pareciendo incierto, suele aceptarse que procede del árabe al-kimiya, que a su vez podría derivar de diferentes términos del antiguo griego, como χημία o χημεία, con el significado de “el arte de la aleación de metales”, pero también de χύμα, o “fluido”, o de χέω, que significaría “brotar, manar”. En otras ocasiones se le hace derivar del término khem (u otras formas relacionadas, como khm, khame, o khmi), nombre antiguo de Egipto que significa “negrura”, término más próximo al que utiliza aquí Macquer. Véanse Anawati (1996, p. 854); Newman y Principe (1998); Principe (2015, cap. 1); Simpson y Weiner (1989).
(4) El autor del Cours de Chymie, siguiendo los principios de Newton & Stahl, el primero de nuestros escritores en lanzar sobre esta ciencia una mirada verdaderamente filosófica, convierte estas exageradas pretensiones en ridículas, con tanto ingenio como razón, en un discurso histórico al principio de su Obra, y en el que la elegancia del estilo responde al interés que este erudito ha sabido difundir sobre este tema. [N. del T.: Macquer se refiere al químico francés Nicolas Lémery (1645-1715), y a su obra Cours de Chymie (Lémery, 1675), con traducción castellana en 1703. La etimología que se había discutido en ese párrafo se encuentra en Lémery (1675/1713, p. 1-2; en la versión castellana citada, p. 1). Por otro lado, Lémery compartía las ideas alquimistas del filósofo natural inglés Isaac Newton (1643-1727) y de Georg Ernst Stahl (1659-1734), médico alemán, uno de los padres de la teoría del flogisto, quienes aparecen citados en esta nota; véase, por ejemplo, Sénac (1723)].
5 A lo largo de muchos siglos se entendió por arte la habilidad, destreza o aptitud para hacer algo, como consecuencia de un aprendizaje o de una práctica. A finales del siglo XVIII se puede encontrar en castellano como definición de arte «el conjunto de conceptos, y reglas, de invención, y experiencias, que habiendose observado, hacen que se consiga el instrumento ó fin que se desea», es decir, las técnicas (sujetas a su vez a las ideas filosóficas y astrológicas, en el caso de la Alquimia), propias de cada disciplina para la consecución de objetivos concretos (Terreros y Pando, 1786, p. 162; ortografía original).
6 Génesis, 4, 22. Conocido también como Túbal Caín, fue un descendiente de Caín y al que se le considera el padre de los forjadores.
7 Dios romano del fuego y de la forja, llamado Hefestos en la mitología griega.
8 Martillador y forjador.
(9) Estos pueblos salvajes, llamados Yameos, fueron observados por M. de la Condamine en su Voyage au Perou; véanse las Mémoires de la Académie des Sciences, année 1745, Tomo I. [N. del T.: Charles Marie de La Condamine (1701-1774), naturalista y geodesta francés, participó en la Misión Hispano-Francesa a Perú durante el siglo XVIII, para medir la verdadera forma de la Tierra a través del valor de un arco de meridiano; también se interesó por las tribus nativas precolombinas. La referencia del trabajo mencionado es: La Condamine (1745, p. 425)].
10 Hermes o Mercurio Trismegisto (“el tres veces grande”), es un personaje legendario de la cultura helenística, relacionado con el Thot egipcio, dios de la sabiduría, transmisor del conocimiento.
11 Clemente de Alejandría (ca. 150-215 e.c.), primer miembro destacado de la Iglesia de Alejandría.
12 Al margen de su figura legendaria del Éxodo, en el Antiguo Testamento, Moisés es considerado también uno de los grandes magos de la alquimia y del esoterismo egipcios.
13 Demócrito de Abdera (ca. 460-370 a.e.c.), uno de los fundadores del atomismo, se le ve, además, como maestro del esoterismo heredado de los magos persas, caldeos y egipcios.
14 Cayo Plinio Segundo, más conocido como Plinio el Viejo (ca. 23-78 e.c.), fue uno de los grandes naturalistas romanos del siglo I e.c., autor de la monumental Historia Natural.
15 Dentro de estos primeros alquimistas que cita Macquer, se encuentra un grupo bastante heterogéneo de personajes que de una forma u otra se dedicaron al esoterismo hermético: Sinesio de Cirene (ca. 370-413), gran comentarista de libros alquímicos; Zósimo de Panópolis (s. III-IV), pensador griego, autor de los libros de alquimia más antiguos que se conocen; Adfar; Morian (s. X-XI), alquimista alejandrino; Khalid (iben Yazid), musulmán de los siglos VII-VIII; Arnau de Villanova (s. XIII), médico zaragozano; Ramón Llull (1232-1316), pensador mallorquín y pionero de la ciencia; Alain de Lille (1128-1202), teólogo y alquimista francés; Jean de Meung (ca. s. XIII), alquimista francés.
16 Ole Borch (1626-1690), más conocido por su nombre latino Borrichius, fue un médico, científico y gramático danés; escribió varias obras sobre la química hermética (Borch, 1668, 1674, 1697).
17 Nicolas Lenglet Du Fresnoy (1674-1755), erudito y enciclopedista francés, autor de una obra sobre la historia de la filosofía hermética (Fresnoy, 1742).
18 En este segundo grupo se encuentran otros personajes que, según Macquer, hicieron algunas contribuciones no tan oscuras al mundo de la incipiente Química, como el príncipe egipcio Geber (Jabir ibn Hayyan), del siglo VIII; el inglés Roger Bacon (s. XIII), pionero de la ciencia; vuelve aparecer ahora el mallorquín Ramón Llull, por sus aportaciones menos herméticas; el benedictino alemán Basilius Valentinus (s. XV); y Johann Isaac Holandus, más conocido como Isaac el Holandés, del siglo XV.
19 Paracelso (1493-1541), cuyo verdadero nombre era Theophrastus Bombast von Hohenheim, fue un médico, alquimista y astrólogo suizo, personaje clave en desarrollo de la Iatroquimia.
20 Matusalén fue un patriarca bíblico antediluviano, abuelo de Noé, que según la Biblia llegó a vivir 969 años (Génesis, 5, 27).
(21) En el Elogio de M. Lémery. [N. del T.: Bernard Le Bouvier de Fontenelle (1650-1750), escritor y filósofo francés. Sobre la frase del elogio a Nicolas Lémery que cita Macquer, véase Fontenelle (1717, p. 45).
22 El alcaesto (del árabe, alkahest) era un supuesto disolvente universal, que según la tradición fue inventado por Paracelso.
23 Entre este otro grupo se citan: los Hermanos de la Rosacruz, orden francmasona hermética fundada por el alemán Christian Rosenkreuz en el siglo XIV, cuyos miembros se dedicaban a la alquimia; el escocés Alexander Sethon (s. XVII), conocido como el Cosmopolita, quien afirmaba que había transmutado el plomo en oro; Jean d’Espagnet (1564-1637), anticuario y erudito francés del Renacimiento; aunque Macquer cita a Beausoleil sin especificarlo, y como si se tratara de un hombre, en realidad era Martine de Bertereau, baronesa de Beausoleil, una gran mineralogista francesa del siglo XVII, y primera mujer alquimista de la que se tiene noticia; Eugène Philalete, sinónimo del filósofo hermético escocés Thomas Vaughan (1622-1666), aunque también podría tratarse del médico británico George Starkey, de esa misma época.
24 Oswald Croll (1563-1609), médico alemán, cuyo nombre más habitual era Crollius; Quercetan, conocido por su nombre latino, Josephus Quercetanus, su nombre real era Joseph Duchesne (1544-1609), médico francés seguidor de Parecelso; Jean de Beguin (1550-1620), boticario francés; Johann Zwelfer (1618-1688), médico y boticario austriaco; Otto Tacke, llamado también Tachenius (1610–1680), médico alemán seguidor de las doctrinas hipocráticas; Nicasius Le Febvre (1515-1669), químico francés; Nicolas Lémery, del que ya se habló en la nota (5); Ludovico Lazzarelli (1450-1500), controvertido alquimista y mago italiano, todos ellos figuras relevantes de la Iatroquímica.
25 Se refiere al médico, metalúrgico y mineralogista alemán Georg Bauer (1494-1555), más conocido por su nombre latino, Georgius Agricola; sus obras más sobresalientes a las que alude implícitamente Macquer son: Agricola (1546, 1556). Resulta sorprendente que, en el campo de la Mineralogía, el autor francés pase por alto un antecedente medieval importante como fue el erudito y polifacético alemán Alberto Magno (1196-1280), quien, además, tuvo una destacable influencia sobre los alquimistas al considerar, dentro de su tratado sobre los minerales, que, entre todas las artes, la que mejor imitaba a la naturaleza era precisamente la Alquimia (Alberto Magno, ca. 1248-1254/1890, p. 61).
(26) Las obras de Schlüter nos han sido dadas en francés, refundidas y argumentadas por M. Hellot, que las ha enriquecido con sus propias observaciones. [N. del T.: Se refiere al escultor, arquitecto y metalúrgico alemán Christophe Andreas Schlüter (1668-1743). Entre las obras a las que se alude estarían: Schlüter (1750, 1764), traducidas por el químico francés Jean Hellot (1685-1766), que, por otro lado, había desarrollado importantes trabajos sobre el fósforo, así como en metalurgia, minería y tinciones].
(27) Una parte de las Obras de Henckel ha sido traducida a nuestra lengua por M. el Barón de Holbach, que, por sus traducciones, es uno de los más ilustres y activos benefactores de nuestra Química francesa. [N. del T.: Se trata del médico, mineralogista y metalúrgico alemán Johann Friedrich Henckel (1678-1744); las obras más importantes a las que alude Macquer son Kenckel (1756a,b), traducidas al francés por Paul Henry von Holbach (1724-1789), escritor y filósofo germano-francés, gran influyente en la Ilustración y en la Enciclopedia].
28 El italiano Antonio Neri (1576-1614) desarrolló el arte del vidrio; Johann von Löwenstein-Kunckel (1630-1703) fue químico y apotecario alemán.
(29) Todas estas Obras han sido traducidas por M. el Barón de Holbach.
30 Franz Kessler (1680-1656), erudito e inventor alemán; Joseph Rösch o Roeschius (s. XVII), alquimista alemán; Johann-Christian Orschall (s. XVII), metalúrgico alemán e inspector de minas en Hessen-Kassel; Sir Kenelm Digby (1603-1665), filósofo y alquimista británico; Andreas Libau o Libavius (1540-1616), médico, química y alquimista alemán; Jan Baptista van Helmont (1580-1644), médico, naturalista y fisiólogo del Flandes español. Sobre Starkey y Borrichius, véanse las notas 24 y 17, respectivamente.
31 Athanasius Kircher (1601-1680), jesuita alemán, erudito en muchos campos del conocimiento, entre ellos las ciencias.
32 Hermann Conring (1608-1681), conocido como Conringius, fue un médico, físico e historiador alemán, con un interés especial por la filosofía natural.
33 Conocido también como Jakob Barner (1641-1709), este médico polaco fue uno de los primeros precursores de la Química. La referencia de la obra que cita Macquer en este mismo párrafo es: Barner (1689).
34 Véase la nota 25 lo dicho sobre Tachenius.
35 Johannes Bohn o Bohnius (1640-1718), médico y químico alemán, profesor en la universidad de Leipzig.
36 El término Elector (Électeur, en el original), designaba a los más altos cargos del Sacro Imperio Romano Germánico, entre 1623 y 1806, con categoría de Príncipe (dentro de su Electorado), y que tenían la potestad de elegir al Rey de Roma.
37 Johann Joachim Becher (1635-1682), médico alemán, precursor de la Química.
(38) Con tan solo quince años se aprendió de memoria la Chymia Philosophica de Barner. Tomo I. [N. del T.: La edición de esta obra que se cita en la nota 34 consta solo de un tomo].
(39) ¡Quién creería que un autor, además de ser muy eficiente, quisiera renovar hoy en día el gusto que uno tiene de los siglos de ignorancia, escribir de una oscura manera sobre la ciencia, y en particular sobre la Química; que, para acreditar esta pretensión, elogió a Stahl de una oscuridad que nunca se encontraría en este autor, a menos que uno sea un primerizo en Química; que casi ha cometido un crimen contra aquellos que tratan de desviar la oscuridad natural de esta Ciencia, y este es un pretexto estúpido de que haciéndola accesible a todo el mundo, se hará una Ciencia a la moda, y en consecuencia frívola! Como si la ligereza de los que sólo quieren jugar en su superficie pudiera disminuir en modo alguno la fogosidad de los sabios que tienen el coraje de penetrar en las profundidades.
40 Herman Boerhaave (1561-1636), médico y botánico holandés, se le considera el padre de la Fisiología.