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¿Por qué es necesario eliminar la categoría sexo del ámbito biomédico? Hacia la noción de bioprocesos en la era posgenómica

 

Resumen

La categoría sexo suele remitir a la idea de variables pre-sociales, es decir, desvinculadas del ambiente. Al mismo tiempo, se las interpreta fundamentales para acceder a una mejor comprensión respecto de las prevalencias, el desarrollo y el tratamiento de enfermedades. En este trabajo, argumento que tal caracterización supone una serie de sesgos que derivan de una lectura mecanicista sobre los procesos de diferenciación sexual, por un lado, la enfermedad, por otro y de manera confluente, respecto de la relación sexo-prevalencia. Con dicho fin, mostraré que ni la mayoría de las variables consideradas de relevancia clínica, ni sus variabilidades, son definidas por los atributos que asociamos con la categoría sexo. Por eso propondré que en la era posgenómica resulta necesario desplazar dicha categoría por la noción de bioprocesos. Este desplazamiento sugiere que la plasticidad que nos caracteriza desde la ontogenia deja sin efecto la dicotomía sexo-género, puesto que resulta implausible rastrear atributos biológicos pre-sociales, sobre los que finalmente cobraría inteligibilidad la propia noción de sexo. Posteriormente, recuperaré la idea de clases prácticas para considerar que, combinándola con la noción de bioprocesos, las variables biomédicas deben ser situadas y específicas, ajustadas al estudio de interés. Mostraré que algunas de las implicancias del desplazamiento que propongo suponen diluir valores cisnormativos, que marginalizan las corporalidades trans.

Abstract

The sex category usually refers to the idea of pre-social variables, i. e., detached from the environment. At the same time, they are interpreted as fundamental for a better understanding of disease prevalence, development and treatment. In this paper, I argue that such a characterization implies a series of biases that derive from a mechanistic reading of the processes of sexual differentiation, on the one hand, disease, on the other, and, confluently, of the sex-prevalence relationship. To this end, I will show that neither most of the variables considered of clinical relevance, nor their variabilities, are defined by the attributes we associate with the sex category. I will therefore propose that in the post-genomic era it is necessary to displace this category by the notion of bioprocesses. This displacement suggests that the plasticity that characterizes us from ontogeny leaves the sex-gender dichotomy without effect, since it is implausible to trace pre-social biological attributes, on which the notion of sex itself would finally become intelligible. Subsequently, I will recover the idea of practical classes to consider that, combining it with the notion of bioprocesses, biomedical variables must be situated and specific, adjusted to the study of interest. I will show that some of the implications of the displacement I propose involve diluting cisnormative values, which marginalize trans corporealities.


Introducción

La noción de sexo suele entenderse como una clase natural. Es decir, una categoría que corta la naturaleza por sus articulaciones. Este corte supuestamente describe dos formas biológicas que resultarían de las posibilidades reproductivas. A partir de ahora me referiré a estas dos formas como cis varones y cis mujeres.1

De lo anterior, en el ámbito biomédico se asume que una diferenciación sexual dimórfica implica dos formas específicas de enfermar. Es decir, se legitima una relación causal entre sexo y prevalencia, remitiendo esta a los diagnósticos y enfermedades más frecuentes en cis mujeres que en cis varones, y viceversa. Estos dos presupuestos, que existen dos formas biológicas a partir de las posibilidades reproductivas, y que estas causan-explican las prevalencias, suponen dos problemas en la producción de conocimiento biomédico, inextricablemente unidos, y que son los que buscaré desarrollar.

El primero de ellos es que para interpretar las diferencias observadas entre cis varones y cis mujeres se da escasa atención a nuestras prácticas sociales. O, en caso de considerarlas, su estatus suele ser periférico. En contraste, la categoría sexo suele considerarse necesaria y suficiente. El segundo problema es que dicha categoría en sí misma legitima la existencia de una biología presocial. Identifico ambos problemas como el resultado de interpretar desde una perspectiva mecanicista y determinista la diferenciación sexual, por un lado, y la noción de enfermedad por otro, así como la relación entre sexo y prevalencia, que es donde confluyen ambos fenómenos.

Para mi objetivo, el presente trabajo consta de dos apartados, cada uno constituido por tres secciones. En el primer apartado dedicaré las secciones uno y dos al primer problema: que las diferencias observadas entre cis mujeres y cis varones no contemplan nuestras prácticas sociales, indefectiblemente generizadas. En contraste, abordaré la propuesta de Anelis Kaiser de introducir el concepto sexo/género en el ámbito biomédico. Mostraré sus alcances y limitaciones a través de dos ejemplos ilustrativos: el hipnótico zolpidem y la COVID-19. Concluiré que la noción sexo/género contribuye a evidenciar cómo ciertas prácticas generizadas son, efectivamente, de relevancia clínica.

Sin embargo, argumentaré que su implementación resulta compatible con la idea de sexo como clase natural y, en consecuencia, el género termina por ser considerado solo desde una dimensión sociológica y directamente ligada al diagnóstico. Llamaré a esta consideración materializaciones de género del orden estructural. Plantearé la necesidad de indagar sobre las que denominaré materializaciones de género del orden simbólico.

En la tercera sección me aproximaré al problema dos a través de ciertas autoras que critican la idea de sexo como clase natural. En contraste, sostendrán que no existen propiedades ni necesarias ni suficientes para la pertenencia a un sexo, y remitirán a la noción de co-ocurrencia de propiedades homeostáticas mecánicamente agrupadas (desde ahora HPCK). Consideraré esta recuperación fundamental, por poner en un primer plano la temporalidad que caracteriza las variables asociadas con el sexo, aunque mostraré que en el ámbito biomédico no se la emplea de manera adecuada, siendo compatible con lecturas esencialistas de necesidad y suficiencia respecto de la idea de enfermedad y del vínculo sexoprevalencia.

En la primera sección del segundo apartado, sostendré que es la continuidad de la categoría sexo en el ámbito biomédico en sí misma problemática para interpretar las prevalencias. La describiré como un punto de corte poco preciso e inadecuado para explicar las diferencias entre cis varones y cis mujeres. Tal descripción permitirá indagar en las materializaciones de género del orden simbólico: nos caracterizaré como un constante devenir biológico en el marco de las normativas de género cuyas prácticas pueden afectar incluso aquellas variables consideradas el paradigma de la diferencia sexual. Me centraré especialmente en la hormona testosterona.

En la segunda sección, recuperaré la idea de procesos para contrastarla con la de mecanismos, y desarrollaré la noción de bioprocesos para proponerla como una noción que habilita criterios más adecuados a la era posgenómica. Dicha noción no solo implica la dilución de la categoría sexo. También desestabiliza la idea de enfermedad como modelo ontológico, y resulta compatible con el propuesto modelo fisiológico.

A modo de cierre, en la tercera sección, recobraré el concepto de clases prácticas para reconceptualizar en términos de contingencia y contextualidad las variables y variabilidades que pueden ser de relevancia clínica en un estudio en cuestión, contrastando así con la relación sexo-prevalencia que suele conducirnos a lecturas a-históricas y universales. Con esta reconceptualización, introduciré la idea de interseccionalidad ontológica y mostraré la necesidad de considerar todas las corporalidades, identidades y sexualidades, con sus respectivas especificidades, en la producción de conocimiento biomédico.

El ámbito biomédico y la categoría sexo

¿Cómo interpretamos las diferencias observadas entre cis varones y cis mujeres?

Las investigadoras de la Red NeuroGenderingNetwork han señalado que referirse a diferencias de sexo cuando se observan diferencias entre cis varones y cis mujeres deriva de suponer que determinado sexo -que en la mayoría de los estudios erróneamente suele tomarse como sinónimo de genitalidad externa- es suficiente para causar diversas expresiones biológicas, incluyendo parámetros de relevancia clínica.2 Preciso la distinción entre sexo y genitalidad externa porque no son equivalentes: sexo remite a un sistema que, además de genitales externos, incluye ciertos cromosomas, tipo de gónadas y determinados niveles de algunas hormonas. Sin embargo, estos parámetros no suelen ser evaluados si los estudios no los involucran directamente, aunque, paradójicamente, sean los que fungen como explicación última de las diferencias observadas en cualquier estudio.

En otras palabras, la genitalidad externa opera como una aproximación al sexo: se infiere que los cuerpos con vulva tendrán cierta composición cromosómica-gonadal -xx y ovarios- y concentración de testosterona, mientras que los cuerpos con pene tendrán el otro par cromosómico-gonadal -xy y testículos- y ciertos niveles de testosterona (mayores que las personas con vulva).

Aun tomando la noción de sexo en su complejidad, las autoras de la Red critican la asunción de una relación lineal entre sexo y expresión biológica, y describen que existen factores que pueden co-variar con el sexo, pero que no necesariamente se encuentran determinados por él, aunque estén conectados. Ejemplos paradigmáticos son el peso y la altura. De la misma manera, ciertas prácticas generizadas co-varían con el sexo. Es decir, existen normativas de género que funcionan para prescribir hábitos y conductas sobre la base del sexo o, más superficial todavía, a partir de la genitalidad externa. Justamente por ser prescriptivas, tales normativas no describen causalidades biológicas. Por género, las investigadoras remiten a los atributos psicológicos y sociales asociados con las ideas hombre y mujer.

En suma, los estudios que buscan diferencias entre cis varones y cis mujeres no pueden remitir a ellas como “diferencias de sexo”. En cambio, deben referirse a “diferencias de sexo/género”, o “género/sexo”. Esta propuesta fue inicialmente elaborada en relación con el ámbito neurocientífico por una de las fundadoras de la Red, Anelis Kaiser, aunque luego se hizo extensible a otros ámbitos. Kaiser destaca la alta plasticidad que caracteriza nuestros cerebros y, de acuerdo con ella (2016), la relevancia de introducir este concepto se funda en dos motivos principales. El primero de ellos es porque “...nuestros cerebros están practicando y aprendiendo sexo/género todo el día, día tras día... las normas sociales están materialmente incorporadas en el cerebro” (Kaiser 2016, 129).

El segundo motivo es porque incluso en aquellos correlatos neuroanatómicos asociados con la reproducción, específicamente se refiere al hipotálamo, no es epistemológicamente correcto asumir que difieren por “sexo”, puesto que nunca estamos observando cerebros sin socializar y, por tanto, en el marco de las normativas de género. Kaiser sostiene que, desde que tales correlatos se conceptualizan según la categorización masculino-femenino y estos, a su vez, son usados para segregar dividir y excluir, es necesario buscar terminologías más adecuadas para describir dichas neuroestructuras (Kaiser 2016, 130).

En suma, podríamos suponer que la implicancia principal de introducir el concepto sexo/género es que las diferencias observadas ya no pueden ser interpretadas desde lecturas esencialistas. En cambio, deben ser reconceptualizadas a la luz de las prácticas generizadas. Sin embargo, en la próxima sección mostraré que no es el caso, justamente porque en la investigación biomédica, incluyendo el área de las neurociencias, el sexo continúa asumiéndose como anterior al género. Hecho que, a su vez, impide profundizar en los alcances del género y cómo se relaciona con aquellos parámetros que asociamos con el sexo.

Cuando el género es interpretado como una extensión del sexo

Las últimas décadas dejan ver un incremento exponencial en las investigaciones neurocientíficas orientadas a la búsqueda de diferencias entre los sexos. Es por lo cual que la incorporación del concepto sexo/género se planteó como una necesidad ineludible. Pero su uso, cuando se lo implementa, deja a la luz problemas estructurales y simbólicos de fondo. Muchos de ellos se deben al desconocimiento que lxs investigadorxs muestran en temáticas de género. En un ámbito tan delicado como es el de la producción de conocimiento en materia cerebral, este desconocimiento resulta polémico.

Para el caso que nos ocupa, el principal problema es que la interrelación sexo/género en el ámbito biomédico continúa imbuida en una lógica que no corta con la idea de sexo y género como variables disociables. Ligado a lo anterior, predomina el sexo como causa fundamental de las diferencias biológicas observadas. A este respecto, las investigadoras de la Red sostienen, en relación con una serie de estudios neurocientíficos recientes, que:

[...] la suposición subyacente es que las diferencias entre mujeres y hombres están determinadas por factores biológicos (es decir, “sexo”), ignorando la miríada de influencias psicosociales (es decir, “género”) que pueden afectar el cerebro y no haber sido evaluadas como posibles covariables, o desconsideradas al interpretar los resultados. (RIPPON et al. 2021, 2)

No me centraré acá en los estudios que las investigadoras mencionan, sino en las lecturas que derivan a través de sus críticas. En este sentido, al situar el sexo del lado de lo biológico parece que aquello biológico trata de factores innatos, posteriormente afectados por la materialización de nuestras prácticas sociales generizadas. Es decir, las lecturas que abundan terminan por respaldar la dicotomía naturaleza-cultura, al menos en algún punto de nuestro desarrollo.

En suma, si bien la idea de sexo/género busca reflejar a través del lenguaje la inseparabilidad entre sexo y género, el uso mismo de la noción de sexo en dicha idea parece sugerir que existen datos biológicos subyacentes a la cultura, al parecer rastreables en términos de genes, e incluso de niveles hormonales. Es decir, las nociones de sexo y género son consideradas variables potencialmente disociables.

La forma en la que termina por interpretarse la idea de sexo/género en el área de las neurociencias se hace extensible al ámbito biomédico en general. Revisaré brevemente dos casos de especial relevancia clínica: zolpidem y COVID-19.

La reconocida historiadora de la ciencia, Sarah Richardson, junto con otras autoras (2015), criticaron las nuevas políticas de los institutos de salud estadounidenses, canadienses y de la Unión Europea, respecto a la exigencia de que todo ensayo preclínico (en animales, tejidos, células) desagregue los datos por sexo. Estas políticas se propusieron con el fin de avanzar en la comprensión científica de las diferencias de sexo en la salud humana, como las conocidas tasas más altas de eventos adversos por medicamentos (EAM) en cis mujeres respecto de su contraparte masculina.

El desacuerdo de las autoras es porque los ensayos preclínicos no pueden modelar las diferencias entre cis varones y cis mujeres, debido a que una mejor comprensión requiere que los estudios se centren en evaluar cómo pueden interactuar el sexo y el género en la población humana: “Las diferencias de sexo en las tasas de EAM pueden ser el resultado de factores biológicos, factores sociales relacionados con el género o una combinación de variables relacionadas con el sexo y el género” (Richardson et al. 2015, 13419).

Por sexo, las autoras refieren de manera explícita a cromosomas, órganos reproductivos y niveles hormonales. Como factores generizados que juegan roles bien documentados en las diferencias de salud entre los sexos describen la propensión de las cis mujeres a tomar múltiples fármacos de manera simultánea, y la mayor probabilidad a que consulten con profesionales de salud en comparación con los cis varones.

En este punto, mencionan el famoso caso del hipnótico zolpidem: debido al alto número de reportes de EAM de cis mujeres en comparación con los cis varones, el ente regulador de fármacos y alimentos estadounidense (FAD) emitió, en el 2013, un aviso sin precedentes para reducir la dosis en cis mujeres. Ante esto, las investigaciones comenzaron a enfocarse en la búsqueda de diferencias biológicas asociadas con el sexo que dieran cuenta de este reporte diferencial.

Sin embargo, estudios posteriores encontraron que es el peso corporal la variable principal que explica las diferencias farmacocinéticas, es decir, la velocidad con la que se metaboliza y elimina un fármaco, observadas en el caso del zolpidem. Si bien el peso co-varía con el sexo, no está definido por él, y por eso es común encontrar cis varones más bajos que cis mujeres. Las autoras describen que:

Sí, un peso corporal más bajo, una mayor tendencia a usar productos farmacéuticos y una mayor probabilidad de informar eventos adversos son factores importantes para explicar las tasas más altas de EAM entre las mujeres, las políticas que exigen el estudio de variables relacionadas con el sexo en células, tejidos y modelos animales son un enfoque empobrecido de este problema. (Richardson et al. 2015, 13420)

Las autoras concluyen que otros factores genéticos y relativos a las hormonas endógenas interactúan con factores de género ambientales, tales como la terapia de remplazo hormonal o la estratificación por género del trabajo remunerado, para crear diferencias de sexo en la salud.

Pasemos ahora al otro caso paradigmático: COVID-19 y la mayor tasa de mortalidad observada en los cis varones. Puesto que esta observación se dio en varios lugares, la hipótesis fundamental para explicarla fue el sexo. Sin embargo, un trabajo que analizó los casos en Georgia y Michigan, los únicos dos estados de Estados Unidos en desagregar los datos por raza, edad y sexo, mostró que las cis mujeres negras mueren más que los cis varones blancos y asiáticos.

Las autoras del trabajo instan a explorar cómo la raza interacciona con el sexo. Especifican que por raza no remiten a diferencias genéticas, sino a un marcador de la opresión histórica vivida por ciertas comunidades bajo la categoría racial (Rushovich et al. 2021, 1699). Asimismo, remiten a las prácticas relativas al género para describir que las normas de masculinidad impactan negativamente en la salud de los cis varones durante periodos de contingencia. Por ejemplo, ellos serían menos propensos a mantener el distanciamiento social y al uso de mascarillas (Ibid.).

Estos dos ejemplos dejan en evidencia el aporte fundamental hecho por los trabajos citados: el género y las prácticas sociales deben considerarse desde una perspectiva clínica para evaluar cómo pueden incidir en los criterios diagnósticos, síntomas, prevalencias, y formas de enfermar.

Pero estos casos también dejan ver dos limitaciones. Una de ellas es que las prácticas generizadas consideradas refieren solo a desigualdades socioeconómicas y diferencias conductuales directamente vinculadas con la farmacocinética y la prevalencia en cuestión: la estratificación por género, la polifarmacia y el reporte más frecuente de efectos adversos en cis mujeres, los efectos de los procesos de racialización, y las normas menos respetadas por los cis varones en el marco de la contingencia sanitaria. Podemos traducir todos estos factores como prácticas que implican materializaciones de género (y de raza) del orden estructural.

Ahora bien, ¿qué hay de aquellas prácticas y conductas generizadas que podrían implicar modificaciones biológicas relevantes para el ámbito clínico, pero que ocurren de manera menos transparente? ¿Cómo puede transformarnos molecularmente estar y ser en sociedades androcéntricas? ¿De qué manera la alimentación, el consumo de componentes bioactivos, ciertas prácticas relativas al cuidado, disposiciones emocionales como el miedo y la agresión, todos rasgos generizados, pueden expresarse biológicamente? En definitiva, ¿cómo en un sistema de valores androcéntricos la identidad de género, la expresión de género, la orientación sexual y los roles de género se encarnan en nuestras funciones vitales?

No pretendo acá responder todos estos interrogantes: más bien busco darles existencia. Una existencia crucial para la producción de conocimiento biomédico. En suma, si existen diferencias promedio para ciertos parámetros fisiológicos entre cis mujeres y cis varones, más allá del peso corporal,3 ¿por qué resultarían del sexo? Por ejemplo, la tasa de metabolización de xenobióticos es afectada por la actividad física. Asimismo, para el funcionamiento del sistema inmune el tipo de alimentación es una variable fundamental. Tanto la actividad física como la alimentación son prácticas generizadas.

La globalización de las prácticas generizadas en las culturas occidentales y occidentalizadas puede suponer expresiones biológicas comunes entre cis mujeres de distintas poblaciones, sin que ello signifique que tales expresiones biológicas son presociales. De lo anterior, la pregunta que emana es ¿qué hay de las materializaciones que pueden resultar de las dimensiones simbólicas del orden de género?4

La segunda limitación, inherente a la primera, es que las variables asociadas con la categoría sexo quedan “del lado de lo biológico”, y al mismo tiempo lo biológico como aquello que existe de forma pre-social, susceptible de ser rastreado, aun cuando se sostiene que nuestra biología está generizada. Para poder profundizar en estas dos limitaciones, primero debemos cuestionar el estatus de clase natural que suele acompañar el concepto sexo.

¿De qué hablamos cuando hablamos de sexo?

El concepto sexo sugiere la existencia de una materialidad libre de cultura,5 y esta idea sirve como punto de partida para justificar una clasificación universal de los cuerpos según sus posibilidades reproductivas. Asimismo, incluso cuando se considera la variabilidad que hay entre personas de un mismo sexo, el vínculo entre sexo y prevalencia no suele ser problematizado. Esto da cuenta, como han dejado en evidencia las nuevas políticas de los institutos de salud, que en el ámbito biomédico la categoría sexo suele ser interpretada como una clase natural.

Para los fines de este trabajo, consideraré de manera concisa los dos principios relativos a las clases naturales. Estos son propiedades internas que se poseen por cada miembro de tipo que: (1) son necesarias y suficientes para la membresía, y, (2) contribuyen a otras características típicas de su clase.

Respecto a qué propiedades se refiere (1) en cuanto al sexo, John Dupré des cribe la producción de gametos. Para este filósofo, el sexo no se trata de una clase natural debido a que, si bien el tamaño de los gametos puede proporcionar un estándar suficientemente estricto para la pertenencia al sexo (por lo tanto, satisface la condición 1), no explica adecuadamente otras características típicas del sexo (como lo requiere 2) (Franklin-Hall 2017, 179).

Vemos que el principio dos es el que suele ser el centro de las disputas filosóficas, científicas y feministas, para justificar, o no, si el sexo es una clase natural. Las “otras características típicas” que intentan inferirse a partir del potencial para producir ciertos gametos van desde cromosomas y concentraciones de hormonas, pasando por parámetros fisiológicos y prevalencias, hasta cerebros, cognición y conducta.

Por lo anterior, las críticas a las lecturas esencialistas suelen poner el foco en la cognición y la conducta, sin profundizar en la discusión respecto de si la producción de gametos es un rasgo necesario y suficiente para inferir otros parámetros fisiológicos y ciertos fenotipos clínicos. En contraste, vimos que desde la noción de sexo/género se cuestiona que las variables asociadas con el sexo sean siempre el punto de sospecha primario: dicha noción sugiere que la posibilidad de sintetizar óvulos o espermas no se vincula linealmente con variables de relevancia clínica. Por supuesto, siempre que el foco de estudio no sea el sistema reproductivo en sí.

Lo que no suele cuestionarse son las variables supuestamente necesarias y suficientes para sintetizar gametos, e interpretadas como el punto neurálgico de la categoría sexo. Es en esta dirección que la filósofa Siobhan Guerrero (2022) señala, al igual que las autoras que revisamos en la sección anterior, que la categoría sexo no remite a una propiedad única, sino que representa un conjunto de atributos. Además, Guerrero recupera la idea de Alice Stone, quien describe el sexo adoptando el criterio de clase natural propuesto por Richard Boyd.

Según Boyd, apelar a los criterios de necesidad y suficiencia para referirnos a los organismos biológicos, en general no resulta apropiado. La razón es justamente el carácter dinámico de lo que se suponen propiedades esenciales. Boyd sugiere hablar entonces de propiedades homeostáticamente agrupadas (HPCK): la pertenencia a una especie o clase se basa en la co-ocurrencia de características morfológicas, fisiológicas y de comportamiento relacionadas homeostáticamente y que son mantenidas por mecanismos causales (Guerrero 2022; Vargas 2018).

Por lo anterior, Guerrero nos invita a pensar el sexo como un conjunto de propiedades homestáticamente agrupadas. Así, el sexo no se presenta de manera binaria, “sino en términos de gradientes que exhiben una distribución bimodal pero en los que también es posible identificar morfologías que simplemente no se acomodan dentro de ambas modas” (Guerrero 2022, 39).

En efecto, los marcadores que asociamos clásicamente con el sexo no son binarios porque cada variable implica variaciones significativas en sí mismas, y esto es válido tanto para una persona en particular en diferentes momentos, pensemos en los ciclos vitales, como cuando se hacen comparaciones entre individuos (Karkazis et al. 2012, 6).

Respecto a cómo entender los mecanismos homeostáticos en términos de HPCK, Guerrero alerta a no interpretar la idea misma de mecanismo como “el conjunto de procesos ontogenéticos que producen un cuerpo sexuado”, puesto que supone situar los cuerpos que no remiten a un dimorfismo estricto en el lugar de falla o, en caso de los cuerpos trans, se los leerá como “simulacros de un cuerpo sexuado al que meramente imitan” (Guerrero 2022, 40). Por lo anterior, la autora retoma al propio Boyd para recordar que existen múltiples mecanismos homeostáticos, psicológicos/biológicos/sociológicos/genealógicos, pudiendo encontrarse, o no, en forma combinada (Guerrero 2022, 43).

Lo rico de esta propuesta es que las variables asociadas con el sexo dejan de ser aquello que remite a propiedades esenciales y atemporales, para volverse contingentes, contextuales y no necesariamente de coherencia interna. Es decir, que a partir de un par cromosómico no pueden inferirse las gónadas de una persona. Como tampoco a partir de estas predecir cuáles serán las concentraciones de testosterona.

Sin embargo, la implementación de la noción de las HPCK en el ámbito biomédico plantea una serie de problemas, de los cuales describiré tres que considero principales. Primero, suele ser empleado para reconocer situaciones donde las clasificaciones pueden ser indeterminadas como excepciones a la regla (Zachar 2015, 289). Es decir, se considera la multiplicidad de niveles implicados (genes, receptores celulares, sistemas neuronales, estados psicológicos, entradas ambientales y variables socioculturales) pero sobre la base de que los tipos de HPCK biológicos apoyan inferencias inductivas porque las propiedades están agrupadas no por convención, sino por un mecanismo homeostático (Varga 2018, 51).

De acuerdo con esta perspectiva, la noción de sexo desde la idea de HPCK supone dos trayectorias ontogénicas, de coherencia interna, según las posibilidades reproductivas. Es decir, termina por suceder lo que Guerrero explicitó que debe evitarse: la idea de mecanismo homeostático se interpreta desde lecturas mecanicistas que habilitan interpretar variabilidades en tanto excepciones y fallas, y el dimorfismo sexual emerge como la regla.

Un segundo punto se encuentra ligado al anterior, y es que lo biológico se interpreta como un nivel diferente y distinguible del sociocultural, algo que vimos también sucede con la noción de sexo/género. Por eso la inferencia inductiva desde este marco epistémico no problematiza el vínculo sexo-prevalencia según presupuestos de necesidad y suficiencia. En otras palabras, se termina por priorizar lo biológico al mismo tiempo que lo biológico se entiende fundamental mente como pre-social, hecho que legitima la dicotomía naturaleza-cultura.

Finalmente, al no aportar clasificaciones asertivas para reinterpretar las clases en ámbitos de relevancia clínica, los fenotipos clínicos en general, y las prevalencias u otros parámetros fisiológicos que hoy son consideradas sexo-específicas en particular, terminan por recaer en una suerte de relajamiento de la idea tradicional de clase natural

En resumen, la conceptualización de la noción de sexo que Guerrero describe pone en un primer plano el factor temporalidad. Sin embargo, sostengo que en el ámbito biomédico la implementación de la categoría sexo de una u otra manera conduce a validar una interpretación mecanicista de los procesos de diferenciación sexual desde la que se legitima la existencia de una biología presocial, desvinculada del ambiente. Desde la misma perspectiva mecanicista, la idea de enfermedad cobra un estatus ontológico que no pone a los cuerpos en contexto. En confluencia, la relación sexo-prevalencia hoy funge como el paradigma desde el cual nuestras complejas expresiones biológicas son reducidas a interpretaciones mecanicistas y, por tanto, esencialistas.

Segunda parte

EL sexo como clase normativa en el ámbito biomédico: devenir cis varón-cis mujer

Literalmente, la palabra sexo refiere a cortar: un punto de corte centrado en las posibilidades reproductivas. Vimos que en el ámbito biomédico este punto no corta la naturaleza por sus articulaciones -clase natural-, y esto por un motivo fundamental: a partir de tales posibilidades no necesariamente podemos inferir las diferencias observadas entre cis varones y cis mujeres respecto de fenotipos clínicos. Así, el sexo y sus variables asociadas como criterios de agrupación resultan, cuando no insuficientes (acá me refiero a la salud reproductiva, donde incluso las variables asociadas con la reproducción no serían las únicas a considerar), inadecuadas.

El zolpidem y la COVID-19 son solo dos de los múltiples casos que muestran cómo inferencias a priori basadas en la idea de sexo pueden conducir a interpretaciones sesgadas. En este sentido, el ámbito cardíaco resulta especialmente problemático (Ciccia 2019).

La noción de sexo parece operar más como una clase normativa que natural. Es decir, un punto de corte arbitrario, injustificado para explicar fenotipos clínicos (Pérez y Ciccia 2019). Un corte que resulta problemático porque desde él se infiere un conjunto de parámetros no definidos por los atributos vinculados con la reproducción. La noción de sexo como categoría normativa implica una serie de sesgos para la producción de conocimiento biomédico que podemos sintetizar en tres fundamentales.

El primero de ellos es que las variables que se asocian con la reproducción se asumen de acuerdo con dos tipos y de coherencia interna en un mismo cuerpo (Joel 2011). Es decir, a una composición cromosómica le corresponde un tipo de gónada, a esta una determinada concentración de hormonas, cierta expresión genital, y así hasta los cerebros.

El segundo sesgo es que dichas variables son conceptualizadas como innatas y constantes o, en el mejor de los casos, afectadas superficialmente por prácticas sociales a posteriori. Y el tercer sesgo es que se espera que estas variables, así conceptualizadas, den cuenta de las diferencias observadas entre cis varones y cis mujeres en distintos parámetros fisiológicos, prevalencia, desarrollo y tratamiento de enfermedades.

Aunado a lo anterior, el género pocas veces es complejizado en su multidimensionalidad, cuando implica una diversidad de prácticas que pueden afectar, e incluso producir, variables y variabilidades de relevancia clínica. Estas prácticas, retomando las preguntas planteadas en el primer apartado, conllevan las más evidentes, como prácticas implicadas en el consumo de alimentos, ciertas ocupaciones y hábitos, pero también las menos sospechosas, como las formas de vivirnos y de habilitarnos estar/ser de acuerdo con nuestras identidades y deseos en un mundo, entre otras cosas, cisheteronormado.

Respecto de las variables y sus variabilidades vinculadas con las prácticas generizadas, nuestro modelo sexo-centrado nos impide en gran medida identificar cuáles, cuánto y cómo constituyen nuestra expresión biológica. Sin embargo, sabemos de algunas variables involucradas en dichas prácticas, aunque continúan siendo interpretadas como el paradigma de la diferencia entre los sexos. El caso emblemático es la testosterona.

Las concentraciones de testosterona varían mucho entre cis mujeres, por un lado, y entre cis varones, por otro. Asimismo, existen solapamientos entre cis varones y cis mujeres, y esto sin considerar las personas cis intersex. Son múltiples los factores que afectan las concentraciones de testosterona, tanto en una misma persona como entre personas. En este sentido, se sostiene que la hora, la estación del año, y la sensibilidad de los receptores androgénicos pueden incidir (Karkazis 2012).

Asimismo, las prácticas sociales, como aquellas vinculadas con la competencia, pueden afectar los niveles de testosterona, en este caso aumentándolos, y las tareas de cuidado disminuyéndolos (Hyde et al. 2018). Es decir, la concentración de testosterona no está determinada genéticamente, ni mucho menos solo por los “cromosomas sexuales”. Además, no solo las gónadas sintetizan esta hormona: las glándulas adrenales y la conversión en el tejido periférico también contribuyen a sus niveles.

En suma, ni siquiera sabemos los rangos de variabilidad asociados con diferentes prácticas, incluyendo cómo tales prácticas podrían afectar la sensibilidad de los receptores, porque continuamos con una lectura mecanicista, geno-céntrica, y genital-céntrica de los cuerpos. En definitiva, lo que llamamos diferenciación sexual no es un hecho mecánico y cerrado, sino el constante devenir de biologías variables, y variables biológicas, siempre flexibles, modificantes y modificables, en términos epigenéticos y plásticos.

Comenzar a considerar el carácter contingente de las variables asociadas con la noción de sexo y la variabilidad de estas a lo largo de nuestra vida, posibilita desarrollar nuevas preguntas que pueden dar cuenta de cuáles son los alcances de nuestras prácticas generizadas en los parámetros evaluados. Si volvemos al caso del zolpidem, vemos que resultó un criterio de clasificación relevante el peso promedio, algo que sin duda es extensible a todo fármaco. En este sentido, cabe preguntar si consideramos que la diferenciación sexual explica la distribución binaria de peso que se observa entre cis varones y cis mujeres.

Si seguimos la crítica a la búsqueda de la unicausalidad, deberíamos tener firmes sospechas para suponer que solo una o un par de variables son suficientes para explicar esta distribución binaria. Si la plasticidad que nos caracteriza está encorsetada en prácticas dicotómicas, ¿cómo asegurar que, si existen distribuciones binarias de variables y variabilidades, las mismas no resultan de un devenir flexible limitado en el marco de las normativas de género? Las diferencias promedio en muchos de los parámetros vinculados con el sexo, ¿hasta qué punto lo son, las exacerbamos o incluso las producimos mediante nuestras prácticas encarnadas?

De la categoría sexo a la noción de bioprocesos

La categoría sexo en el ámbito biomédico refleja la subordinación de nuestra complejidad biológica al sistema reproductivo. Esto sugiere que el acceso a tal complejidad implica reinterpretarnos como una coordinación de los diferentes sistemas que nos constituyen. Una reinterpretación que nos convoca a desplazar la perspectiva mecanicista según la cual existen diferenciaciones fuera de tiempo y contexto que resultan en variables, cuando no necesarias, suficientes para explicar la aparición de fenotipos clínicos. Nos convoca, después de todo, a desplazar la propia categoría sexo.

Reconceptualizar la relación entre sexo y prevalencia requiere, entonces, problematizar la idea de mecanismo en sí. Con este fin, recupero la propuesta de John Dupré (2017) acerca de que los organismos vivos somos mejor caracterizados como procesos. Su razón es que la noción de proceso implica la idea de cambio, evita lecturas estáticas y visibiliza que las personas estamos hechas de partes temporales.

Para Dupré, hablar de procesos remite a una ontogenia donde el desarrollo es continuo y cualquier tipo de corte que se haga sobre esa continuidad resulta arbitrario. Dependiendo del momento específico en el que nos detengamos, dirá, tendremos un proceso que continúa, se bifurca o se transforma en un proceso de otro tipo (Dupré 2017, 6-7). La contingencia nos es intrínseca, y esto vale para toda suerte de variables que asociamos a los cuerpos.

Si pensamos en la posibilidad reproductiva, por ejemplo, no remite a propiedades atemporales y estáticas. En cambio, podemos interpretarla como aquella posibilidad para un cuerpo, y a la vez que circula entre cuerpos, que se hace presente solo en periodos específicos de la vida: cuando los rasgos que habilitan esta posibilidad aparecen, en los casos que sucede, están destinados a desaparecer.

Contrastando con la idea de mecanismo, considero que la idea de proceso vuelve inadecuada la noción misma de propiedad, puesto que tal noción omite la contingencia de lo que en realidad son rasgos. Rasgos que incluso cambian en términos cualitativos, en el sentido de que hoy pueden estar y mañana no. Referir a procesos nos conduce a una reinterpretación centrada en la temporalidad para identificar qué rasgos están en un momento determinado y resultan de interés para un estudio específico.

Podemos también identificar que la noción de proceso contrasta con la idea de mecanismo en otro aspecto fundamental: si el mecanismo supone una interpretación aislada de un hecho biológico, actualmente fundada en una perspectiva genocéntrica, la idea de proceso sitúa tales hechos, los pone en contexto. Desde lo nuclear, pasando por el contexto celular, tejidos, organismo, ambiente (léase lugar gestacional, clima, alimentación), hasta llegar a nuestra experiencia social posnatal, nuestro devenir es en constante interacción simultánea.

Lo anterior supone que la idea de proceso continuo desde la ontogenia no solo lo es en relación con el tiempo: también alcanza el espacio y desestabiliza la dicotomía naturaleza-cultura. En otras palabras: ¿cuándo y dónde encontramos biología libre de cultura? Tiempo y espacio confluyen para darnos contingencia y contexto.

Por lo anterior, se vuelve relevante visibilizar que el espacio gestacional alberga expectativas, entre otros factores, generizadas. Expectativas que se nutren de prácticas: cómo se predispone la persona gestante, en términos de sus posibilidades alimenticias desde una perspectiva social, cultural, y de género (acá refiero a cuánto se habilita que pese el proceso de gestación, e incluso qué tipo de nutrientes se sugiere al saberse su genitalidad), son suficientes para despegar de lo innato cualquier momento biológico: lo biológico, en su sentido más ontológico, nunca es presocial.

Asimismo, las expectativas implican materializaciones del orden simbólico aún inexploradas, por ejemplo, la disposición mental-fisiológica del cuerpo gestante de acuerdo con sus deseos encarnados en subjetividades también generizadas.

En definitiva, somos sin origen ni final (mientras que estemos viviendo). Somos fundamentalmente indeterminades, y no solo por nuestros ciclos vitales, o tratamientos y prácticas que, gracias a las tecnologías, hoy nos permiten intervenirnos, modificarnos biológicamente de manera directa. También somos indeterminades por el sencillo hecho de estar/ser en movimiento. Lo estamos mediante aprendizajes, memorias, hábitos y conductas, específicas, en tiempos y espacios concretos.

Nuestro cuerpo es un constante devenir biológico que resulta de la interacción entre nuestro organismo -que defino como conjunto de órganos y funciones vitales-, con otros organismos -como los microrganismos-, el intercambio de gases (respirar, fumar) y materia (alimentarnos, tomar fármacos, etc.), la relación con otros cuerpos (que a su vez también devienen en el mismo sentido) y una multiplicidad de prácticas cognitivas y conductuales que, en nuestras culturas occidentales y occidentalizadas, están indefectiblemente generizadas. Interacciones todas ellas simultáneas, que nos hacen en nuestra complejidad.

Que estas interacciones sean variables a lo largo de la vida no quita que den estabilidad a las trayectorias de desarrollo. Lo que nos muestra es que no son unívocas, ni mecánicamente determinadas. En este sentido de cuerpo y su constante devenir biológico, y considerando las características implicadas en la noción de proceso, propongo conceptualizarnos clínicamente como bioprocesos.

Un concepto que visibiliza que nos caracterizamos por una materialización indefinida, y a la vez definida por su temporalidad y espacialidad: somos en contexto. Un concepto que da cuenta de que nuestras prácticas nos modifican constantemente, incluso a niveles moleculares. Que somos interacciones complejas en las que no caben condiciones ni de necesidad ni de suficiencia en la interpretación de fenotipos clínicos no vinculados específicamente con el sistema reproductivo. Un concepto que implementado en el ámbito biomédico habilita desarrollar nuevos interrogantes, categorías dinámicas y locales, al tiempo que nos aleja de perspectivas evolucionistas clásicas, estáticas y reduccionistas.

Ahora bien, es necesario reconceptualizar la idea de enfermedad de una manera compatible con la noción de bioprocesos, y alejarnos así de las actuales descripciones mecanicistas que predominan en este aspecto. Para eso, ¿qué mejor que traer a colación nuestra interacción con los trillones de microbios que residen en nuestro cuerpo?

Solemos caracterizar tales microbios como vitales para nuestra digestión, desarrollo y sistema inmune, mientras que a otros los tipificamos como neutrales, y algunos dañinos. Sin embargo, al describirlos como “vitales”/“dañinos”/“neutrales” asumimos que existen propiedades que, a priori, tienen y definen a esos microrganismos, desde virus hasta hongos, pasando por bacterias.

Es decir, no situamos dichos microrganismos ni complejizamos las múltiples maneras en las que pueden relacionarse también con su contexto, que nos implica en tanto organismo/cuerpo. Análogo a lo que sucede con la noción de sexo, interpretamos en perspectiva mecanicista bajo la idea de propiedad un proceso de infección. Incurrimos en modelos explicativos ontológicos desde los que afirmamos que un microrganismo es o no es patógeno

En contraste con este modelo, Méthot y Alizon (2014) han propuesto un modelo fisiológico que considero resulta compatible con el concepto de bioprocesos, puesto que también pone en primer plano el carácter temporal de la infección: se trata de restaurar el equilibrio recuperando la estabilidad del cuerpo, y que no necesariamente supone sacar el intruso alojado en él (Méthot y Alizon 2014, 775).

Para Méthot y Alizon, partir de este modelo implica cambiar viejos presupuestos y posibilita una mejor comprensión de la virulencia:6 en vez de buscar los atributos específicos de un microrganismo para causar la enfermedad, habría que preguntarse bajo qué circunstancias (ecológicas) tal microrganismo adquiere dicha capacidad (Méthot y Alizon 2014, 755) Esto porque “los límites entre comensalismo, parasitismo y mutualismo son fluidos, y estas interacciones pueden verse mejor como un continuo en lugar de como categorías fijas en la naturaleza” (Méthot y Alizon 2014, 755). Más aún, las asociaciones simbióticas pueden pasar fácilmente de una a otra después de pequeños cambios ecológicos.

Por contexto ecológico, les autores refieren a todos los factores que intervienen en un proceso infeccioso y exceden el genotipo del microrganismo: incluyen el genotipo de las personas, su estado fisiológico y entorno. Así, la virulencia no es una propiedad específica del parásito, sino el resultado de la interacción entre el parásito y la persona que lo hospeda. Por ello existen portadores sanos, y también estructuras compartidas entre “patógenos” y “comensales” (Méthot y Alizon 2014, 776). La pandemia por COVID-19, considerando la multiplicidad de personas que han portado el virus de manera asintomática, se vuelve un ejemplo paradigmático en este sentido.

En definitiva, los estudios sobre ecología microbiana en la era posgenómica, nos muestran que la diferencia entre agente patógeno/agente no patógeno no se define por un código genético, y su distinción resulta cada vez más borrosa. Ya no se sabe qué hace a un microrganismo posible patógeno. Miembros genéticamente idénticos de una especie pueden resultar patógenos en un ambiente, pero no en otros. También, ciertos microrganismos pueden ser patógenos y comensales en diferentes momentos y/o espacios del organismo donde se encuentren. Algunos pueden proteger ante otros invasores y, al mismo tiempo, causar enfermedad.

En suma, conocer el genoma de un microrganismo no es ni necesario ni suficiente para saber si será o no patógeno. O, mejor dicho, si desencadenará o no factores de virulencia. Esto porque la virulencia potencial asociada con un cierto microrganismo resulta de bioprocesos específicos que implican la interacción microrganismo-hospedador. Asimismo, la trayectoria de esta interacción se encuentra entretejida con otras, que incluyen la historia del cuerpo en el que ocurre dicha interacción.

Considero que lo revisado en relación con la noción de microrganismo e infección es extensible al concepto de enfermedad en general. Sumado a la idea de bioprocesos, nos ofrece una perspectiva para abordar la relación entre cuerpo y prevalencia desde lecturas dinámicas, sin pretensiones universalistas y abstractas, sino locales y concretas. En este sentido, la era posgenómica también da cuenta de que las personas no somos un código genético. Asimismo, la regulación de dicho código es fundamental para interpretar nuestras expresiones biológicas: regulaciones fluctuantes a lo largo de toda nuestra vida, constitutivas de nuestras prácticas sociales, y que hoy son descritas mediante la idea de epigénesis. Este hecho suma complejidad para desestabilizar interpretaciones mecanicistas lineales.

Bioprocesos y clases prácticas para elaborar criterios de agrupación

Desde la idea de sexo se asume la existencia de una biología pre-social, y una relación esencialista con la enfermedad mediante el vínculo sexo-prevalencia. Esto a consecuencia de lecturas innatistas, mecanicistas y estáticas que se alinean con los criterios de propiedad, necesidad y suficiencia, tanto para interpretar lo que llamamos diferenciación sexual, como el desarrollo de enfermedades.

Al navegar por las diferentes críticas que se han hecho a estas lecturas, propuse desplazar la categoría sexo y las nociones de mecanismo y propiedad. La razón es porque son conceptos viciados cuya actual vigencia remite a clases normativas, y suponen una serie de sesgos que representan un obstáculo en la producción de conocimiento biomédico. En contraste, introduje el concepto de bioprocesos y sugerí dejar de referirnos a propiedades para remitir a rasgos. Considero que estas nociones capturan la variabilidad, plasticidad y temporalidad que caracteriza nuestras expresiones biológicas.

Asimismo, mostré que el modelo fisiológico de las infecciones conduce a una reinterpretación del desarrollo de enfermedades compatible con la idea de bioprocesos, y sugerí hacerlo extensible a otras enfermedades, no solo las que suponen procesos de infección. Tal compatibilidad se debe a que habilita contextualizar la relación entre cuerpo y prevalencia, desplazando así la idea de propiedades intrínsecas por una interpretación desde la complejidad, que considera interacción y singularidad.

Destaqué que desde la ontogenia somos un constante devenir: nos vamos haciendo de interacciones dinámicas entre una multiplicidad de factores. Sin duda, fundamentales son aquellos que resultan de nuestras culturas androcéntricas. Por ejemplo, aquellos que implican formas de exclusión, patologización, estigmatización y violencia desde una lectura jerarquizada de los cuerpos sobre la base de valores cisheteronormados, racistas y adultocéntricos, entre otros. Esto da cuenta de la necesidad de un abordaje interseccional no solo en un sentido epistémico y metodológico. En cambio, desde una visión ontológica de lo que somos.

La interseccionalidad ontológica que propongo no debe considerarse únicamente respecto de las desigualdades económicas y sociales y/o la incorporación de componentes bioactivos, que suponen efectos directos. Llamé a estas materializaciones del orden estructural. En cambio, también debe remitirnos a prácticas y hábitos, formas de estar en el mundo, de sentir, que nos modifican biológicamente y pueden tener efectos indirectos en las formas de enfermar. A esto me referí al introducir la noción de materializaciones del orden simbólico.

El concepto mismo de interseccionalidad indica que las variables a considerar no suponen una sumatoria que, de manera lineal, producen un rasgo o síntoma. Por eso, el desafío es buscar la manera de indagar cómo tales variables pueden conjugarse e interactuar de manera sinérgica para desencadenar un cierto fenotipo clínico. Como sea que vayamos desarrollando estas herramientas, la idea misma de sexo y la actual lectura de la enfermedad resultan inadecuadas para ello, puesto que se fundan en inferencias mecanicistas -androcéntricas- de nuestras expresiones biológicas. En otras palabras, ni la categoría sexo ni la noción sexo/ género capturan lo procesual y dinámico de nuestras expresiones biológicas

Por lo anterior, reconceptualizarnos como bioprocesos supone elaborar nuevos criterios de agrupación. En este sentido recupero la idea de clase práctica, considerando que “nos orienta hacia la variedad de decisiones que tomamos para clasificar un mundo indeterminado” (Zachar 2015, 289). Si bien este concepto se propone para las clases en el ámbito psiquiátrico,7 sostengo que es apropiado para estudiar las prevalencias y el desarrollo de enfermedades en la arena biomédica. Como propongo utilizarla, la noción de clase práctica nos guía a definir qué variables serán las relevantes en un estudio en cuestión. En otras palabras, supone caracterizar dichas variables desde la temporalidad y contextualidad. Asimismo, resulta compatible con el pluralismo de clases implicado en la idea de proceso (Dupré 2017).

En suma, los criterios de agrupación desde la idea de clase práctica deben elaborarse de manera específica para un estudio determinado: ¿qué cuerpos se considera que deben participar en él y cómo? Podemos pensar en esto con un ejemplo que resulta muy ilustrativo: el cáncer de mama. En este caso, y al retomar la interseccionalidad antes descrita, es necesaria la inclusión de trans mujeres en tratamiento hormonal. Esto porque en trans mujeres que toman hormonas aumenta la incidencia (Guerrero 2022, 42).

También es necesaria la inclusión de mujeres racializadas, cis y trans. En efecto, se observó que cis mujeres racializadas antes y después de las leyes Jim Crow estadounidenses8 también muestran diferencias (mayor incidencia cuando el racismo era legal) vinculadas con cambios en la expresión de receptores estrogénicos (Krieger 2017).

Asimismo, es necesario considerar las especificidades de las trans mujeres racializadas en tratamiento hormonal. También deberían analizarse los riesgos particulares para los trans varones que tomen hormonas y que no se hayan hecho mastectomías. Y, por supuesto, evaluar las intersecciones correspondientes en personas no binarias. En otras palabras, es necesario estudiar de manera situada aquellos factores que pueden tener un papel en los bioprocesos que habilitan el desarrollo de estas células tumorales.

Ahora bien, casos como la toma de hormonas y las leyes Jim Crow dan cuenta de las materializaciones en un orden estructural. Es decir, prácticas y contextos que operan como variables directas respecto del estudio en cuestión. A continuación, quiero describir las implicancias supuestas si contemplamos también el orden simbólico. Por ejemplo, aunque no exista ley racial continúa habiendo un sistema de valores androcéntrico que respalda una lectura jerárquica de los cuerpos sobre la base de los procesos de racialización. Asimismo, las sociedades cisnormadas y transodiantes suponen violencias, concretas y simbólicas, y vulnerabilidades específicas para las personas trans y no binarias, estén o no en tratamiento hormonal. También las personas intersex, cis o trans, sufren violencias específicas, puesto que son literalmente mutiladas e invisibilizadas sobre la base de una normativa genital dimórfica. Finalmente, la heteronorma conduce, por supuesto, a obstáculos para las personas de la diversidad sexual, sean cis o trans, sean intersex o endosex.

¿Cuál es el impacto que esto puede tener en la salud en general, y en relación con el cáncer de mama en particular? ¿Cómo el estrés, el miedo y la ansiedad de vivirnos en un mundo que nos expone y castiga por quienes somos, por nuestra forma de estar en el mundo, puede expresarse biológicamente? ¿Qué bioprocesos devienen ante los discursos transodiantes, lesbodiantes, homofóbicos y racistas?

De la misma manera, la noción de bioprocesos muestra la necesidad de indagar la incidencia de cáncer de mama en cis varones heterosexuales y de la diversidad sexual. Lo que quiero mostrar es que eliminar la noción de sexo del ámbito biomédico y reconceptualizarnos en tanto bioprocesos supone dejar de asumir que los cuerpos tenemos diferencias cualitativas sobre la base de la síntesis de gametos. Este hecho puede dar luz, por ejemplo, a que quizás la incidencia en cáncer de mama en cis varones está subrepresentada porque no se controlan, pudiendo, por ejemplo, derivar en problemas de salud asociados, como otros tipos de cáncer.

Siguiendo con el ejemplo anterior, la noción de bioprocesos supone, en primer lugar, dejar de tomar como eje de referencia del cáncer de mama a la cis mujer heterosexual. Esto es, no debemos caracterizar la prevalencia desde un modelo ontológico, sino fisiológico según el cual todas las personas con tejido mamario podemos desarrollar cáncer de mama. Por supuesto, es necesario indagar una multiplicidad de variables que no pueden dejar de considerar las prácticas de género para entender por qué es mayor la incidencia en cis mujeres heterosexuales: ¿es necesario y suficiente el desarrollo mamario dado por diferencias hormonales durante el desarrollo?, ¿cómo pueden impactar los roles de género y las violencias asociadas, tal como vimos que la incidencia fue mayor en cis mujeres racializadas durante las leyes Jim Crow? En segundo lugar, supone corrernos de la pretensión de universalidad para indagar los contextos y las diferentes incidencias, incluso entre distintas cis mujeres heterosexuales, entre racializadas y entre no racializadas también, que hagan o no terapias de remplazo hormonal. Lo mismo para todas las identidades antes descritas: es necesario historizar y convertir el tiempo y el espacio en variables de posible relevancia clínica.

Conclusiones

Desplazar la noción de sexo y reconceptualizarnos desde la idea de bioprocesos conduce a dos importantes cambios. El primero es desagregar variables: no subsumir en la idea de sexo aquellos atributos vinculados con la reproducción que, como vimos, terminan por “inferirse” a partir de la genitalidad externa. El segundo es promover la elaboración de nuevos criterios que consideren de qué manera las normativas androcéntricas pueden expresarse biológicamente.

Por otro lado, desplazar el modelo ontológico de enfermedad implica abandonar la idea moderna de enfermedad en tanto entidad abstracta, y habilita comenzar a hablar de personas que enfermamos. Esto es, dejar atrás el concepto de enfermedad en tanto mecanismo abstracto y universal, para dar cuenta de que somos personas que enfermamos, con historias encarnadas y cuyas experien cias, identidades, sexualidades, etnicidades, geografías en común, pueden ser de relevancia clínica en el actual paradigma androcéntrico: paradigma que implica normas que nos afectan y desde las cuales afectamos.

Subrayo que no niego que factores asociados con los complementos xx y xy puedan incidir en cierto fenotipo clínico. Pero sostengo que nunca es un rasgo suficiente, y solo en algunos casos necesario, para dar cuenta de dicho fenotipo. Por eso, considero inadecuado considerarlo tanto el punto de partida como el punto de llegada, puesto que supone una lectura mecanicista del cómo sucede tal incidencia. Debemos considerar que la regulación de genes está mediada socialmente. Más aún, los genes pueden mutar por una multiplicidad de factores, de los cuales es probable que conozcamos muy pocos. Y estas mutaciones al azar podrían vincularse con la diversidad de formas de enfermar. Además, un mismo diagnóstico no implicará idéntica expresión biológica entre dos cuerpos.

Preguntas que trasciendan la lógica reproductiva deberían ser: ¿habrá prácticas generizadas que supongan mayor tasa de mutación y esta, a su vez, aumente, por ejemplo, la chance a expresar ciertos tipos de cáncer?, ¿en qué contextos?, ¿qué materializaciones estructurales debemos considerar?, ¿cuáles serían posibles materializaciones del orden simbólico y cómo se relacionan con las condiciones estructurales?, ¿qué prácticas y hábitos habilitan -e inhabilitan- las normativas en torno a la masculinidad?, ¿y a la feminidad?

La noción de bioprocesos y el modelo fisiológico de enfermedad nos posibilita desarrollar variables en tanto clases prácticas: variables dinámicas, contingentes, locales, históricas. Estas remiten a un pluralismo de clasificaciones que justamente remite a un pluralismo de cuerpos. Según cuál sea la expresión biológica que quiera estudiarse, deberemos pensar en variables de posible relevancia clínica para tal expresión y, en consecuencia, qué cuerpos será necesario incluir y de qué manera.

La feminista Donna Haraway afirmó que el conocimiento debe ser situado y parcial (Haraway 1995). Con las propuestas que hago en este trabajo, me he permitido llevar sus ideas de situacionalidad y parcialidad a la ontología de los cuerpos en el ámbito biomédico: contextualizar los cuerpos implica contextualizar las preguntas.

Somos complejos bioprocesos con múltiples trayectorias posibles: situar los cromosomas en diálogo con otros, con el producto de estos (receptores celulares, complejos enzimáticos, etc.), con un ambiente, y nuestras prácticas que interactúan simultáneamente, es lo que explica dicha multiplicidad. Si las enfermedades son susceptibles de manifestarse en todos los cuerpos, se deben incluir desde una interseccionalidad ontológica todos los cuerpos, independientemente de las incidencias, y considerando las normativas androcéntricas como factores que pueden resultar en variables de relevancia clínica y, en efecto, con posibili dad de incidir en las prevalencias observadas.

Desplazar la categoría sexo por la de bioprocesos nos convoca a una lectura de los cuerpos que trasciende los actuales marcos binarios de referencia que no se fundan en realidades biológicas. En cambio, se legitiman en un sistema de valores fundamentalmente cisnormativo, que jerarquiza los cuerpos sobre argumentos genital-céntricos y esencialistas, volviendo no solo patológicas las corporalidades trans. Asimismo, y paradójicamente, a la vez que las traduce en enfermas las deja al margen de la producción de conocimiento biomédico orientado a mejorar la calidad de vida de todes. Una producción que, como enfaticé, también resulta sesgada para entender las enfermedades y prevalencias en las corporalidades cis.

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Van Anders, S. et al. 2015. Effects of gendered behavior on testosterone in women and men. PNAS, 112(45): 13805-13810. https://doi.org/10.1073/pnas.1509591112.

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P. Zachar 2015Psychiatric disorders: natural kinds made by the world or practical kinds made by us?World Psychiatry14328829010.1002/wps.20240

Notes

[1] Por cis me refiero a las personas que se continúan identificando con el género asignado al nacer. Preciso que, a lo largo de todo el texto, refiero a las personas cis que se ajustan a la normativa genital dimórfica. Es decir, que no son intersex. Esta consideración será relevante cuando remita a variables y variabilidades: no describiré las variabilidades fisiológicas de las personas que han sido diagnosticadas como intersex e intervenidas involuntariamente por ello. En este sentido, tampoco estaré refiriendo a las intervenciones quirúrgicas y tratamientos hormonales que podemos vivir tanto las personas cis como las personas trans, salvo cuando lo haga de manera explícita en momentos particulares del artículo. En cambio, cuando hable de variables y variabilidades, en general me estaré refiriendo a lo que nos ocurre a todas las personas de manera regular, y a través de prácticas no dirigidas concretamente a ello. Utilizar el prefijo cis durante todo el artículo tiene el fin de poner en orden de paridad ontológica a las personas trans.

[2] Recupero el concepto expresión biológica de la epidemióloga Nancy Krieger, y extenderé su uso no solo para considerar cómo las desigualdades sociales y económicas por motivos de género se materializan al exponernos a enfermedades de manera diferencial (Krieger 2001), sino también para mostrar que las prácticas y conductas generizadas implican modificaciones biológicas en general, que pueden explicar las diferencias observadas entre los cuerpos de cis varones y cis mujeres y, por supuesto, también tener relevancia clínica, aunque no necesariamente de manera directa (Ciccia 2021).

[3] Volveré al peso corporal en el segundo apartado.

[4] Subrayo también el factor racial, al que volveré en la última sección. Asimismo, enfatizo que no pretendo crear una dicotomía entre lo estructural y lo simbólico. Solo desagrego estos factores con fines analíticos, pero no existen de manera disociada en nuestra materialización del género.

[5] En este sentido, no me refiero únicamente a la forma de clasificarnos, una categorización genital-céntrica propia de la cultura androcéntrica, sino también desde una perspectiva ontológica, considerando los atributos biológicos en sí, como abordaré en el segundo apartado.

[6] Definida desde la ecología evolutiva como un rasgo cuantitativo que mide la disminución de la aptitud de una persona debido a una infección.

[7] No voy a abordar aquí las especificidades del ámbito psiquiátrico, pero destaco que, como la investigadora Diana Pérez, caracterizo los criterios diagnósticos como clases normativas (Pérez y Ciccia 2019).

[8] Las leyes Jim Crow fueron promulgadas entre los años 1876 y 1965, y promovían la segregación racial en todas las instalaciones públicas bajo el lema “separados pero iguales”.