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Mujeres trans* en San Cristóbal de Las Casas, Chiapas. Entre la hegemonía del sistema sexogénero, el discurso biomédico y la resignificación política

 

Resumen

En este artículo elaboro una reflexión alrededor del sistema sexo-género y su relación con el discurso biomédico respecto a las mujeres trans*1 en San Cristóbal de Las Casas, Chiapas. Ciudad de la frontera sur, en donde persiste una interacción sociocultural derivada de la norma binaria de género, la cual reproduce contextos de desigualdad con afectaciones a este grupo poblacional. Para comprender algunas consecuencias de la dinámica referida, presento como caso de estudio la historia de vida de Flor, mujer trans*, tseltal, migrante local en la región Los Altos.

Abstract

In this article I elaborate a reflection around the sex-gender system and its relationship with the biomedical discourse in relation to trans* women in San Cristobal de Las Casas, Chiapas. A southern border city, in which a sociocultural interaction persists, derived from the binary gender norm that reproduces contexts of inequality affecting this group. In order to understand some of the consequences of these dynamics, I present as a case study the life story of Flor, a trans* woman, Tseltal, local migrant in the Los Altos region.


Introducción

La reflexión que da origen al presente artículo se estructura alrededor del sistema sexo-género y su relación con el discurso biomédico respecto a las mujeres trans* en San Cristóbal de Las Casas, Chiapas. Espacio urbano de la región Los Altos en la frontera sur de México, donde la lógica normativa del género vinculada en una de sus vertientes con la biomedicina se hace presente en la cotidianidad de la interacción social a través de esquemas mentales internalizados que definen la correspondencia biológica-cultural hembra/mujer como un hecho inmutable.

En San Cristóbal de Las Casas, es frecuente escuchar comentarios que señalan a las mujeres trans* como “enfermos mentales”, o “depredadores sexuales”, los estigmas referidos se asocian con el discurso biomédico de lo que se comprende como sano, en comparación con aquello que es patológico, es decir, lo que se significa como un síntoma de enfermedad y que, por tanto, debe ser erradicado. La normalización de estos posicionamientos desdibuja al género como un dispositivo cultural que implica pautas de comportamiento y reproducción, pero cuyos límites también son desplazables a través del tiempo. Al perderse de vista las posibilidades de desplazamiento del género, con una multiplicidad de formas en términos simbólicos, la exigencia normativa de la correspondencia biológica cultural se convierte en un ejercicio de poder que nos atraviesa a todas las personas, con consecuencias que van más allá del propio género. A continuación, me explico.

Vivirme 40 años como mujer cisgénero, mestiza, me lleva a ignorar el significado de lo que soy y actúo en términos de performatividad de género, pero también de etnicidad y de clase.2 Cada mañana me levanto de la cama para beber un vaso de agua tibia. Acostumbro mirarme frente al espejo mientras me quito la pijama para ponerme ropa deportiva y salir a ejercitarme. El dorso, los senos, el vientre, las piernas, los brazos, los pies, los dedos de las manos, mi rostro… No cuestiono mi identidad de mujer, mi pertenencia étnica, ni la clase urbana media inestable en términos económicos a la cual pertenezco. Las inquietudes del otro lado del espejo quizá provienen de lugares más comunes.

Flor,3 principal colaboradora de este artículo, tampoco se levanta la mayoría de los días pensando en que es una mujer trans* tseltal, migrante local, de 26 años, que ha vivido la mayor parte de su vida en condiciones de pobreza extrema. Sin embargo, es necesario reconocer que, en su historia, la normatividad binaria del sistema sexo-género y el discurso biomédico del cuerpo equivocado, se mezclan con elementos de opresión como la etnicidad y la clase, lo cual le conduce a experimentar violencia estructural con la precarización de su existencia (Galtung 2003; Butler 2009). En tal sentido, el análisis que propongo en el presente artículo busca aportar a la reflexión antropológica, para comprender el entramado de dinámicas de poder que desde el orden de género atraviesan lo trans* a partir de mandatos culturales establecidos.

Las condicionantes de etnicidad y de clase a las que Flor se enfrenta día con día, se cruzan con su identidad de género al ser una mujer trans* y no poder acceder a derechos básicos para cualquier persona reconocida como sujeto por las instituciones y el Estado; por ejemplo, la propia identidad genérica, la educación, y la salud. Estas limitantes se traducen en afectaciones para su desarrollo individual, con consecuencias, además de en lo simbólico, en las dimensiones de lo físico y lo afectivo.

Para comprender lo descrito, retomo en este artículo la noción de sistema sexo-género, y con el fin de visibilizar de qué manera el resultado histórico de la actividad humana (que apreciamos como norma en cuanto al género) se convierte en un ejercicio de poder a partir del “conjunto de disposiciones (materiales e inmateriales) por el que una sociedad transforma la sexualidad biológica (de las personas) en productos (culturales, que en interacción)… satisfacen esas necesidades humanas transformadas” (Rubin 2018, 55).

Sumada a la elaboración de Rubin, utilizo la propuesta de Teresa de Lauretis respecto a la noción de tecnología de género, para mostrar cómo, más allá de la diferencia sexual, el simbolismo de género constituye a los sujetos a través de representaciones lingüísticas y culturales, que exceden lo biológico, colocándose en la experiencia de relaciones étnicas y de clase (De Lauretis 2000, 35).

Parto de pensar el género “como el producto y el proceso de un conjunto de tecnologías sociales, de aparatos tecnosociales o bio-médicos” (De Lauretis 2000, 35), con una lógica sujeta a distinciones de época, espacio, actores y cruces. Que, a su vez, determinan las experiencias que constituyen a las personas en su totalidad, lo cual implica observar en forma paralela las estrategias o acciones que estas realizan desde las posibilidades de su agencia, corporal, subjetiva y social, para intentar remontar las situaciones de desventaja a las que se encuentran expuestas.

En correspondencia con lo señalado, decidí organizar el presente artículo en tres apartados. En primer lugar, presento la historia de vida de Flor, mujer trans*, tseltal, migrante del ámbito rural al espacio urbano en la región Los Altos de Chiapas. En segundo, me refiero al discurso biomédico alrededor de la transexualidad, en relación con el sistema sexo-género, y sus repercusiones en la vida de Flor. En el tercero, reviso el tipo de respuestas que Flor ha efectuado frente al orden establecido, para ello propongo el concepto de cuerpo trinchera, y retomo la noción de corposubjetivación (Pons 2016).

Cabe mencionar que la metodología considerada en la construcción de la historia de vida que se presenta está sustentada en el análisis cualitativo que caracteriza a la antropología. Con una aproximación al paradigma fenomenológico que construye datos a partir de lo aportado por las y los actores implicados en las dinámicas observables, la intención del ejercicio es establecer un cruce entre las realidades objetivas que afectan a las personas y el análisis de las estructuras sociales existentes en cada contexto cultural (Ferrarotti 2007).

La propuesta metodológica citada hace eco con los estudios trans, que sin dejar de reconocer los esfuerzos organizados desde la academia para analizar distintas problemáticas socioculturales asociadas con lo trans*, ponderan la importancia de valorar la experiencia en primera persona, a fin de romper con la clasificación rígida de identidades, el riesgo de la instrumentalización, o bien, la injusticia epistémica (Cabral 2009; Fricker 2010; Pons 2018; Radi 2019). En dicho sentido, mi labor fue ordenar los relatos de Flor, bajo el hilo conductor de la teoría, con el propósito de hacer visibles, desde su propia voz, algunas interacciones en el marco del sistema sexo-género en relación con el discurso biomédico.

Una mujer verdadera

Flor es una mujer trans* tseltal de 26 años, migrante interna del contexto rural de la Región Los Altos al espacio urbano de San Cristóbal de Las Casas, Chiapas. Fue una de las primeras mujeres con las cuales me vinculé al indagar sobre el tema trans* a nivel local, a partir del año 2017. En ese tiempo, Flor trabajaba como cocinera en un lugar al que yo asistía algunas veces por semana para comer. Nos comenzamos a tratar en dicho espacio. Después de algunos meses de interacción, ella decidió acceder a conversar conmigo sobre su experiencia de vida.

A Flor le gusta la música de Ana Bárbara, Alejandra Guzmán, Jenny Rivera y Juan Gabriel. Disfruta ver telenovelas, le gusta coser ropa y desea aprender a manejar autos, motos y bicicletas. Es una mujer tímida, pero con una sonrisa amable. En sus días libres sale a caminar al centro de San Cristóbal de Las Casas, otras veces prefiere quedarse en el cuarto que alquila como vivienda para realizar actividades del hogar y labores que no tiene tiempo de llevar a cabo durante los días en que asiste a trabajar.

La infancia de Flor transcurrió al lado de sus padres y hermanos menores en una comunidad rural de la región Los Altos, en Chiapas. Las tareas que ella desempeñaba en esa época, respecto de su rol familiar, estaban organizadas alrededor de la siembra de café y de frijol, en las parcelas pertenecientes a su papá; así como también en trabajos de cuidado doméstico como, por ejemplo, barrer, lavar trastes y ropa.

A diferencia de otros habitantes de la zona rural de Los Altos, Flor fue registrada por sus padres y asistió a la escuela para cursar la primaria y la secundaria. Sin embargo, abandonó la educación formal sin terminar el último nivel de estudios, debido a la muerte de su madre y la necesidad de contribuir con los gastos familiares.

La madre de Flor murió a los 37 años por complicaciones en el parto y la falta de atención e infraestructura médica y de caminos en la región. Hasta el 2018, Chiapas, uno de los estados más pobres de la república mexicana, se colocaba en el primer lugar a nivel nacional por muerte materna y comorbilidades asociadas con la reproducción. A pesar de haberse modificado esta cifra respecto a la media nacional en los últimos cinco años, la situación descrita todavía afecta a los grupos más vulnerables de mujeres en Los Altos, sobre todo en localidades rurales, donde la maternidad en condiciones seguras es una meta que no se ha logrado alcanzar por los servicios de salud pública.

Es importante integrar la noción interpretativa de la violencia estructural a la muerte de la madre de Flor con el tema que me ocupa en este artículo, porque la narrativa biomédica que simboliza el cuerpo de las mujeres trans* como enfermedad no cobró sentido en la vida de Flor hasta antes de este hecho, a pesar de vivir en una población con un orden más restringido respecto a la división del trabajo entre hombres y mujeres, la autoridad masculina y el machismo como forma cultural predominante (Olivera, Bermúdez, Arellano 2014). Puede señalarse que al interior de su hogar, Flor vivió un continuum respecto a su identidad de género (Guerrero 2018). Sus padres y hermanos no mostraron inconformidad o enojo cuando a los doce años les expresó su gusto por vestir el traje típico de las mujeres de su paraje, incluso su mamá la enseñó a elaborar la ropa.

Nos miran pues que yo utilizaba de todas las pulseras, las cosas que yo utilizaba, colores (…) Me enseñó a cocinar, me enseñó a hacer las ropas [hace referencia a su mamá] (…) hay veces que yo uso mis ropas (…) Pero de ahí me empezaron a decir “si quieres ser así como mujer, solo que no te metas con tus primos” me dijo mi papá y mi mamá (Flor, relato de 2018).

Más allá de la normatividad de género, la prohibición de los padres de Flor en ese momento se orientó al ejercicio de su sexualidad. Esto fue una constante también fuera del hogar, donde vivió algunas agresiones como resultado de la heteronormatividad y del binarismo de género establecidos en su entorno.

Unos se burlan de mí, me dijeron tantas cosas, dicen que soy puto, que soy gay, me decía toda la gente, son malos, porque son las gentes malas (…) casi no salgo pues, cuando llego de trabajar con mi papá, llego a comer, entonces me siento, me pongo a ver tele o me pongo a mirar la película (Flor, relato de 2018).

Aunque en el relato de Flor no es posible identificar cómo se dio la permeabilidad de discursos de la heteronorma y lo que parece ser parte del discurso de la anormalidad biomédica en relación con el género, ello puede comprenderse a partir de la constante interacción entre esferas culturales, que implican una validación de la biomedicina desde la época de los años 40 del siglo XX en la región Los Altos, así como de la influencia de distintas instituciones religiosas que ponderaron en su labor pastoral la complementariedad hombre/mujer, a través de mandatos que señalan las conductas propias de cada género para el bien común, entre las que se encuentran la católica y las evangélicas. Dicho de otro modo, “pensar cómo pasa la narrativa biomédica a otros espacios sociales” en la historia de vida que presento implica comprender la cultura en su totalidad como una manifestación de movilidad y cambio, donde intervienen componentes y vínculos que llevan a distintos grupos a modificar conductas en forma gradual, al mismo tiempo que mantienen rasgos fundamentales (Díaz 2006).

A pesar de las restricciones señaladas en su entorno, Flor refiere los años de su niñez y adolescencia como tranquilos. El conocimiento de la normatividad de género y su significado en relación con el cuerpo equivocado no formaron parte de su vida hasta después de la muerte de su madre y la necesidad de trasladarse a San Cristóbal de Las Casas para trabajar; fue en este momento cuando comenzó a incorporar intercambios sociales de mayor agresividad que finalmente la situaron en lo patológico.

Cuando llegué la primera vez, yo no conocía a nadie, vine así sola (…) Vine así, busqué mi trabajo, entonces encontré mi trabajo, de ahí busqué mi cuarto (…) traía un poco de dinero para pagar mi cuarto, para poder dormir. En una casa pasé a preguntar (…) Yo pasé a buscar, no tenían anuncio, entonces toqué la puerta y pregunté y dijo que sí la señora, que sí querían, y de allí me empecé [el primer trabajo de Flor fue como empleada del hogar] (…) Ahí me daban mil quinientos pesos al mes (…) salía a la calle, pero unas personas me burlan, pues (…) unas personas hacen eso, me burlan porque me visto de mujer, pero no soy mujer verdadera me dicen (Flor, relato de 2018).

Ante el señalamiento y la burla por “no ser una mujer verdadera”, Flor comenzó a lidiar con la idea del dimorfismo sexual y la correspondencia genérica. El resultado de tal interacción es que formó una autorrepresentación de sí misma relacionada con la anormalidad. Como una respuesta inmediata, Flor efectuó para sí, tecnologías de género vinculadas con un modelo idealizado de lo femenino. Decidió maquillarse, cambiar su traje tradicional por ropa común, usar zapatillas y peinar su cabello de manera distinta. La implementación de dichas tecnologías se dio con la guía de videos en redes sociales como Facebook y YouTube. Después de estos intentos, la burla de las personas se intensificó, debido a la interjección de prejuicios de género, etnicidad y clase. Bajo dicha lógica, su validación en el entorno social fue todavía más cuestionada, al ser una persona proveniente de un pueblo originario, sin recursos económicos, que intentó pasar por mestiza y vestirse de mujer. Ante el escarnio, Flor decidió utilizar de nuevo su traje tradicional, de acuerdo con lo relatado, dedujo que “usar su ropa” era una mejor forma de pasar desapercibida.

Empecé yo sola a pensar cómo voy a hacer, cómo me voy a pintar, cómo voy a hacer, a vestir la ropa de mujer como la tuya, me aprendí así nomás viendo [se refiere al celular], empecé a usar las zapatillas, empecé a usar eso, cuando ya salgo me pongo las zapatillas, así empecé a usar todas las cosas, luego uso más mi traje porque las personas malas me molestan menos (…) (Flor, relato de 2018).

La aseveración hecha por Flor respecto a que “las personas malas la molestan menos” puede leerse en dos sentidos, el primero tiene que ver con la hechura de la propia ropa tradicional, al ser una blusa y una falda holgadas, la vestimenta disimula la corporalidad de las mujeres (distribución de grasa, por ejemplo), otorgándole con ello mayor validez en la interacción cotidiana. Otra lectura podría asociarse con la discriminación racial que viven las personas de pueblos originarios en San Cristóbal de Las Casas, para quienes la población mestiza refiere frases como “todos son iguales”, de manera que el estigma atribuido en términos simbólicos al cuerpo de una mujer trans* en el orden de género se desdibuja al entrecruzarse con el de la etnicidad, para dar paso a la invisibilización. Sin duda, este tema es una cuestión que debe explorarse más a fondo, pero que excede los límites del presente artículo.

Por otro lado, es necesario apuntar que, además de vulnerar la autorrepresentación de Flor, las afectaciones resultadas de la interacción analizada también impactaron sus relaciones afectivas. Tiempo después de llegar a San Cristóbal de Las Casas, conoció a un hombre con quien mantuvo una relación amorosa. Sin embargo, la unión finalizó debido a que la familia de su pareja no estaba de acuerdo. Cabe señalar que en su relato, Flor refirió que la persona con la que salía le trataba “como mujer de verdad”, lo cual permite identificar la internalización del discurso biomédico, así como algunos mandatos de género vinculados con prácticas micromachistas en la relación (Arriaga 2020).

Él me empezó a pasar saludos, me empezó a decir si yo quería juntarme con él, entonces sí, acepté. Viví como dos años con él, me trataba como que yo fuera mujer de verdad, salía a pasear con él, salía a comprar con él, pero de ahí se fue, porque no le gustó a su familia que yo sea así (…) se fue en su pueblo porque su familia se lo llevó, porque se enteraron de que yo no soy una mujer de verdad (…) que no íbamos a tener hijos, se enteraron en su familia, porque nunca fui en su casa. Entonces empezaron a decir en su familia que yo no era una mujer de verdad, entonces nos regañaron, le pegaron a él, me pegaron a mí, y se lo llevaron en su pueblo, no lo vi ya (Flor, relato de 2018).

Para la familia de la ex pareja de Flor, un impedimento de la relación era la incapacidad de procrear, es importante señalar este punto porque la reproducción aparece como una función fundamental, reforzando con ello el sentido de la anormalidad en los cuerpos de mujeres no gestantes. Al recordar a su expareja, Flor refiere extrañarle y sentirse triste, menciona que después de este vínculo afectivo otros hombres la buscan, pero solo para mantener relaciones sexuales en forma clandestina.

Tiempo después de laborar como trabajadora del hogar y del rompimiento obligado con su novio, Flor conoció a Ricardo en un mercado de San Cristóbal de Las Casas. Ricardo es un actor que se define a sí mismo como gay y travesti, tiene un hostal en el centro de la ciudad y además hace presentaciones de teatro cabaré. El público que asiste a este lugar se encuentra conformado en su mayoría por población extranjera o nacional que visita la ciudad de manera temporal.

Ricardo invitó a Flor a trabajar con él como encargada de la cocina de su hostal. En este espacio ella comenzó a vincularse con temas de derechos relacionados con la disidencia sexual, que la llevaron a identificar el término transexual (el cual define, a partir de la asimilación del discurso biomédico, como una mujer que no es de verdad). Durante este tiempo, volvió a implementar tecnologías de género para sí, está vez lo hizo situada en el discurso de resistencia que escuchó en el hostal de Ricardo, y a través de los grupos disidentes. Combinó el uso de su traje tradicional con zapatillas, además se realizó un cambio de color en el cabello. También decidió comenzar a medicarse con hormonas que consigue a través de farmacias de medicamentos similares.

Pregunté a un doctor si puedo hacer algo sobre eso, tomar algo [se refiere a cambiar su apariencia], me dio receta y de ahí empecé a utilizar, no llevo mucho todavía, como un año. Desde que empecé solo me duele el cuerpo, solo eso, pero tomo mi pastilla y mi té y se me pasa (Flor, relato de 2018).

A pesar de buscar tener acceso a un tratamiento hormonal, Flor nunca se ha practicado análisis endocrinos para ajustar sus dosis o saber qué tipo de repercusiones tiene la medicación utilizada en su fisiología. Como una consecuencia de la medicación hormonal sufre dolores frecuentes. Al conversar con ella sobre este tema y la posibilidad de acceder a servicios de salud gratuitos para medicarse, así como a instituciones de educación en donde pueda concluir sus estudios de secundaria, o bien, a la gestión de un trámite administrativo para modificar su identidad de género, en las sesiones de entrevista, ella señaló desconocer que tales acciones eran factibles y tampoco sabe cómo realizarlas.

No sé (…) me gustaría, pero es caro [se refiere a hacerse análisis para ver los efectos de las hormonas que toma] (…) No sé cómo (risas) [se refiera a la escuela y el cambio de identidad] (…) a veces la gente no da trabajo, una te ayuda, otra no. Yo me gustaría, ayudar a mi familia, hacer mis cosas, así como mujer, estar bien sin que la gente se burle (Flor, relato de 2018).

La implantación de la norma en la vida de Flor

Comprender el sentido del discurso biomédico en la experiencia de Flor remite al ámbito de la biopolítica. Desde donde, a partir del siglo XIX, la conducción de las poblaciones incluyó la dimensión sexual con la reglamentación de cuerpos y conductas. La normatividad desplegada definió lo no modificable e hizo inteligible lo anormal y lo perverso para todas las personas al argumentar su existencia como un hecho patológico que hacía necesaria una corrección (Foucault 1998, 28). La concepción de lo patologizante, sustentada por la ciencia médica en dichos términos, ha traspasado el imaginario social en relación con el género y las mujeres trans*, y se encuentra vigente no solo en San Cristóbal de Las Casas, sino en muchos otros contextos socioculturales (Lapuerta 2018, 134). Por esta razón es necesario destacar su influencia.

Rewyn Connell señala la relevancia de pensar que las principales definiciones que hoy conocemos alrededor de lo que en un primer momento se definió como transexualidad, se llevaron a cabo desde la esfera biomédica en las grandes urbes de Europa y Estados Unidos, durante la primera mitad del siglo XX (Connell 2015; Lamas 2012). La intervención en cuestión se dio en un momento de avances tecnológicos sin precedentes, en medio de dos guerras mundiales, el periodo de posguerra y el enfrentamiento entre dos ideologías políticas que se disputaban buena parte del destino de la humanidad. Es la época de tránsito del fordismo al posfordismo. El inicio de las sociedades de consumo.

En dichos años, los avances de la biomedicina y de la tecnología resultaron en la medicina de evidencia como nuevo paradigma en el tratamiento de la salud, lo que, a su vez, reafirmó un poder social absoluto de la institución sobre las poblaciones. A partir de entonces, las claves para el éxito de los tratamientos de la enfermedad consideraron la literatura científica disponible, los resultados de evidencia clínica en distintas pruebas, la experiencia del prestador de servicios y las expectativas del paciente (León, Rivero, Mavel, Rodríguez 2015).

Como parte del contexto descrito, la biomedicina, en relación con las opciones en el tratamiento de la transexualidad, se encuentra vinculada por una parte a la competitividad del campo en cuestión, por otra, a la necesidad de ofrecer certezas a personas que también tenían internalizadas ideas tradicionales del sistema sexo-género y la correspondencia “natural” permitida: hembra/mujer, macho/hombre. El significado biomédico del discurso alrededor de lo transexual puede comprenderse como una negociación cultural en torno a la angustia y a la intervención, desde un marco de relaciones de poder (Connell 2015, 198). De manera contradictoria, la tecnología implantada ofreció a ciertas personas la posibilidad de recurrir y optar por procesos que en su momento les permitieron adecuarse a los mandatos culturales del sistema sexo-género, pero que, en adelante, contribuyeron a fundamentar lo transexual como marginal.

La instalación de la verdad biomédica y el camino desde la óptica de la corrección hacia la normalidad, definido por la medicalización e intervención en la vida de personas trans*, coadyuvaron a la representación simbólica de estas como indeseables. Con el tiempo, el discurso cultural de lo equivocado se convirtió en una verdad unitaria para propios y extraños, significándose, a su vez, la reasignación sexual como una especie de muerte o rompimiento, en donde, además, las personas no llegan a ser reconocidas en su totalidad perpetuándose así la sospecha y el estigma (Lapuerta 2018, 135).

Las consecuencias del sistema sexo-género en relación con el discurso biomédico hasta aquí revisadas forman parte de las experiencias relatadas por Flor, así como de las dinámicas sociales a las que se enfrentan otras mujeres trans* en San Cristóbal de Las Casas, Chiapas, en donde buena parte de la población les significa en el ámbito de la anormalidad (Gómez 2023), lo que lleva a reproducir relaciones de poder que derivan en múltiples violencias (Constant 2022). El tipo de situaciones a las que son expuestas incluyen los señalamientos, la negación de oportunidades laborales, de acceder a baños en lugares públicos, a viviendas en renta, o, incluso, el impedimento de disfrutar lugares recreativos, lo que las orilla a experimentar circunstancias de aislamiento. Sumado a lo anterior, se encuentran las agresiones físicas, y, en el peor de los escenarios, los transfeminicidios.

Con el panorama aludido no pretendo presentar la historia de vida de Flor como el relato de una víctima absoluta, en su lugar me interesa recalcar las respuestas que lleva a cabo ante la posición marginal que el binarismo de género le asigna en San Cristóbal de Las Casas. Considero que tal dinámica de acción puede comprenderse a partir de las nociones de cuerpo trinchera y de corposubjetivación.

De la respuesta inmediata a la negociación política de género

Pensar la propuesta de trinchera como concepto teórico para el presente artículo es en principio una especie de juego, una posibilidad para imaginar los cuerpos y las subjetividades de las personas configuradas en términos culturales y sociales como esas zanjas en donde se resisten los embates producidos y reproducidos en la tierra de todos y de nadie, me refiero al sistema sexo-género y sus tecnologías.

Uno de los significados que se otorga al concepto de trinchera hace referencia a la “zanja defensiva que permite disparar a cubierto del enemigo” (RAE 2022). La estrategia del sistema descrito es también conocida como guerra de posición, fue una táctica utilizada por los ejércitos a partir del siglo XIX, que llegó a su mayor auge con la Primera Guerra Mundial en el siglo XX. Hasta cierto punto, la técnica citada, seguida por los ejércitos, era simple: se hacía un agujero de varios metros de extensión a poca profundidad en la tierra, lo que servía como protección para el avance de los combatientes. A la primera trinchera le seguían otras más, su función era la de resguardo en caso de un ataque directo.

La elaboración de cada trinchera dependía del entorno, la primera línea era siempre defensiva. En el resto almacenaban los alimentos; eran la guarida de descanso para la tropa, o bien, el sitio de alojamiento de las reservas, así como las vías de comunicación. El campo, ubicado entre trincheras opuestas, se situaba en la superficie. Funcionaba en apariencia como un territorio neutral que en realidad se convertía en un punto vulnerable, la tierra de nadie. Cuando uno de los integrantes atrincherados corría con la mala suerte de encontrarse expuesto en este lugar, el aniquilamiento era casi seguro.

En este artículo, argumento que, ante los embates recibidos, las personas se convierten en trinchera. De acuerdo con el tipo de capitales con los que se cuente (Bourdieu 2008), las estrategias pueden ser diversas y formar parte de distintas dinámicas socioculturales. La noción que propongo se inscribe en la corporalidad encarnada, es un intento para pensar las distintas respuestas que Flor implementa, frente a las relaciones de poder impuestas en la normatividad del sistema sexo-género y la biomedicina. Su sentido se encuentra anclado al nivel de la performatividad (Butler 2007). Invita a comprender una reacción inmediata, no siempre reflexiva, ante lo impuesto.

Es la forma mediante la cual se comienza a subvertir la representación dada, para acercarse a la autorrepresentación ideal concebida a partir del proceso interno. Adueñándose incluso de aquellas tecnologías de género determinadas como ajenas en el ámbito de la norma cultural. La noción de cuerpo trinchera no implica necesariamente un posicionamiento político contra el orden. Su despliegue obedece en cambio a los sentidos, a la necesidad que surge en las personas de repeler señalamientos o agresiones. En la historia de vida de Flor, estas respuestas son observables a partir de las tecnologías de género llevadas a cabo en sí misma para lidiar con el estigma y la burla en San Cristóbal de Las Casas.

Ahora bien, en mi opinión, la negociación política frente a la normatividad del sistema sexo-género se da en un segundo nivel, a partir de un proceso de resignificación reflexiva mucho mayor. Este tipo de elaboración ha sido definida por Alba Pons como corposubjetivación (Pons 2016, 169-170). El concepto hace referencia a la reapropiación subjetiva y corporal, que permite observar la transformación de experiencias prácticas de la subjetividad, particular y colectiva, en su dimensión bio-psico-social.

Se trata de una apertura que posibilita ciertas experimentaciones en el adentro de grupo, como movimientos de desterritorialización, y que las epistemes o saberes locales mismos que ahí se van construyendo vuelvan a territorializar epistemes y prácticas singulares y colectivas. (Pons 2016, 162)

Las dinámicas de la corposubjetivación se encuentran ligadas a la modificación de significantes y sentidos con una resonancia más potente. En dicho ámbito, se insertan las narrativas de negociación política sobre lo trans* que dan cuenta de una historia de resistencia que comenzó a la par del discurso biomédico, en países como Estados Unidos y en Europa desde finales de la década de los años sesenta del siglo XX (Stryker 2017). Con posicionamientos que se han sumado a otras luchas sociales, como, por ejemplo, los cuestionamientos elaborados desde los feminismos, en relación con la correspondencia sexo-género, la configuración de identidades y las imposiciones o los mandatos culturales vinculados con ser hombre o mujer.4

La configuración descrita cobró fuerza en la década de los años setenta, Guerrero Mc Manus y Muñoz (2018) la denominan la “segunda ola del movimiento transexual”. Cuyas demandas incluyeron por primera vez la exigencia de derechos civiles y el reconocimiento legal, así como una posición más definida contra la intervención biomédica (Guerrero Mc Manus y Muñoz, 2018, 87). A pesar de ello, el movimiento perdió fuerza política al exterior justo a partir de la misma década (Stryker 2017, 119-191). Una de las causas por las cuales se explica el retroceso está dada por el “encarnizado y prolongado escrutinio (…) [que] algunos estudios de corte feminista radical realizaron en relación con las mujeres transexuales” (Connell 2015, 195).5

Hacia la década de los años noventa, en el campo teórico, activistas transgénero como Holly Boswell, Leslie Feinberg y Sandy Sotne se reapropiaron del término transgénero, cuestionando a la biomedicina, e hicieron frente a los debates feministas críticos de género (Stryker 2017, 208). Las posiciones intelectuales se reformularon con los estudios queer y las aportaciones de Donna Haraway y Teresa de Lauretis, y, de manera posterior, con los estudios trans. Todas las perspectivas citadas consideraron, en algún sentido, las ideas de Foucault alrededor del poder para debatir que, más allá de la represión originada en la diferencia biológica, el género es una invención social, “tanto producto como proceso de representación” (De Lauretis 2000, 11). Estos nuevos enfoques centraron sus argumentos en la redefinición de un sistema de relaciones con mecanismos de reproducción cultural, lo cual planteó, además, la necesidad de nuevos marcos de análisis para comprender el tema.

Bajo tales premisas, razonamientos como los de Judith Butler consideraron incluir en la ecuación de género la performatividad (Butler 2007). Ello mostró a la sexualidad y al género como un continuo mediado por la cultura, una reiteración a través de la cual las personas actuamos las normas en relación con el ser mujeres u hombres, pero al mismo tiempo las transgredimos, lo cual da paso a distintos desplazamientos y a una negociación de poder donde surge la posibilidad de una relaboración de dichas normas de acuerdo con cada proceso subjetivo.

La performatividad es clave en relación con el género debido a que permite comprender el efecto de verdad que este produce, pero también sus reconfiguraciones identitarias y simbólicas a través del tiempo. El cambio señalado es trascendente para los fines de análisis de este artículo, porque a partir de esta propuesta, así como de la alianza entre activismos y academia, muchas personas han podido comprender de manera distinta la experiencia trans* dando paso a lo que Pons denomina el proceso corposubjetivo, es decir, a la reconfiguración de sus emociones y prácticas para transformar el orden social (Cruz 2018, 240).6

La visibilidad ganada por la militancia y la teoría trans ha otorgado elementos simbólicos de valentía y diversidad a las narrativas elaboradas. De esta manera, el dolor experimentado se ha convertido en una vía para la transformación cultural que, más allá del cuerpo trinchera, permite la formación de comunidades emocionales integradas por sujetos políticos heterogéneos cada vez más potentes (Jimeno 2010).

Sin embargo, es necesario considerar que la historia de la negociación política y la modificación cultural en relación con lo trans* debe contemplarse también con una perspectiva interseccional (Crenshaw 1989; Viveros 2016). En el contexto mexicano actual, en estados como Chiapas y ciudades como San Cristóbal de Las Casas, a pesar de los valiosos trabajos y del esfuerzo realizado por distintos grupos de las disidencias, las personas trans* continúan representadas en términos simbólicos por el orden hegemónico de género relacionado con el discurso biomédico. Lo cual deriva en un contexto difícil para el acceso y el ejercicio de sus derechos.

La adversidad pone en mayor riesgo a personas trans* sin privilegios de clase, ni raza, quienes, en un contexto cultural tan diverso como el de Chiapas, se enfrentan a lo que Lugones calificó como “la organización moderna/ colonial del género” (Lugones 2008, 78) con conexiones de opresión entre el género, la etnicidad y la clase; y una vigilancia aún más enfurecida de sus conductas. En este ámbito de marginalidad se materializa la vida de Flor, para quien el proceso corposubjetivo se convierte en un camino arduo. A pesar de tener un acercamiento con las actividades de la disidencia, llevadas a cabo en su lugar de trabajo, su participación es mínima, debido a que siente vergüenza y le cuesta hablar con las personas en español fluido, así como incorporarse a las invitaciones que le hacen distintos activistas.

Cabe señalar que, en la experiencia de Flor, las limitantes descritas para integrase a espacios políticos se han agudizado a partir de las disputas alrededor de las mujeres trans* al interior de los feminismos a nivel local. Durante 2019, la violencia en San Cristóbal de Las Casas tuvo un repunte. En el mes de agosto de ese año fueron asesinadas Luz y Nayelly, la primera mujer cisgénero, la segunda mujer trans*. Ante la situación, diversos grupos de feministas y de la disidencia sexual decidieron manifestarse. Flor fue alentada por los grupos disidentes para asistir a la protesta. Esta era la primera vez que accedía a realizar una actividad similar. Sin embargo, el día de la marcha algunas feministas críticas de género rechazaron la participación del contingente LGBTIQ+, incluida Flor y otras compañeras y compañeros trans*. Como parte de los intercambios de palabras, Flor sufrió una crisis nerviosa y decidió desistir en su intento, hasta el momento (2023) no ha querido integrarse a otra movilización colectiva en favor de sus derechos.

En mi opinión, señalar este tipo de interacciones para concluir el presente artículo es relevante, porque permite situar de manera específica las relaciones de exclusión que entretejen el orden hegemónico de género. Con el daño específico a una mujer trans* racializada, a quien se le impidió una reapropiación política efectiva de sus derechos a fin de comenzar a resignificar la manera en que se relaciona con el entorno.

Conclusiones

El objetivo de este artículo fue llevar a cabo una reflexión alrededor del sistema sexo-género y su relación con el discurso biomédico en San Cristóbal de Las Casas, Chiapas. Espacio urbano donde persisten dinámicas culturales que sitúan a las mujeres trans* en una posición de marginalidad.

En el caso de la historia de vida de Flor, las circunstancias por las que se ha visto afectada desde su llegada a la ciudad pueden observarse en dos dimensiones. La primera se da con la internalización del discurso biomédico y la autorepresentación de sí misma como una mujer no verdadera. Esta incorporación ha provocado en ella la idealización de un modelo específico de ser mujer, con daños emocionales y físicos poniendo incluso en riesgo su salud. Las tecnologías de género implementadas se enmarcan así en una respuesta inmediata de su cuerpo trinchera.

Por otra parte, es necesario insistir en que la experiencia de Flor implica considerar el cruce del género con la etnicidad y la clase, como una determinante en la posibilidad de acceder a un proceso de resignificación corposubjetivo que en términos amplios facilite el ejercicio de sus derechos. En tal sentido, considero relevante pensar nuestra propia participación en la reproducción de un orden que mantiene permeabilidad incluso en aquellos espacios que pretenden cuestionarlo.

Las dinámicas implementadas por determinados activismos feministas, que a partir de una delimitación rígida del sujeto político del feminismo niegan derechos a las mujeres trans*, disputándoles el uso de la categoría mujer con afirmaciones que se convierten en esencialismo biológico, son un ejemplo de ello. Por tanto, contribuir a modificar las relaciones de poder y la discriminación que afectan la vida de Flor, y otras mujeres trans*, hace necesario replantear al género como un elemento cultural reconfigurable a través del tiempo. También dar paso a iniciativas que promuevan la discusión y permitan la apertura de espacios cada vez más incluyentes.

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Notes

[1] Para el presente artículo utilizo la palabra trans* como una posibilidad de amplitud que considera la totalidad de experiencias y vivencias vinculadas con lo transexual, lo transgénero y lo travesti (Stryker 2017, 39).

[2] El prefijo cis significa “de este lado”. El término mujer cisgénero hace referencia a una persona clasificada como hembra biológica que define su identidad social de género como mujer.

[3] A petición de la colaboradora en esta investigación, su nombre, así como el de otras personas que aparecen en el artículo han sido modificados.

[4] En este punto, es necesario aclarar que referir feminismos y militancia trans* no es lo mismo. El movimiento por derechos y la visibilidad de las personas trans* debe comprenderse como un proceso independiente, con dinámicas y expectativas que encuentran convergencias con las demandas y grupos vinculados con distintos feminismos y con la disidencia sexual, pero que, al mismo tiempo, cuenta con una marca que significa y orienta una genealogía propia. En mi opinión, las aportaciones hechas por la lucha trans* deben ser reconocidas en su complejidad, sumándose a las agendas feministas solo a partir del interés conjunto para modificar la condición de subordinación que vivimos todas las mujeres, cis o trans*.

[5] La perspectiva de grupos de feministas críticas del género fundó sus argumentos con las publicaciones de Robin Morgan (1970), Mary Daly (1978) y Janice Raymond (1979). En términos generales, sus obras acusaron a la transexualidad de ser mutiladora de un tipo de esencia femenina de origen, y a las mujeres trans de formar parte de “una parodia de la feminidad” que obstruía el propio fin de la lucha feminista.

[6] En Latinoamérica, el activismo de prácticas de resistencia y los estudios queer y trans* también se entremezclan ante la precariedad impuesta. Al analizar la genealogía continental del sur en relación con el tema, Cole Rizki (2019) señala un entramado de voces disidentes y de producción cultural local plural, organizada alrededor de alianzas políticas disidentes por la soberanía corporal, que se enmarcan en “una formación geopolítica singular” (Rizki 2019, 148). Para la Ciudad de México, Gutiérrez refiere una genealogía específica de grupos trans* que, a través del tiempo, pasaron de las reuniones recreativas a la visibilización y al activismo por el reconocimiento de sus derechos (Gutiérrez 2022, 126-133).