Introducción
Una de las formas en las que se ha replanteado el impacto ambiental de las sociedades
humanas en la actualidad ha sido a través del concepto Antropoceno, el cual ha entretejido
el alcance de los modos de producción capitalista y extractivista con los problemas
transfronterizos de carácter planetario: polución, calentamiento global, cambios en
el nivel del mar, así como la acumulación de residuos plásticos asociados con una
huella patente en el registro sedimentario de los suelos (Crutzen 2002). Cabe señalar que en el contexto de la geología, dicha huella de carácter antropogénico
presupone una transición hacia una nueva era, caracterizada en parte por el alto nivel
de control y modificación de los humanos sobre los recursos planetarios, dejando atrás
la era del Holoceno (Smith y Zeder 2013).
No obstante, el Antropoceno como una supuesta nueva era geológica sigue siendo controversial
en diversos ámbitos de discusión, tanto pública como académica, con la salvedad de
que dicha impronta colocó al Antropoceno más allá de sus suposiciones fácticas, generando
un marco conceptual que dio como resultado la emergencia de una metanarrativa que
ha puesto en cuestión nuestro entendimiento de las relaciones entre naturaleza y humanidad
(Ellis 2018).
En esa dirección, algunos autores han señalado el carácter polisémico de la noción
de Antropoceno, así como sus implicaciones políticas, las cuales no guardan un compromiso
con la discusión de si es o no propiamente una era geológica, sino que a partir de
las problemáticas ambientales palpables en diferentes lugares del planeta, la noción
de Antropoceno ha devenido un lienzo o telón de fondo que subyace no solo a las discusiones
entre especialistas, sino también al interés público por cuestiones ambientalistas,
incluyendo la conservación y la preocupación sobre el futuro de la vida (Taddei et al. 2022)
Si bien existe un consenso sobre el supuesto origen del Antropoceno en un contexto
de posguerra mundial, particularmente en los países más industrializados, asimilados
como grandes centros metropolitanos de producción de conocimiento (i. e., centro-norte
global), la expectativa de que dicho fenómeno recorriera una trayectoria lineal en
países de la periferia latinoamericana y asiática ya resultaba problemática. No obstante,
más allá de las vicisitudes propias de cada realidad, los diagnósticos preventivos
sobre los puntos de no retorno o los umbrales que las sociedades debían evitar apelando
al principio de precaución, entre otros recursos epistémicos y jurídicos, parecían
no bastar para evitar los escenarios más catastróficos del Antropoceno (Steffen et al. 2018).
Más allá de la tensión entre las preocupaciones de un ecologismo conservacionista
y los imperativos de una economía extractivista durante las dos primeras décadas del
siglo XXI, la emergencia de la contingencia sanitaria causada por SARS-CoV-2 paralizó
de diversas maneras las actividades humanas, tal y como venían desarrollándose en
la mayor parte del mundo (Loera y Martínez 2021; Segata et al. 2022). El prolongado confinamiento en países representó hasta cierto punto un quiebre
o momento liminal concomitante a la crisis, cuyos efectos se resintieron a todos los
niveles desde lo psicológico, hasta lo social y, especialmente, lo económico. En esa
dirección, muchos negocios quebraron y las economías que ya luchaban por mantenerse
a flote antes de la pandemia, durante el auge de esta se resquebrajaron por completo,
dejando en el desamparo a muchas personas, especialmente mujeres (NU.CEPAL 2021).
Este aparente desplome económico en varias partes del mundo, junto con la regeneración
de varios ecosistemas que han florecido debido a la ausencia masiva de seres humanos
en los circuitos turísticos, ha suscitado la cuestión de si realmente el sistema económico
capitalista se ha visto socavado, o si, particularmente, los efectos negativos del
Antropoceno se han ralentizado; esta cuestión resulta de interés no solo para evaluar
los momentos más álgidos del confinamiento, sino también para aproximarse al momento
post-pandemia denominado la nueva normalidad.
El presente trabajo busca explorar en qué medida la nueva normalidad, con todas las
particularidades que puede presentar a diversas escalas, supone una ralentización
global de los procesos que hasta ahora han caracterizado al Antropoceno y, dado el
caso, qué tipo de ralentización subyace a dicha impronta y qué se puede esperar de
ella. Me interesa explorar si la nueva normalidad puede detonar nuevas formas de relación
humano-medio ambiental, esto es, si tiene cabida pensar la nueva normalidad como una
consecuencia (política y benéfica) no intencional de la acción humana intencional
(económica y perjudicial).
La nueva normalidad como cuestión biopolítica
A medida que se vislumbraba el final del confinamiento causado por la emergencia sanitaria,
los gobiernos de diferentes partes del mundo han acuñado la idea de nueva normalidad,
en términos del retorno paulatino a las actividades sociales, recreativas y económicas.
Esta pauta gubernamental parecía vaticinar que, o bien el regreso a las actividades
sería lento, o bien que nunca más se regresaría a la normalidad tal y como se la conocía.
En algunos países latinoamericanos como Argentina o México, la nueva normalidad implicó
lineamientos técnicos de seguridad sanitaria, esto es, de biopolítica, mientras que
otra manera de plantear esta nueva normalidad apuntó a la noción de bioseguridad.
La noción de bioseguridad concierne a las medidas que pueden o deben tomar los gobiernos
y otras organizaciones con el fin de reducir el impacto negativo de ciertas enfermedades
que puedan mermar significativamente el bienestar humano (Hinchliffe et al. 2016).
Ahora bien, en países europeos como Francia, algunos medios de comunicación y especialistas
en diversas áreas que van desde el turismo hasta la psicología advierten que el retorno
a la nueva normalidad implica la misma clase de adaptación de los individuos extranjeros
en un nuevo país, el acoplamiento a un nuevo ritmo de vida, así como la adopción de
nuevos hábitos constituyen algunas de las instancias de dicha adaptación. Sin embargo,
a nivel social, la nueva normalidad fue diseñada especialmente para las empresas,
las cuales mostraron mayor resiliencia en la medida que se adaptaron a la nueva normatividad;
no obstante, esta serie de nuevas reglamentaciones no pudieron ser cumplidas por todos
los emprendimientos, lo cual, en el fondo, aumentó la brecha entre los grandes consorcios
comerciales y las pequeñas empresas.
Son justamente las pequeñas empresas que, en principio, no puedan acoplarse a lo denominado
por Manuel Castells (1999) como ‘modo de desarrollo informacional’ (i. e., computacional), las que quedarán
fuera de la nueva normalidad, la cual parece estar modelada por el desiderátum de
la eficiencia económica, utilizando herramientas virtuales como aplicaciones web y
móviles para el comercio en línea. Por otro lado, el foco sobre la nueva normalidad
se proyectó con mayor énfasis en las ciudades, donde mínimamente se cuenta con algún
tipo de infraestructura de conexión a Internet y donde los ciudadanos tuvieron la
posibilidad de atomizarse y encapsularse en el aséptico entorno de su hogar. En consecuencia,
la nueva normalidad soslayó las relaciones de los seres humanos con el ambiente en
entornos no urbanos (i. e., rurales); a lo sumo, se hicieron recuentos de la presencia
de animales en diversos entornos marcados por la ausencia de seres humanos, desde
los jabalíes en Israel o pumas en Chile, son varios los casos que aluden a la reconquista
de los espacios por parte de la fauna otrora desplazada por la actividad humana (Durand 2020).
Sin embargo, dichos recuentos no pasaron del carácter anecdótico, ni mucho menos se
conectaron con las personas que tuvieron que salir de sus hogares y que mantuvieron
estrechas relaciones con su entorno, ya sea rural o urbano. De alguna manera, la nueva
normalidad basada en una biopolítica del confinamiento impactó con mayor intensidad
a las personas que habitaban en las ciudades, cuyo sustento dependía de la circulación
de gente y del comercio cara a cara a pequeña escala. Por el contrario, en regiones
rurales como los Andes ecuatoriales, se puso en marcha una estrategia de bioseguridad
basada en la autarquía que tenía un doble propósito, por un lado, controlar el flujo
de personas y evitar contagios y, por otro, ejercer una soberanía alimentaria, evitando
así salir a las grandes urbes o a mayores focos de contagio para abastecerse de alimentos.
En la Amazonia brasileña, las comunidades indígenas sufrieron los peores estragos
de una política impulsada desde los intereses del capital económico, la cual dejó
fuera a dichas comunidades de las acciones en torno a la biopolítica para la contención
del virus. Tales acciones solo reforzaron el agravio crónico que han sufrido las poblaciones
indígenas por parte del gobierno brasileño, lo cual exacerbó y profundizó las desigualdades
y la marginación estructural de dichas poblaciones, especialmente en materia de salud
y de bienestar (Segata et al. 2022).
Si bien es cierto que las microhistorias de esta índole develan las vicisitudes de
la nueva normalidad en diversas partes del mundo, también es cierto que a nivel global
acaece la cuestión de analizar el impacto general del confinamiento y la sucesiva
nueva normalidad; una manera de plantear dicho análisis consiste en proyectar la reflexión
sobre uno de los conceptos de mayor auge en las ciencias sociales contemporáneas,
a saber, el Antropoceno (Gan et al. 2017).
Impactos globales de la pandemia: el Antropoceno como una cuestión más que humana
En términos generales, el Antropoceno refiere a la omnipresencia humana en la totalidad
de las dimensiones de la vida, se trata de una impronta ontogénica que retrata la
potencia de la agencia humana sobre sí misma y sobre otras especies, marcando, supuestamente,
una nueva era geológica que deja atrás al Holoceno. El potencial de las actividades
humanas se determinó a partir de que a finales del siglo XIX, Svante Arrhenius demostró
que el dióxido de carbono y el vapor del agua en la superficie de la Tierra atrapan
energía caliente (i. e., efecto invernadero) que calientan la tierra suficientemente
para derretir paulatinamente los casquetes polares y transformarlos a una forma líquida,
un elemento vital para la vida en el planeta. Esto constituye la premisa para el progresivo
calentamiento global, en parte porque cuando la química atmosférica se altera, por
actividad humana, la capacidad de retención de calor cambia y genera riesgos que se
han determinado como una amenaza durante el último cuarto del siglo XX (Ellis 2018).
En esa dirección, el diagnóstico generalizado ha sido que las sociedades modernas
(i. e., industriales e informacionales) han ejercido un control y una presión de tal
magnitud que han degradado el aire, los suelos y el agua, dando como resultado un
progresivo cambio climático debido a causas antropogénicas. Cabe resaltar que este
tono catastrofista ha predominado en la mayoría de discursos sobre el Antropoceno,
como una especie de corolario apocalíptico, el cual, no obstante, ya ha sido matizado
por algunas investigadoras (Gan et al. 2017). Esta narrativa apocalíptica se ha visto agudizada en la opinión pública debido
a los impactos causados por los cambios en la distribución de diversas especies, incluyendo
las consideradas como especies invasoras, así como por la preeminencia de paisajes
antropogénicos caracterizados como invasivos e irruptivos de una supuesta naturaleza
prístina.
Ahora bien, un subtema concomitante al Antropoceno apunta a la huella palpable de
las actividades humanas, debido en parte a la velocidad del modelo económico, caracterizada
como una Gran Aceleración (Steffen et al. 2015). Resultado de políticas económicas liberales, crecimiento poblacional, incremento
en el consumo de los recursos y abundante energía, la Gran Aceleración ha sido uno
de los virajes más profundos en las relaciones humano ambientales del siglo XX. Justamente,
la Gran Aceleración explica la transición al Antropoceno a través de una compleja
red multicausal, esto es, una narrativa que entreteje los vínculos de los cambios
políticos, económicos y sociales con sus diversas consecuencias medioambientales a
diversas escalas durante el siglo XX. Se arguye que las transformaciones humanas a
lo largo de la historia se mantenían dentro de la variabilidad natural del ambiente
a nivel global, no así el ritmo de las transformaciones marcado por la Gran Aceleración
(Constanza et al. 2007; Ellis 2018).
En esa dirección, la irrupción y relativo estancamiento de los modos de producción
capitalistas, derivados de la contingencia sanitaria del Sars-Cov 2, resultan un insumo
importante para cuestionar si en efecto, esta suspensión de las actividades ha implicado
la ralentización de los procesos socioeconómicos implicados en la Gran Aceleración.
En particular, resulta de especial interés reflexionar sobre las formas en las que
esta irrupción se ha articulado a la llamada nueva normalidad. Para lograrlo, conviene
revisar críticamente las maneras en las que, desde la antropología y las ciencias
sociales, se ha receptado el concepto de Antropoceno y las consecuencias que ello
implica. Uno de los primeros cuestionamientos sobre lo que puede denominarse la visión
estándar del Antropoceno, caracterizada por un tono catastrofista y localizada espacio-temporalmente
en el siglo XX, consiste en la historización de las actividades humanas y su impacto
en el ambiente. En esa dirección, Bruce Smith y Melinda Zeder (2013) han puesto de manifiesto la necesidad de retrotraerse en el tiempo para reconocer
que la capacidad del último ingeniero de ecosistemas (i. e., ser humano) inició hace
mucho tiempo la primera Gran Aceleración.
Dicha historización va más allá de la Revolución industrial en el siglo XVIII, o incluso
del contacto europeo con otros continentes en el siglo XVI, eventos relativamente
recientes comparados con el tiempo prehistórico. El efecto acumulativo de la cultura
(Tomasello et al. 1993) le permitió a los homínidos más tempranos manufacturar diversas clases de herramientas,
acompasadas a interacciones sociales cada vez más complejas, dando origen, posteriormente,
a uno de los hitos tecnológicos que ha marcado las sociedades preindustriales, a saber,
la agricultura (Reichholf 2008).
Cabe señalar que una de las inspiraciones teóricas que alimenta el trabajo de Bruce
Smith consiste en la ‘teoría de construcción de nicho’, la cual conforma un pensamiento
evolutivo no adaptacionista (i. e., antidarwiniano) al cuestionar la selección natural
como el único mecanismo causal responsable de los cambios a nivel comportamental (i.
e., cultural) y que coloca las interacciones tróficas y atróficas entre los organismos
y el ambiente como causa evolutiva en una escala de tiempo intergeneracional (Oyama et al. 2001; Laland et al. 2008 y 2010; Schultz 2015). Una de las implicaciones de este marco teórico para pensar el Antropoceno consiste
en advertir sobre los efectos no necesariamente destructivos de las actividades humanas;
dicha valoración apela a un parámetro que no descansa necesariamente en el rango de
las supuestas oscilaciones climáticas a lo largo de la historia de la Tierra, sino
que reconoce que varias de las características atribuidas a una hipotética naturaleza
sin humanos, en realidad se desprende de una actividad humana acumulada a lo largo
de muchos años.
Una de las disciplinas que ha abonado al estudio de dichas actividades ha sido la
ecología histórica, a partir de estudios antropológicos y arqueológicos contemporáneos
sobre la Amazonía, los cuales, desde el último cuarto del siglo XX, problematizaron
la idea de una Amazonía prístina, desprovista de la influencia de la historia humana.
En esa dirección, destacan estudios que enfatizaron los modos de vida de las poblaciones
amazónicas desde tiempos prehistóricos, especialmente los aspectos relativos a la
dieta y a la producción cerámica (Neves 2008). Una de las aportaciones de estos estudios recayó en la propuesta de modelos que
intentaron subregionalizar la diversidad de la región Amazónica, por ejemplo, a través
del modelo cardiaco propuesto por Carneiro y Lathrap, o el modelo de simbiosis entre
las zonas inundadas denominadas várzea y las áreas de terra firme (Denevan 2006; Schaan 2013). Posteriormente, las poblaciones de la várzea fueron asociadas con el surgimiento de formaciones sociales complejas (i. e., cacicazgos),
junto con una amplia variedad de tecnologías hidráulicas que involucraron el manejo
de los ríos, la construcción de estanques para peces o de presas de derivación y almacenamiento.
Muchos de estos estudios se desarrollaron en tres áreas geográficas en la cuenca amazónica:
el delta amazónico que incluye la isla de Marajó, la Baja Amazonía del río Tapajos
y la Amazonía occidental la cual abarca gran parte del estado de Acre. En términos
generales, estos estudios derivaron en novedosas propuestas opuestas al enfoque dominante
de la ecología cultural, el cual subrayaba la importancia de la adaptación y el carácter
sistémico de la homeostásis ecológica, soslayando, al mismo tiempo, las características
del paisaje y la agencia humana para explicar cuestiones de cambio cultural. Como
una alternativa se perfiló la llamada ecología histórica con un mayor énfasis en la
agencia humana intencional como factor clave para explicar el carácter antropogénico
de gran parte del suelo fértil de la Amazonía, denominado terra preta, a partir de la identificación de grandes acumulaciones de minerales como el fósforo,
el calcio y el zinc (Schaan 2013; Baleé y Erickson 2006).
Por otro lado, desde un punto de vista más sincrónico, la antropología contemporánea
ha planteado la cuestión sobre cuál es el papel del quehacer antropológico frente
al Antropoceno como fenómeno global: Algunos autores como Chris Hann (2017) han sugerido que, si bien el ser humano en tanto antropos ha sido el locus de la disciplina, la impronta antropocénica pareciera desdibujar las particularidades
y la especificidad cultural, que en última instancia comprende el mayor interés de
la disciplina. En esa misma dirección, recientemente, Fujigaki (2020) ha abordado las consonancias en torno a las premisas y las consecuencias desprendidas
de la visión estándar del Antropoceno, entre lo cual, el autor, siguiendo a Povinelli,
denominó la toxicidad antropogénica y la teoría rarámuri ligada al entendimiento del
cambio climático. Cabe señalar que dicho ejercicio de contraste no busca sugerir analogías,
sino subrayar diferencias cuyo alcance trasciende el sesgo antropocentrista, haciendo
ver que desde hace mucho tiempo los rarámuri ya pensaban sobre las relaciones humano/medioambientales,
tomando en consideración no solo la incidencia humana, sino una clase de alteridad
multiespecie.
Cabe señalar que Fujigaki argumenta que es justo en los debates sobre Antropoceno
lo que ha permitido a las ciencias sociales visibilizar formas de agencia más que
humana. En esa misma dirección, John Hartigan (2014) reconoce que, más allá de la aparente tensión entre Antropoceno y los enfoques multiespecies,
la visibilización de la vida que corre peligro por las actividades antropogénicas
coadyuva a entender que la socialidad se extiende mucho más allá de los seres humanos.
Dicha socialidad incluye al individuo en diversas escalas, desde el creciente interés
en la vida microscópica bacteriana y viral, hasta las cadenas de valor y los esfuerzos
conservacionistas de la naturaleza.
La ralentización del Antropoceno desde una perspectiva multiespecies
Ahora bien, en virtud de este planteamiento crítico sobre la noción de Antropoceno,
¿cómo se relaciona dicho concepto con la llamada nueva normalidad? Como se sugirió
al inicio de este trabajo, una primera intuición alude a que la irrupción de la pandemia
causada por el virus SARS-CoV-2, en la medida que suspendió las actividades humanas
y llegó incluso a colapsar diversas infraestructuras económicas, ralentizó la velocidad
propia de la Gran Aceleración. Esta afirmación, aunque perspicaz, resulta ingenua
incluso bajo la consideración estándar del Antropoceno como un proceso más o menos
homogéneo. Siguiendo a Manuel Castells (1999), la era de la información marca un nuevo modo de desarrollo denominado informacionalismo,
el cual, en el fondo, no es sino un reajuste del modo de producción capitalista, basado
en la especulación financiera y en la complejidad creciente sobre los modos de procesar
la información. Cabe añadir además que, la Gran Aceleración también se caracteriza
por el incremento masivo de las tecnologías digitales, las cuales atraviesan diferentes
esferas de la vida, incluyendo la propia actividad laboral, que durante el confinamiento
por la pandemia se intensificó y se llevó a cabo de manera remota y virtual.
En este contexto, puede pensarse que el confinamiento prolongado en varias partes
del mundo, articulado a una dinámica virtual de trabajo, agudizó este proceso de reajuste
del modo de desarrollo informacionalista al modo de producción capitalista. Dicho
reacomodo ha sido palpable a través de la creciente demanda y oferta de nuevos modos
de relación social, lo cual incluye la recreación doméstica, los momentos de ocio,
y, al mismo tiempo, la emergencia del llamado comercio en línea que abarca desde los
productos de supermercado, hasta una infinidad de bienes y servicios. Esta situación,
si bien ha suspendido el tránsito de personas, muchas de las dinámicas como el tráfico
de ideas y objetos que se desprenden de actividades económicas extractivistas se siguen
manteniendo, por lo mismo, en este sentido, resulta cuestionable si la nueva normalidad
trae consigo una ralentización de las actividades que caracterizan la Gran Aceleración,
en particular porque las emisiones de gases de efecto invernadero derivadas de las
actividades industriales, aunque se redujeron durante 2019 y 2020, regresaron a niveles
previos en 2021 y 2022.
Por otro lado, si se toma en serio la visión crítica del Antropoceno desarrollada
en las ciencias sociales expuesta arriba, en particular la consideración de lo social
más allá de lo humano, entonces la cuestión sobre cuál es el impacto de la nueva normalidad
sobre dicho enfoque deviene atinente no a la mera disminución del ritmo o la velocidad
de los modos de desarrollo o de producción (i. e., Gran Aceleración), sino a la creciente
conciencia y visibilización pública de los ensamblajes multispecies en diferentes
lugares. Lo anterior permite generar contranarrativas sobre la llamada nueva normalidad
haciendo frente a la invisibilización, no solo de actores humanos soslayados por la
política gubernamental, sino, además, que permitan trascender el sesgo anecdótico
de la presencia de especies animales amenazadas por las actividades económicas.
Para ilustrar lo anterior, tomaré por caso la situación de Ecuador, la cual, si bien
ha sido uno de los países más lastimados por la pandemia del COVID-19, cabe señalar
que dicho diagnóstico corresponde, mayormente, a la experiencia en grandes urbes como
Quito o Guayaquil, no así a las poblaciones rurales altoandinas. Por ejemplo, en Insiliví,
una locación (i. e., parroquia) dentro de la provincia de Cotopaxi, cuya economía
implicaba el ecoturismo, durante la suspensión de actividades, los campesinos se volcaron
por completo a la producción agrícola, particularmente de tubérculos como papas, oca
y mashua, entre otros. A decir de las personas, el confinamiento de las ciudades no
se reflejó en su localidad, más que por la ausencia de turistas, pero en lo que se
refiere a su ritmo de vida con el entorno y la satisfacción de sus necesidades alimentarias,
aumentó el cuidado de la chakra como espacio de producción alimentario, dando como
resultado la concientización de los afectos presentes en la relación entre plantas
y personas.
Por otro lado, en la provincia de Cayambe, al norte de Ecuador, diversos pueblos se
organizaron para cerrar sus comunidades y lograr una distribución interna de la producción
agrícola extensiva. Sin embargo, cabe destacar que, además de resultar un ejemplo
de soberanía alimentaria, este contexto sirvió para cohesionar a las comunidades,
dando un paso más en la producción agroecológica a través del desarrollo de ferias
itinerantes. En ambos ejemplos, el ensamblaje multiespecie se manifestó a nivel de
las plantas alimenticias y medicinales, las cuales no solo comprenden un recurso económico,
sino que aluden a los vínculos de la población con los territorios (i. e., páramo)
donde se consiguen dichas plantas, especialmente por el fortalecimiento del sistema
inmune que, según diversos colectivos indígenas, les proporcionaron dichas plantas
en su momento para combatir al virus del SARS-CoV-2.
En ese sentido, dichos ensamblajes están puestos en marcha por un cuidado y un vínculo
de intimidad con las especies de plantas y animales, tal afirmación encuentra eco
en la propuesta de John Hartigan (2017), quien correlaciona la diversidad de especies de maíz en México, no por una biodiversidad
ecológica, sino por la diversidad y tipos de cuidado otorgados a cada planta, lo cual
ha devenido en una multiplicidad de fenotipos. De igual modo, la visibilización de
estos vínculos depende de la educación de la atención con el fin de conseguir diversos
grados de inmersión en las relaciones entre humanos y animales, plantas, bacterias,
hongos y otras entidades microcelulares (Van Dooren et al. 2016).
Por otro lado, esta proyección sobre un Antropoceno constituido de ensamblajes multiespecies
permite elucidar que el tipo de ralentización que subyace a la nueva normalidad no
se refleja únicamente sobre el ritmo de las actividades económicas (i. e., la Gran
Aceleración), sino que alude a una instancia de pensamiento y afecto que vincula a
las personas con su entorno. Esta postura, opuesta a la voracidad de la razón, puede
asimilarse en términos de la propuesta cosmopolítica de Isabelle Stengers (2014), cuya noción de suspensión de juicio alude a poner atención sobre dónde suceden los
flujos animados por afinidades electivas (i. e., modelo químico de composición social).
Cabe señalar que esta disquisición teórica no pretende romantizar u opacar las dificultades
sociales que afrontan diversos grupos humanos, quienes han sido devastados por estar
situados al margen de los sistemas de salud y seguridad social provistos por el Estado.
Por el contrario, en este trabajo se ha aludido a que muchas veces tales grupos sociales
han quedado invisibilizados, en parte porque los lineamientos de la nueva normalidad,
en su mayoría de carácter económico, parecen obstaculizar o incluso criminalizar su
actividad económica vital.
Por ende, se arguye que, si se considera la proyección crítica del Antropoceno a la
luz de la noción de cuidado y atención de los ensamblajes multiespecies, y si dicho
cuidado ha permitido ver más allá del sesgo antropocentrista en lo que respecta a
la conservación y restauración de los ecosistemas, entonces es posible hacer uso de
dicho cuidado y atención para visibilizar a grupos humanos desprotegidos y en notoria
desventaja en esta nueva normalidad.
Esta postura implica un mayor compromiso social en un sentido amplio, lo cual aboga
por una mayor conciencia (i. e., ética relacional) en relación con las prácticas extractivistas
que han venido degradando los ambientes en diversas latitudes. Dicha impronta de carácter
ético va más allá de las consideraciones gubernamentales y deviene atinente al carácter
responsable de los seres humanos, no solo aquellos en el sector productivo, sino también
a los consumidores, sus deseos y las formas de obtener la satisfacción de estos.
A partir de lo anterior, es posible afirmar que la nueva normalidad, independientemente
de estar acompañada de la suspensión de la gran industria del turismo, resulta una
instancia de oportunidad para fortalecer la redes de solidaridad y las ayudas gubernamentales;
más aún, en la medida en que la capacidad de diversos actores económicos de pequeña
y mediana escala comprenden indicadores muy variados de resiliencia social y económica,
podemos afirmar que la nueva normalidad logró alcanzar una parcial ralentización del
Antropoceno, en la medida en que despertó el interés público por las múltiples resonancias
relativas a las relaciones entre seres humanos y ambiente, incluyendo los modos de
vida humanos que no lograron articularse a una forma remota de trabajo.