El papel social, Económico y cultural de las mujeres en Nueva España se ha analizado
desde diferentes enfoques y perspectivas teóricas (Quezada 1975, 1987, 1994; Schroeder, Wood, Haskket 1997; Vollendorf 2012; Lavrín 1992, 2005). Tarea nada fácil puesto que, como bien señala Susan Schroeder, las voces de ellas
nunca fueron reconocidas como principales por el orden estatal ni religioso. Existía
un fuerte etnocentrismo cuando se abordaba el tema de las indígenas (Rodríguez-Shadow 2000, 34), aunque es sabido que los frailes y misioneros, al momento de escribir sus crónicas,
historias naturales o tratados de medicina dependieron en todo momento de hombres
y mujeres del nuevo mundo en calidad de informantes, traductores y artistas (Schroeder
1997). En el mismo sentido, podemos ubicar a los naturalistas y médicos laicos que
recogieron, con su ayuda y aportes, saberes locales en el siglo XVI (Pardo-Tomás 2002, 106-107, 122 y 2016, 29-51). A través de documentos como peticiones, testamentos, censos y contratos de venta,
la historiografía sobre las mujeres en Nueva España demuestra cómo ellas participaron
en la vida social y económica del territorio (Kellog 1997, 123-134). A estas fuentes se suman los archivos del Tribunal del Santo Oficio que nos permiten
reconocer su participación en revueltas y motines (Socolow 2016; Stern 1999), pero también algunas de sus prácticas de salud y padecimientos. Gracias a las denuncias
presentadas y los procesos realizados por el Santo Oficio, nos enteramos de un mercado
sanitario controlado por las mujeres. Mercado que no siempre es fácil separar de las
prácticas de hechicería, brujería y magia, como aquí intentaremos demostrar (Solange 1982; Muriel 1994; Roselló 2011; Gallardo 2011, 2018; Morales 2014). La ausencia en el contexto novohispano de textos escritos por ellas o escritos
para ellas durante los siglos XVI y XVII dificulta la empresa de hacer su historia.
Caso opuesto al tratarse de Europa medieval y renacentista, donde es posible reconocer
un amplio corpus de literatura médica o recetarios de belleza elaborados por varones,1 pero también manuales de medicina, textos de matronas y recetarios escritos por mujeres
(Cabré y Ortiz 2001; Caballero-Navas 2005, 14-15; Cabré 2011, 25-41; Read 2013, 1-21).
En el presente ensayo me interesa analizar las pócimas de amor registradas en las
denuncias y autodenuncias en los procesos inquisitoriales, contra mujeres vinculadas
con la hechicería amorosa, durante los siglos XVI y XVII, en Nueva España. Son confesiones
breves que no implicaron la apertura de un proceso inquisitorial, y no sabemos con
precisión cuáles fueron las sanciones que les aplicó el Santo Oficio. Las pócimas
de amor se sitúan en un área de intersección entre la teoría humoral, la magia amorosa
europea y la herbolaria indígena. La idea principal es que cobren sentido las representaciones
simbólicas de la menstruación en las pócimas de amor. Considero importante explorar
los espacios de intersección, no tanto para situar el punto de partida del uso del
menstruo, sino más bien para subrayar cómo los intercambios transculturales resignificaron
el valor simbólico del menstruo en tanto fuerza vital, de la mano con otros recursos
igualmente poderosos en el mundo indígena, como el chocolate y las plantas alucinógenas.
Los saberes y prácticas vinculados con el poder sexual del menstruo para lograr el
amor de un hombre circularon de boca en boca, articulándose bajo los condicionamientos
de género de la sociedad novohispana, compuesta por mujeres de diferentes calidades,
que tuvieron la capacidad de establecer un “mercado sanitario y hechiceril” propio,
sobre todo durante los siglos XVII a XVIII (Quezada 1997, 41-45). Sostengo que el uso de la menstruación en las pócimas de amor fue una contribución
del mundo mágico de españolas, mulatas y negras que compartieron con las mujeres indígenas.
Las pruebas que sostienen nuestra hipótesis de trabajo aparecen constantemente en
las denuncias y procesos del Santo Oficio, en los siglos XVI y XVII. En ellos podemos
ver cómo las indígenas fueron consultadas por su experiencia en el dominio de las
plantas, ya fuese con fines médicos o para realizar magia amorosa. Sin embargo, la
recomendación de utilizar el menstruo para obtener el amor incondicional de un varón
o para “ligar” o “amansar” no aparece directamente vinculada con las prácticas indígenas.
¿Quiénes son las mujeres acusadas de brujas y hechiceras en Nueva España en los siglos
XVI y XVII? De acuerdo con Alberró, Quezada, Lavrín, Socolow, Campos, Gallardo y Roselló,
son mujeres de escasos recursos, generalmente mulatas, negras y mestizas de baja condición
social y económica. Muchas de ellas ejercieron la partería (comadronas). Las prácticas
de brujería y de hechicería expresan la precariedad de la mayoría de las mujeres en
América colonial, en la cual mantener a un hombre les aseguraba subsistencia y protección.
El seguimiento a la monogamia, la fidelidad y la preservación de la virginidad, así
como la persecución de la poligamia y de las relaciones prematrimoniales adquirieron
relevancia inusitada, pues la Iglesia y el régimen colonial tenían como propósito
salvaguardar la institución matrimonial y establecer un modelo de familia que, si
bien distaba de la realidad, plural y difícilmente reductible a ese modelo único,
había que defender a toda costa (Lavrín 1892, 4). A través de la correspondencia que
enviaron mujeres españolas a Nueva España, dirigida a sus padres, hermanos, hijos
y esposos, podemos saber cómo los viajes trasatlánticos fueron utilizados por algunos
varones para disolver los lazos conyugales (Sánchez 2022, 546). Las mujeres, ya estando en Nueva España, denunciaban a sus parejas cuando estas
se disponían a fundar nuevas familias o buscaban sostener relaciones con otras mujeres
(Sánchez 2022, 556-564). Una parte del fenómeno se debía a que la mayoría de la migración se componía de
varones en busca de una estabilidad económica, durante los siglos XVI y XVII (Quezada
1889, 333-335; 1997, 41-45).
Sobre el supuesto paralelismo en la magia amorosa
Algunas historiadoras, como Raquel Martí Sánchez, sostienen la existencia de un paralelismo
entre la magia amorosa europea y americana (Martí 2004, 65-80). La autora encuentra similitudes en diversas prácticas y simbolismos, sobre todo
en el uso de la menstruación. Para la autora, el paralelismo fue el resultado de procesos
de experiencias comunes, en los que la magia amorosa se convirtió en el vehículo perfecto
de las mujeres para solventar problemáticas vinculadas con los deseos más íntimos,
pero también con sus ansiedades.
Si bien en lo general comparto los supuestos de Martí Sánchez sobre la magia amorosa
en tanto experiencia viva de las mujeres (Martí 2004, 71, 78), considero que debemos tener precaución en no caer en la universalización del valor
simbólico de la menstruación, el cual, como bien lo demuestran Thomas Buckley y Alma
Gottlieb, es diverso y hasta contradictorio en contextos intraculturales (Buckley y Gottlieb 1988, 34). En muchas culturas existe el tabú sobre la menstruación, pero aun así, los elementos
que la explican y el peso simbólico que cada sociedad le otorga son distintos. Es
necesario contextualizar históricamente y subrayar las especificidades en las concepciones
sobre la menstruación, máxime en espacios coloniales transculturales, como la Ciudad
de México, Culiacán, Ocosingo, Teotitlán, Tepeaca, San Fernando de Campeche y Yanguitlán,
lugares donde se verificaron las denuncias y procesos inquisitoriales. Todas estas
ciudades tenían poblamientos diversos y actividades económicas y sociales muy amplias.
Las defensoras del paralelismo en la magia amorosa sostienen que en tiem pos prehispánicos
se usaba la menstruación. En los análisis retrospectivos apelan a la pervivencia de
este ingrediente en la magia amorosa popular actual. Sin embargo, existen otras investigaciones
antropológicas que sostienen justamente lo contrario.2 Consideran que el uso de la práctica amorosa está diseminado en la actualidad en
grupos no indígenas, con toda la ambigüedad que esto significa. Por lo mismo, el fenómeno
amerita mayor investigación.
En su estudio sobre la magia amorosa en el mundo náhuatl, Noemí Quezada Ramírez señala
que las bases concretas de la magia amorosa estaban apoyadas en la palabra (conjuros);
en la adivinación, por parte de un especialista con finalidad sexual; en el uso de
plantas psicoactivas y alucinógenas, ya fuesen para lograr trances adivinatorios o
como afrodisíaco, y en el uso del colibrí (o pájaro del amor) (Quezada 1975, 72). También enfatizaba que la magia amorosa estaba íntimamente entretejida con el mundo
ritual y religioso mesoamericano. Ahí, la menstruación no aparece como un componente
de la magia amorosa. Es importante subrayar que los valores de la sexualidad y el
erotismo en algunos de sus elementos son coincidentes con la cultura hispánica, pero
en otros son profundamente distintos (Flores y Elferink 2010 10-18). A partir de la segunda mitad del siglo XVI, la sexualidad presentó cambios importantes
en Nueva España. La iglesia se concentró en desterrar la poligamia de las élites indígenas
y en perseguir las transgresiones sexuales, como los “raptos, adulterios, incestos,
desfloraciones y hechicerías sexuales” (Lavrín 2005, 494; Rivas y Amuchástegui 1997, 27). Entre las hechicerías sexuales se tipificaron los amarres o ligaduras, encantamientos
y solicitaciones.
El uso medicinal y mágico de las partes del cuerpo, el excremento y fluidos como la
saliva o los cabellos fueron utilizados en las culturas asentadas en el Valle de México
para usos medicinales y mágicos. En los manuscritos de la segunda mitad del siglo
XVI, se registra el uso del humo de huesos para resolver la fiebre, o la orina para
tratar diversas enfermedades. Muy probablemente eran de origen europeo.3 Pero lo que llama la atención es que el menstruo no aparece designado en sus múltiples
etimologías ni como impureza ni como suciedad. Parafraseando a López Austin, el menstruo
es mencionado simplemente como hemorragia, emisión periódica o enfermedad. En náhuatl,
cíhuah incocóliz se entendía como en fermedad de las mujeres.4
El intercambio de rasgos culturales es un hecho innegable en todo contacto humano,
pero existe un riesgo en considerar que todos los elementos de una cultura son transferibles,
algunos nunca se desplazan a nuevos sistemas de creencias. Efectivamente, contamos
con análisis históricos que demuestran la convergencia respecto al ordenamiento social
y religioso de los cuerpos femeninos entre Mesoamérica y España, sobre todo en el
Altiplano central. Hay una convergencia en la cultura medicinal de las mujeres en
el uso del sahumerio y las resinas que permitió el intercambio de recursos y procedimientos.
En ambas culturas se utilizaron sustancias aromáticas para atender las dolencias del
útero, como el “sofocamiento o el prolapso del útero” (Morales 2016). En los proyectos de comercialización de la flora novohispana, los copales ocuparon
un lugar central en las historias naturales del siglo XVI y XVII, al evaluarse como
sucedáneos de gomas y resinas descritas en la materia médica dioscoridiana, utilizados
en el mundo euroasiático para resolver los padecimientos de matriz (Pardo-Tomás 2002, 115-121; Morales 2017, 229-230; De Vos 2020, 39). En el sentido opuesto, existen numerosos ejemplos. Algunas historiadoras señalan
que los intercambios, en el mundo colonial novohispano fueron selectivos y acotados
(Vollendorf 2012, 29; Gallerdo 2011). Las élites españolas, así como las comunidades indígenas fueron grupos endogámicos
que tendieron a reproducir entre ellos sus propios valores y costumbres; los indígenas
mantuvieron cierta inclinación a la libertad sexual con respecto a la de los españoles
(Lavrín 1992, 17; Quezada 1997, 41-42). La virginidad no fue relevante en el mundo mesoamericano, ni tampoco existía una
oposición a los contactos sexuales antes del matrimonio, tal y como se comenzó a imponer
a partir de la cristianización (Flores y Elferink 2010, 10). Estos no son elementos intrascendentes, por el contrario, nos deben llevar a otras
concepciones sobre la sexualidad y el erotismo.
Sobre la menstruación
El paradigma hipocrático desarrolló una nosología de la menstruación y de las enfermedades
de las mujeres, alcanzando una larga permanencia en Occidente, al pervivir hasta bien
entrado el siglo XIX (Schiebinger 2000; Van de Walle 2001; Red 2013; De Vos 2020). Desde la Antigüedad clásica, pasando por la época medieval y el Renacimiento, la
menstruación formó parte de un mundo simbólico vinculado con los ciclos vitales (Caballero-Navas 2005, 25-26, 28). Existen diferencias claras respecto a los sangrados transicionales, como la menarquia,
la desfloración o el sangrado durante y después del parto (Red 2013, 1-21). Alrededor de la menstruación se fueron anudando creencias, mitos y tabúes que adquirieron
tal relevancia en la cultura occidental, que todos los procesos vinculados con la
enfermedad quedaron relacionados con ella y con los órganos sexuales femeninos. En
los tratados prácticos para mujeres se utilizó la palabra “flor” para designar la
menstruación en un sentido positivo, convirtiéndose en una vocablo extendido y permanente
en las lenguas vernáculas medievales de Europa Occidental (Caballero-Navas 2005, 21). Para referirse a la regularidad de la menstruación también se incorporó el vocablo
“periodo”, quedando fuertemente asociado con la luna (Van de Valle y Prenne 2001,
XIX).
La regularización de la menstruación, al convertirse en uno de los objetivos centrales
de la medicina hipocrático-galénica, dispuso de un arsenal de recursos terapéuticos
específicos, conocidos como emenagogos, que eran de origen vegetal, animal o mineral
y que podían producir sangrado en la zona pélvica. Entre los animales y partes orgánicas
que se utilizaron en la materia médica de la Antigüedad clásica estaban: el castóreo
(secreción del castor), los escarabajos, ampollas, la esponja marina y la rana (De Vos 2020, 56-57). Entre las flores y plantas se encontraban: la peonía, hinojo, la “semilla de zanahoria
silvestre, semilla de sauzgatillo, lirio, alcaparra, enebro, helenio, eléboro blanco,
rubia, perejil, manzanilla, absenta, bálsamo de limón, mejorana, orégano y raíz de
serpiente europea” (De Vos 2020, 39). De igual forma se recurrió a la almendra amarga, la hierba de camello y la sustancia
de betún asfáltico (De Vos 2020, 45, 49, 61).
Como hemos señalado, más allá de su importancia fisiológica, el menstruo ha tenido
un lugar simbólico preponderante en la magia amorosa. La sangre menstrual es una de
las formas en que se expresa la exterioridad del cuerpo femenino, una manifestación
de fuerza vital. Las mujeres estaban convencidas de que su incorporación en las pócimas
podía atraer o mantener el amor de un hombre, pero también en su eficacia en los amarres
y ligaduras. El menstruo fue un recurso intercambiable o sustituible. Aquí no se valen
los préstamos, ni la utilización de sucedáneos. Como afirma Nohemí Quezada, cuando
los hombres bebían a partir del engaño pócimas de amor con menstruo, en cierta forma,
“introducían mágicamente en su cuerpo a las mujeres, por tanto, formaban parte de
él y no podían apartarla de su pensamiento y de su corazón” (Quezada 2010, 359). Las mujeres que fueron procesadas o que se presentaron ante las autoridades inquisitoriales
por el descargo de su consciencia, declararon recurrir a la magia amorosa, ya fuera
porque deseaban retener a un varón, evitar que tuviera contactos sexuales o impedir
que sostuviera relaciones carnales ilícitas. Es decir, tenían la intención expresa
de manipular la sexualidad del “otro”. Un vehículo para controlar los comportamientos
y deseos del “otro”, pero también su violencia.
Una constante en las denuncias y autodenuncias de las mujeres fue el señala miento
de que las indias les proveían las hierbas. Son mujeres de orígenes diversos, en su
mayoría de clases bajas, y alguna vive en condición de esclava. Están casadas con
arrieros, carreteros o “tratante de indios”. Ante el comisario del Santo Oficio, la
gran mayoría de ellas argumentó que las indígenas jugaron el papel de suministradoras
y que hasta había algunas que tenían fama de ser hechiceras. Esto nos permite ver
mujeres de otras calidades animadas a consultarlas para encontrar cura a dolencias,
pero también para garantizar el amor de un hombre, o bien para causar el mal a terceras
personas. Como ya lo señalamos, fueron los contactos e intercambios (de boca en boca)
entre ellas, lo que facilitó la creencia del poder sexual de la menstruación y de
cómo podía ayudar para ligar o amansar a los varones. En una breve declaración de
1597, ante los señores inquisidores, quedó registrado el nombre de un tal Azebedo
(el nombre de pila no se puede leer en el documento), vecino de Yanguitlán, quien
recordaba haber visitado a su amigo Antonio López del Real. Durante su encuentro,
relató que se sentía muy enfermo, tenía vómitos “nacidos de bultos” en la “barriga”.
Pero esos no eran sus peores malestares, pues le confesó tener la fuerte sensación
de estar “ligado”. En esta reunión, además de Azebedo y Antonio, estuvieron presentes
el presbítero Gonzalo de Robles y Francisco de las Casas. Todos ellos coincidieron
en que, efectivamente, el enfermo estaba “ligado”. Azebedo comenzó a sentirse así
justo después de haber visitado “una casa” en donde le habían ofrecido una jícara
con chocolate que, siendo prudente, rehusó beber. Omite por completo el nombre de
la persona que le ofreció la bebida. Es muy probable que Azebedo sabía bien que estas
jícaras de chocolate solían estar acompañadas de menstruo, de ahí su reticencia a
beberlo. Aun así, el hechizo tuvo su efecto a pesar de negarse a beber el chocolate,
el pobre de Azebedo comenzó a sentirse mal. Al continuar su relato, Azebedo les comentó
a sus amigos que, al no disminuir sus dolencias, consultó a una india para curarse.
Lo cual no resulta sorprendente. Lo que sí nos sorprende es que, si bien ella no pudo
curarlo del malestar de sentirse “ligado”, sí logró quitarle la impotencia con la
ingesta de un bebedizo. Cabe señalar que Azebedo no era un hombre casado.5 Aquí lo interesante es que Azebedo, el presbítero y Antonio López de Real coinciden
con la apreciación de Azebedo: sentirse mal a consecuencia el haber sido “ligado”.
Surge entonces la indica, como experta que logra curarlo de la impotencia, pero extrañamente no de los síntomas
de sentirse “ligado”. Este es uno los pocos casos consultados donde reconocemos la
voz de los varones, pero, además, no como agente de violencia, sino como víctima de
las hechicerías.
Se tiene registro de que las plantas alucinógenas se utilizaron para volver impotentes
a los varones. En las regiones septentrionales de Nueva España se trasmitió de boca
en boca, el conocimiento popular del uso del peyote entre va queros, esclavos, mestizos,
“cautivos apaches e indios” (Deeds 2002, 42). Las haciendas y muchos pueblos fueron espacios en los que se verificó una fuerte
aculturación entre españoles, indios y mulatos (Gallardo 2011, 80).
En la magia antigua europea aparecen registros de recursos corporales como la sangre,
el semen, los cabellos, las uñas y la leche de la mujer (Caballero Navas 2005, 61), los cuales continuaron presentes en las pócimas de amor de Nueva España. Estas
podían estar compuestas con hierbas, o excrementos humanos, para alejar a personas
o controlar la furia de los hombres.6 También se podían integrar en las recetas huesos y dientes (Deeds 2002, 42). Isabel Guevara, al momento de autodenunciarse ante el Santo Oficio, mencionó que
Bernardina de Herrera, quien recordaba Isabel ya había sido previamente penitenciada
por el Santo Oficio, le había comentado a su vez, que una mujer de nombre Ángela de
Ibarra elaboraba un chocolate para que los hombres la quisieran con el agua que utilizaba
después de lavarse las partes vergonzosas y las axilas.7
En 1626, en la ciudad de Tepeaca, varias mujeres se presentaron para declarar ante
el comisario del Santo Oficio sus trasgresiones a los mandatos de la fe cristiana.
Juana Gallegos, casada con Juan Nuñes, de oficio carretero, se presentó para denunciarse,
pues un año atrás, estando en casa de su hija Melchora Nuñes, esta le mostró un tecomate
con menstruo y chocolate, el cual tenía toda la intención de dárselo a beber a un
hombre con quien trataba. Sin embargo, nunca lo bebió.8 Con otro propósito, Juana López, viuda de Alonso Ruíz, de oficio arriero, se presentaba
por su propia voluntad ante el comisario del Santo Oficio, por haber suministrado
a su esposo, enfermo de celos cuando este estaba vivo, una pócima para quitar “la
mala condición” que padecía. La sofisticada pócima estaba elaborada con gusanos negros
que vivían en el muladar, conocidos como gallinas ciegas, además de uñas de caballo,
menstruo, pelos de las axilas y de las partes “vergonzosas”, mezclados con vino tinto.
Sin embargo, ella reconocía que la receta no había tenido efecto, pues los maltratos
ocasionados por parte de su marido continuaron. Aunque Juana no desistió en seguir
experimentado y, continuó elaborando otras recetas para resolver otros problemas.9
Las mujeres acusadas ante el Santo Oficio por brujas y hechiceras preparaban, por
lo regular, pócimas innocuas que lo único que lograban era descomponer los estómagos
de los incautos. La mulata Leonor de Islas tenía la fama de ser maestra en las artes
mágicas, era originaria de Cádiz y hacía tiempo se había establecido en el Puerto
de Veracruz. Ella le daba su menstruo enmascarado en chocolate a su amante Bonilla
(Campos 2012, 412-415). Contra otras mujeres, se levantaba tan solo la sospecha en boca de sus denunciantes,
como cuando Ana Perdono declara en contra de Agustina de Vergara, acusándola de darle
a su marido una bebida hecha a base de polvos y menstruo enmascarado con chocolate,
o por lo menos eso creía la denunciante, al no encontrar explicación alguna a las
demostraciones de amor que tenía su conyugue hacia la susodicha.10 Otra breve denuncia se verificó en el pueblo de Tepeaca, en el año de 1626. En el
mismo tenor encontramos a la denunciante Isabel de Guevara, quien señaló ante el comisario
del Santo Oficio haber escuchado de boca de Juan Ruíz que, en la ciudad de Guanajuato,
unas mujeres “echaban el menstruo en el chocolate” para que la bebieran los hombres,
sin recordar para qué fin.11
La negra Agustina fue denunciada por Isabel de Guevara en la ciudad de Tepeaca por
usar “polvos de bien querer”, diluidos en un tecomate con chocolate. No se sabe cuáles
eran sus componentes, solo recordaba que eran unas “pelotillas que tenían cabellos
negros” que debían molerse hasta hacerse polvo.12 Lo que sí tiene claro es el propósito que se buscaba satisfacer: “que la quisieran
bien”. Aquí se trasmina la información relevante. En su relato, Isabel de Guevara
declaró que fue Juan de Asnal, mulato esclavo, quien le hizo llegar los polvos a Agustina.
Juan le indicó que esos “polvos del bien querer” eran para “que su amo y otras personas
le quisieran bien”. Juan tenía fama de hechicero y vivía con Agustina en condición
de esclavos.13 Las pócimas permitían asegurar el amor del ser amado, pero también eran instrumentos
que los protegerían contra el dominio que ejercían sus dueños sobre sus cuerpos y
libertad. En la ciudad de Tepeaca habitaban un espacio doméstico conflictivo, en donde
eran constantes los roces entre los empleados y esclavos, pero donde también tenían
lugar intercambios y dependencias, tal y como lo analiza Patricia Gallardo Arias en
Valle del Maíz. En el pueblo Valle del Maíz, durante el siglo XVIII, todavía existía
una fuerte resistencia de los pames a ser recluidos en las misiones. Si bien los misioneros
toleraron el uso de sus hierbas con fines medicinales, fueron prohibidas cuando estas
se utilizaban con motivos adivinatorios (Gallardo 2011,85-86). Por tanto, a pesar de que los contactos e intercambios existieron, esto no garantizó
que los rasgos culturales pasaran libremente de una cultura a otra, como una copia
exacta, o que se entendieran cabalmente. Los niveles de conflictividad social, por
el contrario, fueron una constante.
En textos de la Antigüedad clásica se pueden encontrar referencias donde se consideró
como un recurso terapéutico. El menstruo también fue utilizado en algunos ritos vinculados
con la fertilidad ampliamente distribuidos en diversas partes del mundo, pero a diferencia
de las pócimas de amor, se evaluó de manera positiva. Se considera el menstruo como
una manifestación de poder creativo, sobre todo en el sentido de fertilidad (Buckley y Gottlieb 1988, 36). En un análisis minucioso de cuarenta textos sobre materia médica que va desde Dioscórides
hasta el siglo XIX, Paula de Vos encontró el uso de varias partes y productos humanos
con fines terapéuticos: la grasa de la leche materna, grasa humana, cráneo humano,
carne de momias, sangre, orina, heces y sangre menstrual. Con el tiempo, el uso medicinal
de estas partes o despojos humanos decreció o dejaron de usarse por completo, como
fue el caso de la sangre menstrual (De Vos 2020,56). Sin embargo, no fue así en las recetas de la magia amorosa, donde persistió durante
la Alta Edad Media, el Renacimiento en Europa y hasta nuestros días (Buckley y Gottlieb 1988, 34). En el proceso de investigación sobre El libro de amor de las mujeres, inmerso en la tradición judía, Cabellero-Nava encontró una pervivencia de su uso
en las pócimas de amor, que atravesó siglos y culturas, coincidiendo con el paralelismo
que sostiene Martí Sánchez.14
En los penitenciales medievales y manuales para confesores de Europa se registraron
prácticas mágicas para diversos fines, y formas de preparación. Las mujeres que recurrían
a las prácticas descritas en dichos manuales eran castigadas con una penitencia que
por lo regular era de dos años, lo mismo que por realizar amarres o ligaduras. Este
tipo de magia buscaba desde producir impotencia en los varones (ligar), impedir que
dos personas entraran en contacto sexual, hasta atraer para sí a una persona. La penitencia
era mucho más alta (cinco años) cuando se utilizaba para producir impotencia. Estas
penas fueron establecidas en el penitencial de Bartholomew Iscanus también conocido
como Bartholomew de Exeter (muerto en 1184) (Page 2006, 55).
De los casos por denuncia revisados para este ensayo, solo en dos se hizo clara mención
de indias que recomendaron utilizar el menstruo en la pócima de amor. Por lo regular,
ellas sugerían hierbas u otras sustancias. Uno de estos casos fue en Zacatecas, en
1629, vinculado con María Cervantes, mulata y soltera que declaró que, para recuperar
el amor de un hombre, la india Sevastiana le sugirió darle a beber su sangre menstrual.15 La otra denuncia ocurrió en el pueblo de Teotilán. María Brabo, mestiza, se denunció
a sí misma porque tres años atrás una india, de nombre Ana María, de su mismo pueblo,
le recomendó recolectar su menstruo, verterlo en chocolate y dárselo a beber al hombre
que no la quería para que cambiara de opinión. Sin embargo, no hizo ningún efecto,
por lo que concluyó que eran “bellaquerías” y “embustes”.16 Al momento de su denuncia corría el año de 1626. Esto nos hace ver la existencia
de un comercio para las pócimas de amor que había logrado establecerse en diversas
regiones del territorio. Se reconoce que fue durante el siglo XVII, el momento en
que creció este comercio, convirtiéndose en una forma de vida para muchas mujeres.
Pero también es cierto que el Santo Oficio solo procesó a las mujeres que consideró
peligrosas al orden social, dejando a la mayoría de mujeres sin castigo (Díaz 2020, 116). En esa condición se encuentran las mujeres aquí analizadas que, se autodenunciaron
o denunciaron.
Francisco Hernández, protomédico de Felipe II, y una de las fuentes de consulta indispensables
sobre las hierbas medicinales durante el siglo XVI, al momento de estudiar la medicina
indígena, no hizo mención del uso del menstruo como recurso médico. Aunque uno de
los traductores de su obra del latín al español, Francisco Ximénez, registró en su
edición de 1615, a manera de pequeña nota, el uso del sangrado de las primíparas (primerizas)
en la elaboración de un medicamento. Para él, esta medicina, que además se preparaba
con tequixquite, resultaba ser “una donosa porquería” (Ximénez 1615, 203v). Haciendo a un lado este caso, no existe en Hernández o Ximénez más alusión al uso
del menstruo sobre nuestro tema de investigación.
Como es sabido, en la tradición judeocristiana, la menstruación fue evaluada como
un signo de contaminación que limitaba la libre circulación de las mujeres. Quedó
estrictamente prohibida en la Antigüedad la presencia de las mujeres menstruantes
en espacios sagrados y en la realización de ciertas actividades cotidianas. La sangre
menstrual se convirtió en un signo de contaminación ritual y moral (Biale 2007,12, 30). Pero, como ya señalamos, las concepciones del menstruo como algo sucio no pueden
extenderse a todas las culturas, tal y como lo demuestra López Austin en los estudios
de las culturas antiguas nahuas. Y no necesariamente la aplicación del aislamiento
(tabú) tiene una función opresiva para las mujeres (Van de Walle y Renne 2001, XIX, XXV-XXIX). La sangre ritual, en cierta forma, extiende un manto de opacidad sobre el papel
simbólico y mágico del menstruo. La sangre bíblica en los judíos o la doctrina de
la transustanciación en los católicos fueron y siguen siendo una manera de exponer
su poder sobre el resto de sus congéneres (Biale 2007, 8). Por el contrario, la sangre menstrual fue evaluada como negativa y contaminante,
en ciertas culturas, obligando a las mujeres al confinamiento.
En las pócimas de amor reconocemos una historia inmanente en la que emerge una cultura indígena.17 En algunas ocasiones se integraron a las pócimas o hechizos plantas indígenas que
generaban una alteración de los sentidos. En los procesos inquisitoriales fueron constantes
las referencias a la poyomantli, conocida también como cacahuaxóchitl (Quararibea funebris),18 el peyote (Lophophora williamsii),19 yahutili o pericón (Tagetes lucida) y, por supuesto, el cacao (Theobroma cacao L.). A diferencia de las plantas, en el campo de la magia amorosa, el colibrí permanecerá
fuertemente controlado por los indígenas (Quezada 1975, 100-102). Las plantas alucinógenas podían formar parte de pócimas de amor o bien para encontrar
un objeto perdido o saber de los acontecimientos del porvenir. Fue tal su fama durante
la colonia, que se tienen registros de comportamientos extremos de ciertos individuos
que obligaron a los indígenas a comer peyote para averiguar sobre algún problema de
interés, relacionado con terceras personas. En el pueblo de Culiacán, la mulata María
González, esposa de Joachin de Leiba, de oficio arriero, amarró a unos indios para
que “bebieran” peyote y le dijeran dónde estaba la ropa que alguien le había hurtado.20 El peyote siguió siendo utilizado para averiguar sobre objetos perdidos, un uso arraigado
en el mundo indígena que se desplazó a otros espacios sociales y culturales. Prueba
de ello es el caso de Juana de Peralta. Ella, por descargo de su conciencia, denunció
a una mujer que servía en casa de sus padres, la mulata María, porque la vio, hacía
más de 40 años, tomar peyote para saber “sobre algunas cosas que le incumbían”. “Así
mismo, vio y supo que Marcos, español asistente en casa de sus padres”, para ese momento
ya difunto, “también había tomado peyote para el mismo efecto”.21
No son escasas las denuncias en las cuales las mujeres recurrieron a la magia para
mantener al esposo, y con ello el resguardo de la familia, como en el caso de Petrona
Baptista, quien fue asidua al peyote para enterarse de las infidelidades de su marido
(Morales 2014, 21-39). Algunas mujeres llevaron vidas disipadas, mientras otras se mantuvieron bajo el
cuidado familiar. Sin embargo, fueron las solteras, viudas o casadas, las mujeres
de todas las calidades, las que recurrieron a estos métodos, ya sea por amor u otras
causas. Sabemos que se utilizó, para repeler la violencia de los varones. Apolonia
de Guzmán y su hija Beatriz recurrieron a sus poderes para contrarrestar las agresiones
de un hombre (desconocemos qué tipo de relación mantenía con ellas) que las tenía
aterradas.22
Algunas pócimas de amor pusieron en riesgo la integridad física y psicológica de las
personas (en su mayoría varones, en los casos de magia amorosa), sobre todo cuando
estas se preparaban con plantas alucinógenas. Como ya observamos, podían agregar gusanos,
cabellos púbicos y una fauna de animalejos rastreros. Estos elementos eran diluidos
en una bebida hecha a base de chocolate, con el propósito expreso de enmascarar los
sabores amargos de las hierbas y, en general, los olores pestilentes. Así dejó constancia
Isabel de la Cruz, mulata que se presentó ante el comisario del Santo Oficio para
acusarse, al haberle dado a su mancebo “hierbas de bien querer”, disimuladas en la
bebida del cacao. Su ansiedad era tan grande que le proporcionó una pócima durante
dos días, lo cual hizo que el pobre hombre tuviera tales “extremos de amor”, que ella
misma comenzó a sentirse aterrorizada. De inmediato, Isabel le rogó al indio que le
había dado las hierbas y que servía en la casa como mayordomo y cocinero, que le ayudara
a revertir el hechizo. Solo deseaba que “nunca la dejase”, pero no aquellos extremos
de amor. Los efectos producidos fueron tan inesperados que se arrepintió de sus propios
deseos. Se vio obligada a amenazar al indio, diciéndole que si no le ayudaba a revertir
el hechizo, lo acusaría con el clérigo Miguel Ortiz de Arias, quien era su amo.23 Muy probablemente el pobre mancebo perdió la razón por varios días o quizá de manera
permanente. Eso nunca lo sabremos.
El menstruo no es el único objeto mágico que viajó desde tierras lejanas a las Américas.
Clara, una india de Ocosingo, recomendaba flores, que eran clasificadas por “machos
y hembras” para el bien querer. Las flores se debían echar en agua para que se abrieran,
pero al momento de sacarlas, se volvían a cerrar.24 Podría referirse a la rosa de Jericó (Anastatica hierochuntica) que nace en Arabia, Palestina, Egipto y regiones circundantes al Mar Rojo, o a la
doradilla (Selaginella lepidophylla), planta que crece en Chihuahua y el norte de América.25 No lo sabremos con precisión.
Ya hemos señalado que las españolas, moriscas, mulatas y esclavas trajeron a Nueva
España y Cartagena de Indias objetos preciados, como las hierbas y amuletos. Pero
hay que aclarar que también trasladaron bienes inmateriales: oraciones y conjuros
mágicos (el de santa Marta, la carta de tocar o el bien querer, entre otros) (Campos 2012, 415, 423-242; Díaz 2020, 64-64; Quezada 2010, 352-353). Existe una Santa Martha Buena y otra Santa Martha La mala. En ambos casos se lee
una oración, que distan entre sí. La primera se utiliza para pacificar al varón y
la segunda para atraer su amor. En cierta forma, expresan la posición femenina de
controlar y detener la violencia o controlar y atraer el amor de un varón (Quezada 2010, 353). Como señala Díaz Burgo, no existe una diferencia clara entre oraciones o conjuros,
pero más allá de esto, deben invocar a figuras paganas y santos católicos “para crear
un espacio que permitiera recuperar, atraer y ligar, o todo lo contrario, a las persona
a quien estaba dirigida” (Díaz 2020, 128). Podemos imaginar que estos últimos viajaron celosamente resguardados por la tradición
oral de las mujeres, y quizá algunos hasta en versiones manuscritas ocultas.
Gracias a los procesos inquisitoriales de distintos pueblos, ciudades y virreinatos
es posible rastrear las adaptaciones de las pócimas de amor.26 En ocasiones se recurrió a un sucedáneo, y en otras, se desplazaron algunos de sus
componentes por otros nuevos y más poderosos. Tal es el caso del remedio de las avellanas
que solía prepararse para amansar a un tercero. De acuerdo con el análisis de Ana
María Díaz Burgo, las mujeres marcaban la Santa Cruz en la avellana con sangre extraída
de los dedos, mientras que doña Lorenza de Acereto, proveniente de Cartagena de Indias
y acusada de hechicería en 1610, señaló utilizar un poco de su sangre del mes, sin
especificar en qué momento de la preparación ni con qué fin lo hacía (Díaz 2020, 68, 140-141). Es claro que ella dominaba la hechicería y sabía que su menstruo tenía un poder
sexual insuperable para amansar la furia de su marido. Otra referencia interesante
se desarrolla en Sinaloa, donde fue delatado Juan de Llanes por llevar dentro de su
sombrero una figurilla para “alcançar mujeres”.27 Es probable que las figurillas respondiesen a una tradición que había venido de otro
lugar.
El corazón como amuleto, de acuerdo con Celene García Ávila, fue uno de los tantos
objetos preciados en la hechicería sexual. Muy probablemente era una práctica de procedencia
hispánica, aunque la autora deja abierta la posibilidad de que existiera algún paralelismo
con el valor simbólico del corazón en el mundo mesoamericano. Esta relación me parece
menos evidente que la anterior. Los corazones-amuleto eran elaborados con cera blanca
o provenían de algún animal (pollo, pájaro, carnero o vaca); se revestían en tela
y listones anudados, y procedían del mundo hispánico (García 2009, 52). El corazón de cera se traía en un brazo, mientras que los corazones de animales
se cocinaban o quemaban.
También se utilizaron plantas que, si bien no eran alucinógenas, sí tenían una acción
destacada en el cuerpo y gozaban de una importancia ritual y simbólica en las culturas
indígenas, como el chocolate. El chocolate se convirtió en un ingrediente indispensable
en las pócimas de amor, como hemos visto en muchos de los ejemplos acá expuestos.
Su consumo era altamente apreciado; se le atribuía la capacidad de fortalecer el cuerpo.
Era un excipiente, pero, sobre todo, preserva una historia inmanente. Catalina Antonia
de Rojas, mujer española de veinticinco años de edad, casada con Cosme de Farías,
“tratante de indios”, hizo una declaración en 1626, en San Fernando de Campeche,28 porque había llamado a una india para consultarle sobe magia amorosa. Catalina, a
pesar de estar casada, estaba en tratos con un “hombre”, el cual era responsable de
sus inseguridades. Se sentía sumamente celosa, al mantener este citas con otra mujer.
En sus declaraciones ante el comisario del Santo Oficio, Catalina dejó en claro su
carácter posesivo, pues solo quería para sí la atención de su enamorado. Sin embargo,
ella ocultó en el relato mucha información a los señores inquisidores. Nunca esclareció
qué tipo de hechizos le dio la india. Únicamente señaló que le hizo saber que el hombre
(del cual nunca dice su nombre) no tuvo sueño la noche que le aplicó el hechizo por
estar en vela pensando en ella. Días después, Catalina comprobó que sí había resultado
el artificio: el hombre asistió a una fiesta en la que le hizo saber sus deseos. El
hechizo fue tan poderoso que, por boca del hombre, supo que la mujer con la que había
tenido tratos se había transformado en sus sueños en el mismísimo “diablo”. Pero los
deseos de Catalina no pararon ahí, continuó explorando otros procedimientos mágicos.
Por ejemplo, está convencida en el poder de las palabras. Palabras que deben leerse
en determinada forma y en momentos y lugares específicos del día para que surtan efecto;
son palabras que deben repetirse monótonamente. Recordemos que la magia no solo se
basaba en la confección de amuletos o pócimas de amor, también utilizaba los nombres
de las personas y oraciones específicas. Catalina subrepticiamente le hacía llegar
a su amante cartas y tabletillas de chocolate, entreverando ciertos vocablos con fines
amatorios, que decían “ande perdido y llore por mí”. Es claro que el chocolate es
un regalo preciado, pero también tiene una función simbólica que no se clarifica por
completo. Las cartas no son simples palabras. En su afán de mantener a su amante,
Catalina buscó a otras hechiceras, hasta que llegó con una mulata que conocía ciertas
hierbas que podían lograr que el hombre ya no quisiera salir de su casa. La mulata
le hizo saber que podía hacerle el bien, pero también el mal a través de ciertos conjuros
y procedimientos con la ropa del susodicho amante.29
En Sinaloa, Juana Quintero denunció a su madre Constança Albarez porque, además de
darle a su marido varias veces “unos gusanitos y crestas de cuervo en polvo” con el
propósito de quitarle la braveza, sabía preparar una receta con ciertas raíces que
debían ponerse en los cabellos de los hombres para que se perdieran de amor por las
mujeres.30 Además, conocía el uso de una hierba para atraer a una pareja. Isabel Sánchez se
denunció a sí misma, al experimentar una vez con dicha hierba, la cual “mascó y la
tiró o la echó o arrojó con los labios a cierto hombre”.31