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La nueva normalidad o la ralentización del Antropoceno

 

Resumen

El presente trabajo busca explorar en qué medida la nueva normalidad, antecedida de una biopolítica del confinamiento, supone una ralentización global de los procesos del Antropoceno. Se argumenta que el impacto de la nueva normalidad concierne no a la mera disminución del ritmo de los modos de desarrollo, sino a la creciente conciencia de los ensamblajes multiespecies. Si se considera tal visibilización a la luz de la noción de cuidado y atención, y si dicho cuidado ha permitido ver más allá del sesgo antropocentrista en lo que respecta a la conservación y restauración de los ecosistemas, entonces, es posible hacer uso de dicha atención para visibilizar a grupos humanos desprotegidos y en notoria desventaja en esta nueva normalidad.

Abstract

The present essay seeks to explore to what extent the new normality, linked to a biopolitics of confinement, supposes a global slowdown of the Anthropocene. It is argued that the impact of the new normality is related not to the mere decrease of the modes of development but to the increasing awareness and visibility of multispecies assemblages (including humans). If such awareness is considered in the light of the notion of care and attention for multispecies and their interactions and if such care has allowed us to see beyond the anthropocentric bias with regard to the conservation and restoration of ecosystems, then, it is possible to make use of this care to make visible human groups that are unprotected and in notorious disadvantage in the so called, new normality.


Introducción

Una de las formas en las que se ha replanteado el impacto ambiental de las sociedades humanas en la actualidad ha sido a través del concepto Antropoceno, el cual ha entretejido el alcance de los modos de producción capitalista y extractivista con los problemas transfronterizos de carácter planetario: polución, calentamiento global, cambios en el nivel del mar, así como la acumulación de residuos plásticos asociados con una huella patente en el registro sedimentario de los suelos (Crutzen 2002). Cabe señalar que en el contexto de la geología, dicha huella de carácter antropogénico presupone una transición hacia una nueva era, caracterizada en parte por el alto nivel de control y modificación de los humanos sobre los recursos planetarios, dejando atrás la era del Holoceno (Smith y Zeder 2013).

No obstante, el Antropoceno como una supuesta nueva era geológica sigue siendo controversial en diversos ámbitos de discusión, tanto pública como académica, con la salvedad de que dicha impronta colocó al Antropoceno más allá de sus suposiciones fácticas, generando un marco conceptual que dio como resultado la emergencia de una metanarrativa que ha puesto en cuestión nuestro entendimiento de las relaciones entre naturaleza y humanidad (Ellis 2018).

En esa dirección, algunos autores han señalado el carácter polisémico de la noción de Antropoceno, así como sus implicaciones políticas, las cuales no guardan un compromiso con la discusión de si es o no propiamente una era geológica, sino que a partir de las problemáticas ambientales palpables en diferentes lugares del planeta, la noción de Antropoceno ha devenido un lienzo o telón de fondo que subyace no solo a las discusiones entre especialistas, sino también al interés público por cuestiones ambientalistas, incluyendo la conservación y la preocupación sobre el futuro de la vida (Taddei et al. 2022)

Si bien existe un consenso sobre el supuesto origen del Antropoceno en un contexto de posguerra mundial, particularmente en los países más industrializados, asimilados como grandes centros metropolitanos de producción de conocimiento (i. e., centro-norte global), la expectativa de que dicho fenómeno recorriera una trayectoria lineal en países de la periferia latinoamericana y asiática ya resultaba problemática. No obstante, más allá de las vicisitudes propias de cada realidad, los diagnósticos preventivos sobre los puntos de no retorno o los umbrales que las sociedades debían evitar apelando al principio de precaución, entre otros recursos epistémicos y jurídicos, parecían no bastar para evitar los escenarios más catastróficos del Antropoceno (Steffen et al. 2018).

Más allá de la tensión entre las preocupaciones de un ecologismo conservacionista y los imperativos de una economía extractivista durante las dos primeras décadas del siglo XXI, la emergencia de la contingencia sanitaria causada por SARS-CoV-2 paralizó de diversas maneras las actividades humanas, tal y como venían desarrollándose en la mayor parte del mundo (Loera y Martínez 2021; Segata et al. 2022). El prolongado confinamiento en países representó hasta cierto punto un quiebre o momento liminal concomitante a la crisis, cuyos efectos se resintieron a todos los niveles desde lo psicológico, hasta lo social y, especialmente, lo económico. En esa dirección, muchos negocios quebraron y las economías que ya luchaban por mantenerse a flote antes de la pandemia, durante el auge de esta se resquebrajaron por completo, dejando en el desamparo a muchas personas, especialmente mujeres (NU.CEPAL 2021).

Este aparente desplome económico en varias partes del mundo, junto con la regeneración de varios ecosistemas que han florecido debido a la ausencia masiva de seres humanos en los circuitos turísticos, ha suscitado la cuestión de si realmente el sistema económico capitalista se ha visto socavado, o si, particularmente, los efectos negativos del Antropoceno se han ralentizado; esta cuestión resulta de interés no solo para evaluar los momentos más álgidos del confinamiento, sino también para aproximarse al momento post-pandemia denominado la nueva normalidad.

El presente trabajo busca explorar en qué medida la nueva normalidad, con todas las particularidades que puede presentar a diversas escalas, supone una ralentización global de los procesos que hasta ahora han caracterizado al Antropoceno y, dado el caso, qué tipo de ralentización subyace a dicha impronta y qué se puede esperar de ella. Me interesa explorar si la nueva normalidad puede detonar nuevas formas de relación humano-medio ambiental, esto es, si tiene cabida pensar la nueva normalidad como una consecuencia (política y benéfica) no intencional de la acción humana intencional (económica y perjudicial).

La nueva normalidad como cuestión biopolítica

A medida que se vislumbraba el final del confinamiento causado por la emergencia sanitaria, los gobiernos de diferentes partes del mundo han acuñado la idea de nueva normalidad, en términos del retorno paulatino a las actividades sociales, recreativas y económicas. Esta pauta gubernamental parecía vaticinar que, o bien el regreso a las actividades sería lento, o bien que nunca más se regresaría a la normalidad tal y como se la conocía. En algunos países latinoamericanos como Argentina o México, la nueva normalidad implicó lineamientos técnicos de seguridad sanitaria, esto es, de biopolítica, mientras que otra manera de plantear esta nueva normalidad apuntó a la noción de bioseguridad. La noción de bioseguridad concierne a las medidas que pueden o deben tomar los gobiernos y otras organizaciones con el fin de reducir el impacto negativo de ciertas enfermedades que puedan mermar significativamente el bienestar humano (Hinchliffe et al. 2016).

Ahora bien, en países europeos como Francia, algunos medios de comunicación y especialistas en diversas áreas que van desde el turismo hasta la psicología advierten que el retorno a la nueva normalidad implica la misma clase de adaptación de los individuos extranjeros en un nuevo país, el acoplamiento a un nuevo ritmo de vida, así como la adopción de nuevos hábitos constituyen algunas de las instancias de dicha adaptación. Sin embargo, a nivel social, la nueva normalidad fue diseñada especialmente para las empresas, las cuales mostraron mayor resiliencia en la medida que se adaptaron a la nueva normatividad; no obstante, esta serie de nuevas reglamentaciones no pudieron ser cumplidas por todos los emprendimientos, lo cual, en el fondo, aumentó la brecha entre los grandes consorcios comerciales y las pequeñas empresas.

Son justamente las pequeñas empresas que, en principio, no puedan acoplarse a lo denominado por Manuel Castells (1999) como ‘modo de desarrollo informacional’ (i. e., computacional), las que quedarán fuera de la nueva normalidad, la cual parece estar modelada por el desiderátum de la eficiencia económica, utilizando herramientas virtuales como aplicaciones web y móviles para el comercio en línea. Por otro lado, el foco sobre la nueva normalidad se proyectó con mayor énfasis en las ciudades, donde mínimamente se cuenta con algún tipo de infraestructura de conexión a Internet y donde los ciudadanos tuvieron la posibilidad de atomizarse y encapsularse en el aséptico entorno de su hogar. En consecuencia, la nueva normalidad soslayó las relaciones de los seres humanos con el ambiente en entornos no urbanos (i. e., rurales); a lo sumo, se hicieron recuentos de la presencia de animales en diversos entornos marcados por la ausencia de seres humanos, desde los jabalíes en Israel o pumas en Chile, son varios los casos que aluden a la reconquista de los espacios por parte de la fauna otrora desplazada por la actividad humana (Durand 2020).

Sin embargo, dichos recuentos no pasaron del carácter anecdótico, ni mucho menos se conectaron con las personas que tuvieron que salir de sus hogares y que mantuvieron estrechas relaciones con su entorno, ya sea rural o urbano. De alguna manera, la nueva normalidad basada en una biopolítica del confinamiento impactó con mayor intensidad a las personas que habitaban en las ciudades, cuyo sustento dependía de la circulación de gente y del comercio cara a cara a pequeña escala. Por el contrario, en regiones rurales como los Andes ecuatoriales, se puso en marcha una estrategia de bioseguridad basada en la autarquía que tenía un doble propósito, por un lado, controlar el flujo de personas y evitar contagios y, por otro, ejercer una soberanía alimentaria, evitando así salir a las grandes urbes o a mayores focos de contagio para abastecerse de alimentos.

En la Amazonia brasileña, las comunidades indígenas sufrieron los peores estragos de una política impulsada desde los intereses del capital económico, la cual dejó fuera a dichas comunidades de las acciones en torno a la biopolítica para la contención del virus. Tales acciones solo reforzaron el agravio crónico que han sufrido las poblaciones indígenas por parte del gobierno brasileño, lo cual exacerbó y profundizó las desigualdades y la marginación estructural de dichas poblaciones, especialmente en materia de salud y de bienestar (Segata et al. 2022).

Si bien es cierto que las microhistorias de esta índole develan las vicisitudes de la nueva normalidad en diversas partes del mundo, también es cierto que a nivel global acaece la cuestión de analizar el impacto general del confinamiento y la sucesiva nueva normalidad; una manera de plantear dicho análisis consiste en proyectar la reflexión sobre uno de los conceptos de mayor auge en las ciencias sociales contemporáneas, a saber, el Antropoceno (Gan et al. 2017).

Impactos globales de la pandemia: el Antropoceno como una cuestión más que humana

En términos generales, el Antropoceno refiere a la omnipresencia humana en la totalidad de las dimensiones de la vida, se trata de una impronta ontogénica que retrata la potencia de la agencia humana sobre sí misma y sobre otras especies, marcando, supuestamente, una nueva era geológica que deja atrás al Holoceno. El potencial de las actividades humanas se determinó a partir de que a finales del siglo XIX, Svante Arrhenius demostró que el dióxido de carbono y el vapor del agua en la superficie de la Tierra atrapan energía caliente (i. e., efecto invernadero) que calientan la tierra suficientemente para derretir paulatinamente los casquetes polares y transformarlos a una forma líquida, un elemento vital para la vida en el planeta. Esto constituye la premisa para el progresivo calentamiento global, en parte porque cuando la química atmosférica se altera, por actividad humana, la capacidad de retención de calor cambia y genera riesgos que se han determinado como una amenaza durante el último cuarto del siglo XX (Ellis 2018).

En esa dirección, el diagnóstico generalizado ha sido que las sociedades modernas (i. e., industriales e informacionales) han ejercido un control y una presión de tal magnitud que han degradado el aire, los suelos y el agua, dando como resultado un progresivo cambio climático debido a causas antropogénicas. Cabe resaltar que este tono catastrofista ha predominado en la mayoría de discursos sobre el Antropoceno, como una especie de corolario apocalíptico, el cual, no obstante, ya ha sido matizado por algunas investigadoras (Gan et al. 2017). Esta narrativa apocalíptica se ha visto agudizada en la opinión pública debido a los impactos causados por los cambios en la distribución de diversas especies, incluyendo las consideradas como especies invasoras, así como por la preeminencia de paisajes antropogénicos caracterizados como invasivos e irruptivos de una supuesta naturaleza prístina.

Ahora bien, un subtema concomitante al Antropoceno apunta a la huella palpable de las actividades humanas, debido en parte a la velocidad del modelo económico, caracterizada como una Gran Aceleración (Steffen et al. 2015). Resultado de políticas económicas liberales, crecimiento poblacional, incremento en el consumo de los recursos y abundante energía, la Gran Aceleración ha sido uno de los virajes más profundos en las relaciones humano ambientales del siglo XX. Justamente, la Gran Aceleración explica la transición al Antropoceno a través de una compleja red multicausal, esto es, una narrativa que entreteje los vínculos de los cambios políticos, económicos y sociales con sus diversas consecuencias medioambientales a diversas escalas durante el siglo XX. Se arguye que las transformaciones humanas a lo largo de la historia se mantenían dentro de la variabilidad natural del ambiente a nivel global, no así el ritmo de las transformaciones marcado por la Gran Aceleración (Constanza et al. 2007; Ellis 2018).

En esa dirección, la irrupción y relativo estancamiento de los modos de producción capitalistas, derivados de la contingencia sanitaria del Sars-Cov 2, resultan un insumo importante para cuestionar si en efecto, esta suspensión de las actividades ha implicado la ralentización de los procesos socioeconómicos implicados en la Gran Aceleración. En particular, resulta de especial interés reflexionar sobre las formas en las que esta irrupción se ha articulado a la llamada nueva normalidad. Para lograrlo, conviene revisar críticamente las maneras en las que, desde la antropología y las ciencias sociales, se ha receptado el concepto de Antropoceno y las consecuencias que ello implica. Uno de los primeros cuestionamientos sobre lo que puede denominarse la visión estándar del Antropoceno, caracterizada por un tono catastrofista y localizada espacio-temporalmente en el siglo XX, consiste en la historización de las actividades humanas y su impacto en el ambiente. En esa dirección, Bruce Smith y Melinda Zeder (2013) han puesto de manifiesto la necesidad de retrotraerse en el tiempo para reconocer que la capacidad del último ingeniero de ecosistemas (i. e., ser humano) inició hace mucho tiempo la primera Gran Aceleración.

Dicha historización va más allá de la Revolución industrial en el siglo XVIII, o incluso del contacto europeo con otros continentes en el siglo XVI, eventos relativamente recientes comparados con el tiempo prehistórico. El efecto acumulativo de la cultura (Tomasello et al. 1993) le permitió a los homínidos más tempranos manufacturar diversas clases de herramientas, acompasadas a interacciones sociales cada vez más complejas, dando origen, posteriormente, a uno de los hitos tecnológicos que ha marcado las sociedades preindustriales, a saber, la agricultura (Reichholf 2008).

Cabe señalar que una de las inspiraciones teóricas que alimenta el trabajo de Bruce Smith consiste en la ‘teoría de construcción de nicho’, la cual conforma un pensamiento evolutivo no adaptacionista (i. e., antidarwiniano) al cuestionar la selección natural como el único mecanismo causal responsable de los cambios a nivel comportamental (i. e., cultural) y que coloca las interacciones tróficas y atróficas entre los organismos y el ambiente como causa evolutiva en una escala de tiempo intergeneracional (Oyama et al. 2001; Laland et al. 2008 y 2010; Schultz 2015). Una de las implicaciones de este marco teórico para pensar el Antropoceno consiste en advertir sobre los efectos no necesariamente destructivos de las actividades humanas; dicha valoración apela a un parámetro que no descansa necesariamente en el rango de las supuestas oscilaciones climáticas a lo largo de la historia de la Tierra, sino que reconoce que varias de las características atribuidas a una hipotética naturaleza sin humanos, en realidad se desprende de una actividad humana acumulada a lo largo de muchos años.

Una de las disciplinas que ha abonado al estudio de dichas actividades ha sido la ecología histórica, a partir de estudios antropológicos y arqueológicos contemporáneos sobre la Amazonía, los cuales, desde el último cuarto del siglo XX, problematizaron la idea de una Amazonía prístina, desprovista de la influencia de la historia humana. En esa dirección, destacan estudios que enfatizaron los modos de vida de las poblaciones amazónicas desde tiempos prehistóricos, especialmente los aspectos relativos a la dieta y a la producción cerámica (Neves 2008). Una de las aportaciones de estos estudios recayó en la propuesta de modelos que intentaron subregionalizar la diversidad de la región Amazónica, por ejemplo, a través del modelo cardiaco propuesto por Carneiro y Lathrap, o el modelo de simbiosis entre las zonas inundadas denominadas várzea y las áreas de terra firme (Denevan 2006; Schaan 2013). Posteriormente, las poblaciones de la várzea fueron asociadas con el surgimiento de formaciones sociales complejas (i. e., cacicazgos), junto con una amplia variedad de tecnologías hidráulicas que involucraron el manejo de los ríos, la construcción de estanques para peces o de presas de derivación y almacenamiento.

Muchos de estos estudios se desarrollaron en tres áreas geográficas en la cuenca amazónica: el delta amazónico que incluye la isla de Marajó, la Baja Amazonía del río Tapajos y la Amazonía occidental la cual abarca gran parte del estado de Acre. En términos generales, estos estudios derivaron en novedosas propuestas opuestas al enfoque dominante de la ecología cultural, el cual subrayaba la importancia de la adaptación y el carácter sistémico de la homeostásis ecológica, soslayando, al mismo tiempo, las características del paisaje y la agencia humana para explicar cuestiones de cambio cultural. Como una alternativa se perfiló la llamada ecología histórica con un mayor énfasis en la agencia humana intencional como factor clave para explicar el carácter antropogénico de gran parte del suelo fértil de la Amazonía, denominado terra preta, a partir de la identificación de grandes acumulaciones de minerales como el fósforo, el calcio y el zinc (Schaan 2013; Baleé y Erickson 2006).

Por otro lado, desde un punto de vista más sincrónico, la antropología contemporánea ha planteado la cuestión sobre cuál es el papel del quehacer antropológico frente al Antropoceno como fenómeno global: Algunos autores como Chris Hann (2017) han sugerido que, si bien el ser humano en tanto antropos ha sido el locus de la disciplina, la impronta antropocénica pareciera desdibujar las particularidades y la especificidad cultural, que en última instancia comprende el mayor interés de la disciplina. En esa misma dirección, recientemente, Fujigaki (2020) ha abordado las consonancias en torno a las premisas y las consecuencias desprendidas de la visión estándar del Antropoceno, entre lo cual, el autor, siguiendo a Povinelli, denominó la toxicidad antropogénica y la teoría rarámuri ligada al entendimiento del cambio climático. Cabe señalar que dicho ejercicio de contraste no busca sugerir analogías, sino subrayar diferencias cuyo alcance trasciende el sesgo antropocentrista, haciendo ver que desde hace mucho tiempo los rarámuri ya pensaban sobre las relaciones humano/medioambientales, tomando en consideración no solo la incidencia humana, sino una clase de alteridad multiespecie.

Cabe señalar que Fujigaki argumenta que es justo en los debates sobre Antropoceno lo que ha permitido a las ciencias sociales visibilizar formas de agencia más que humana. En esa misma dirección, John Hartigan (2014) reconoce que, más allá de la aparente tensión entre Antropoceno y los enfoques multiespecies, la visibilización de la vida que corre peligro por las actividades antropogénicas coadyuva a entender que la socialidad se extiende mucho más allá de los seres humanos. Dicha socialidad incluye al individuo en diversas escalas, desde el creciente interés en la vida microscópica bacteriana y viral, hasta las cadenas de valor y los esfuerzos conservacionistas de la naturaleza.

La ralentización del Antropoceno desde una perspectiva multiespecies

Ahora bien, en virtud de este planteamiento crítico sobre la noción de Antropoceno, ¿cómo se relaciona dicho concepto con la llamada nueva normalidad? Como se sugirió al inicio de este trabajo, una primera intuición alude a que la irrupción de la pandemia causada por el virus SARS-CoV-2, en la medida que suspendió las actividades humanas y llegó incluso a colapsar diversas infraestructuras económicas, ralentizó la velocidad propia de la Gran Aceleración. Esta afirmación, aunque perspicaz, resulta ingenua incluso bajo la consideración estándar del Antropoceno como un proceso más o menos homogéneo. Siguiendo a Manuel Castells (1999), la era de la información marca un nuevo modo de desarrollo denominado informacionalismo, el cual, en el fondo, no es sino un reajuste del modo de producción capitalista, basado en la especulación financiera y en la complejidad creciente sobre los modos de procesar la información. Cabe añadir además que, la Gran Aceleración también se caracteriza por el incremento masivo de las tecnologías digitales, las cuales atraviesan diferentes esferas de la vida, incluyendo la propia actividad laboral, que durante el confinamiento por la pandemia se intensificó y se llevó a cabo de manera remota y virtual.

En este contexto, puede pensarse que el confinamiento prolongado en varias partes del mundo, articulado a una dinámica virtual de trabajo, agudizó este proceso de reajuste del modo de desarrollo informacionalista al modo de producción capitalista. Dicho reacomodo ha sido palpable a través de la creciente demanda y oferta de nuevos modos de relación social, lo cual incluye la recreación doméstica, los momentos de ocio, y, al mismo tiempo, la emergencia del llamado comercio en línea que abarca desde los productos de supermercado, hasta una infinidad de bienes y servicios. Esta situación, si bien ha suspendido el tránsito de personas, muchas de las dinámicas como el tráfico de ideas y objetos que se desprenden de actividades económicas extractivistas se siguen manteniendo, por lo mismo, en este sentido, resulta cuestionable si la nueva normalidad trae consigo una ralentización de las actividades que caracterizan la Gran Aceleración, en particular porque las emisiones de gases de efecto invernadero derivadas de las actividades industriales, aunque se redujeron durante 2019 y 2020, regresaron a niveles previos en 2021 y 2022.

Por otro lado, si se toma en serio la visión crítica del Antropoceno desarrollada en las ciencias sociales expuesta arriba, en particular la consideración de lo social más allá de lo humano, entonces la cuestión sobre cuál es el impacto de la nueva normalidad sobre dicho enfoque deviene atinente no a la mera disminución del ritmo o la velocidad de los modos de desarrollo o de producción (i. e., Gran Aceleración), sino a la creciente conciencia y visibilización pública de los ensamblajes multispecies en diferentes lugares. Lo anterior permite generar contranarrativas sobre la llamada nueva normalidad haciendo frente a la invisibilización, no solo de actores humanos soslayados por la política gubernamental, sino, además, que permitan trascender el sesgo anecdótico de la presencia de especies animales amenazadas por las actividades económicas.

Para ilustrar lo anterior, tomaré por caso la situación de Ecuador, la cual, si bien ha sido uno de los países más lastimados por la pandemia del COVID-19, cabe señalar que dicho diagnóstico corresponde, mayormente, a la experiencia en grandes urbes como Quito o Guayaquil, no así a las poblaciones rurales altoandinas. Por ejemplo, en Insiliví, una locación (i. e., parroquia) dentro de la provincia de Cotopaxi, cuya economía implicaba el ecoturismo, durante la suspensión de actividades, los campesinos se volcaron por completo a la producción agrícola, particularmente de tubérculos como papas, oca y mashua, entre otros. A decir de las personas, el confinamiento de las ciudades no se reflejó en su localidad, más que por la ausencia de turistas, pero en lo que se refiere a su ritmo de vida con el entorno y la satisfacción de sus necesidades alimentarias, aumentó el cuidado de la chakra como espacio de producción alimentario, dando como resultado la concientización de los afectos presentes en la relación entre plantas y personas.

Por otro lado, en la provincia de Cayambe, al norte de Ecuador, diversos pueblos se organizaron para cerrar sus comunidades y lograr una distribución interna de la producción agrícola extensiva. Sin embargo, cabe destacar que, además de resultar un ejemplo de soberanía alimentaria, este contexto sirvió para cohesionar a las comunidades, dando un paso más en la producción agroecológica a través del desarrollo de ferias itinerantes. En ambos ejemplos, el ensamblaje multiespecie se manifestó a nivel de las plantas alimenticias y medicinales, las cuales no solo comprenden un recurso económico, sino que aluden a los vínculos de la población con los territorios (i. e., páramo) donde se consiguen dichas plantas, especialmente por el fortalecimiento del sistema inmune que, según diversos colectivos indígenas, les proporcionaron dichas plantas en su momento para combatir al virus del SARS-CoV-2.

En ese sentido, dichos ensamblajes están puestos en marcha por un cuidado y un vínculo de intimidad con las especies de plantas y animales, tal afirmación encuentra eco en la propuesta de John Hartigan (2017), quien correlaciona la diversidad de especies de maíz en México, no por una biodiversidad ecológica, sino por la diversidad y tipos de cuidado otorgados a cada planta, lo cual ha devenido en una multiplicidad de fenotipos. De igual modo, la visibilización de estos vínculos depende de la educación de la atención con el fin de conseguir diversos grados de inmersión en las relaciones entre humanos y animales, plantas, bacterias, hongos y otras entidades microcelulares (Van Dooren et al. 2016).

Por otro lado, esta proyección sobre un Antropoceno constituido de ensamblajes multiespecies permite elucidar que el tipo de ralentización que subyace a la nueva normalidad no se refleja únicamente sobre el ritmo de las actividades económicas (i. e., la Gran Aceleración), sino que alude a una instancia de pensamiento y afecto que vincula a las personas con su entorno. Esta postura, opuesta a la voracidad de la razón, puede asimilarse en términos de la propuesta cosmopolítica de Isabelle Stengers (2014), cuya noción de suspensión de juicio alude a poner atención sobre dónde suceden los flujos animados por afinidades electivas (i. e., modelo químico de composición social).

Cabe señalar que esta disquisición teórica no pretende romantizar u opacar las dificultades sociales que afrontan diversos grupos humanos, quienes han sido devastados por estar situados al margen de los sistemas de salud y seguridad social provistos por el Estado. Por el contrario, en este trabajo se ha aludido a que muchas veces tales grupos sociales han quedado invisibilizados, en parte porque los lineamientos de la nueva normalidad, en su mayoría de carácter económico, parecen obstaculizar o incluso criminalizar su actividad económica vital.

Por ende, se arguye que, si se considera la proyección crítica del Antropoceno a la luz de la noción de cuidado y atención de los ensamblajes multiespecies, y si dicho cuidado ha permitido ver más allá del sesgo antropocentrista en lo que respecta a la conservación y restauración de los ecosistemas, entonces es posible hacer uso de dicho cuidado y atención para visibilizar a grupos humanos desprotegidos y en notoria desventaja en esta nueva normalidad.

Esta postura implica un mayor compromiso social en un sentido amplio, lo cual aboga por una mayor conciencia (i. e., ética relacional) en relación con las prácticas extractivistas que han venido degradando los ambientes en diversas latitudes. Dicha impronta de carácter ético va más allá de las consideraciones gubernamentales y deviene atinente al carácter responsable de los seres humanos, no solo aquellos en el sector productivo, sino también a los consumidores, sus deseos y las formas de obtener la satisfacción de estos.

A partir de lo anterior, es posible afirmar que la nueva normalidad, independientemente de estar acompañada de la suspensión de la gran industria del turismo, resulta una instancia de oportunidad para fortalecer la redes de solidaridad y las ayudas gubernamentales; más aún, en la medida en que la capacidad de diversos actores económicos de pequeña y mediana escala comprenden indicadores muy variados de resiliencia social y económica, podemos afirmar que la nueva normalidad logró alcanzar una parcial ralentización del Antropoceno, en la medida en que despertó el interés público por las múltiples resonancias relativas a las relaciones entre seres humanos y ambiente, incluyendo los modos de vida humanos que no lograron articularse a una forma remota de trabajo.

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