El Dr. Luis Antonio Velasco Guzmán es profesor titular del área de Filosofía Moderna
en la Facultad de Estudios Superiores Acatlán de la Universidad Nacional Autónoma
de México, donde se ha desempeñado como docente desde hace 29 años. Sus estudios incluyen
varios ensayos y artículos especializados sobre Aristófanes, Machiavelli, Descartes,
Rousseau, Locke, Leibniz, Kant, Hegel y Nietzsche. Participa en varios seminarios
de investigación de la UNAM, entre los que se encuentra el de “Filosofía política”
de la FES Acatlán, el de “Poéticas y pensamiento” del Centro Peninsular en Humanidades
y Ciencias Sociales (CEPHCIS) y el de “Metafísica e historia de la filosofía” del
Instituto de Investigaciones Filosóficas (IIFs), así como en el de la Cátedra Leibniz
de la Universidad de Granada, España, y, actualmente, dirige el de “Filosofía moderna”
de la FES Acatlán. En 2018, recibió la Medalla al Mérito Universitario, otorgada por
la UNAM. Durante el periodo 2015-2022 ha sido Consejero Académico de la UNAM en el
Área de las Humanidades y de las Artes, y desde 2015, es miembro del Sistema Nacional
de Investigadores del Conacyt, México.
La entrevista que aquí presentamos es fruto un lento diálogo epistolar que mantuvimos
en tiempos de pandemia, desde el 10 de febrero de 2021 hasta el 25 de abril de 2022.
Como profesor en la FES Acatlán, te has ocupado en tus cursos muchas veces de enseñar
el pensamiento de Rousseau. Sin embargo, sé que tu interés en su filosofía es muy
profundo y está alimentado no solo por tu tarea docente. Cada vez que hemos hablado
de Rousseau, he tenido la impresión de que tienes un vínculo con él que va más allá
de lo estrictamente profesional; un vínculo, si se quiere, personal. Me gustaría conocer
por qué te interesa Rousseau.
Esta que haces ahora, como punto de partida, es una pregunta muy íntima. Y lo es porque
con ella me obligas a buscar en mi memoria y a extraer de mi conciencia tanto las
razones como las implicaciones de mi acercamiento a la filosofía en general, y al
pensamiento de Rousseau en particular. Y, como siempre, en estos casos donde la dificultad
es ineludible, hay dos tipos de respuesta: la breve y la extensa. Voy a comenzar con
la segunda.
En mi opinión, muchas personas, debido a sus respectivas profesiones, llegan a tocar
al menos una o dos veces en su vida a Rousseau: los que estudian derecho, por fuerza;
los de las artes, por necesidad; los que estudian la sociedad, incluidas la economía
y la historia, por razones genealógicas; los que estudian filosofía, por cuestiones
fundamentales -o al menos algunos así lo asumen-; los de literatura, por su genuino
interés hacia la belleza del lenguaje; los de música, por una fallida razón anticuaria;
los de biología, por sus observaciones sobre lo que habrá de considerarse como el
amanecer de la botánica moderna; los de ciencias de la educación, por su supuesta
propuesta pedagógica, y así indefinidamente, por un número indeterminado de razones
por las que los fundadores de las distintas disciplinas profesionalizantes consideraron
que era menester incluir en su currícula de estudio algún tema o alguna obra de Rousseau,
tras lo cual, varias generaciones de profesionales han tenido la fortuna de encontrarse
frente a Rousseau o ante alguno de sus problemas. Como bien sabes, los encuentros
de los jóvenes que cursan sus estudios profesionales son, la mayoría de las veces,
superficiales y, por no encontrar mejor término para expresar esta situación ex officio, infructuosos. Digamos que esta es la historia general externa, mecánica, de cómo
nos encontramos frente a Rousseau en tanto estudiantes de una profesión alguna vez
en nuestra vida.
Considero, por otra parte, que también existe otra razón general, más bien interna,
que explica inconscientemente nuestra cercanía y, en ocasiones, contacto con Rousseau.
Se trata de nuestra comprensión de nosotros mismos como individuos libres, como sujetos
cuya determinación esencial es nuestra libertad; se trata de esa concepción garante
con la que nos aceptamos a nosotros mismos como seres humanos en su más elevada acepción
y sobre la que descansan todas las legítimas comprensiones con las que el hombre moderno
se entiende a sí y a los otros, a saber: que en última instancia y por principio de
cuentas somos libres, sujetos de libertad, individuos modernos, hombres y mujeres
cuya especificidad radica en su autonomía -de aquí la justificación y necesidad de
todos los movimientos sociales que buscan refrendar en alguna de sus aristas esta
noción. En qué consiste la libertad y cómo es posible poner en acto esta atribución
del ser humano, ya son preguntas que no tienen que ver con el desarrollo de esta respuesta,
pero lo que quiero mostrar por ahora son las dos vías con las que inicialmente y de facto nos encontramos ante la posibilidad de entender la importancia de Rousseau en nuestra
comprensión de nosotros mismos como individuos libres y como seres sociales a la vez.
Evidentemente, aunque estoy generalizando en esta doble caracterización con la cual
me imagino que cualquiera que ha transitado por alguna universidad puede tener ante
sí el pensamiento de Rousseau (aunque espero que haya quedado lo suficientemente claro
que en este par de eventos no es que nosotros lleguemos a Rousseau, sino que Rousseau
llega a nosotros), reitero, sea por la formación profesional o por lo que algunos
humanistas han gustado en llamar “la educación estética del género humano” -educación
esta tanto más amplia cuanto más intangible aún que la de la formación profesional-
resulta inobjetable que Rousseau nos constituye de la manera más profunda y fundamental,
aunque no siempre tengamos conocimiento de eso. Lamentablemente, ninguna de las dos
vías de mi esquema con el cual se evidencia nuestra constitución rousseauniana conducen
a un acercamiento de fondo, ni mucho menos, a un entendimiento explícito de en qué
medida nos debemos, en tanto integrantes del género humano, a Rousseau. Ni la formación
profesionalizante ni el mero aceptarme como un ser cuya excepcionalidad es la libertad
conducen mecánicamente a entender por qué es importante Rousseau -que, dicho sin reservas,
considero que estas son las dos vías que paradójicamente a lo que acabo de afirmar,
me orillaron a interesarme por Rousseau. Trataré de explicar esto último a continuación.
Tal como la mayoría de la gente, durante mucho tiempo viví sin haber meditado la relevancia
de la exhortación rousseauniana a pensarnos -y consecuentemente, a profundizar- y
a llevar hasta sus últimas consecuencias la excepcional, difícil y compleja tarea
de entendernos como seres libres. ¿Que si ya me encuentro en esta complicada situación
(complicada por su grado de conciencia y por su necesario alejamiento de los prejuicios
académicos e ilustrados que rigen nuestro mundo)? Espero que sí, lo cual, claro, dista
de ser fácil de mostrar. ¿Cómo llegué a este momento y cuáles son las posibles razones
de su puesta en acto? Esta es la pregunta que intentaré responder en lo que resta
de este intento por tratar de iluminar un poco el camino que personalmente tuve que
andar para develar a un Rousseau no solo relevante para y por la academia, sino, sobre
todo, en un sentido profundamente personal.
Para dar paso al episodio donde cada uno tiene hipotéticamente la oportunidad de echar
a un lado los prejuicios imperantes y los dogmas estatificadores con los que nos movemos
en la cotidianidad de nuestra realidad (por ejemplo, sobre lo que es el hombre, lo
que es la ley, o sobre cómo es posible la vida social, etc.), es necesario, al menos,
percatarnos con cierta claridad de dichos prejuicios. Para nuestra fortuna, Rousseau
es el pensador idóneo para esclarecer muchos de los prejuicios sobre los que descansan
las bases teóricas de nuestras comprensiones sobre el ser humano y la sociedad contemporáneas.
Lo malo de esto es que Rousseau no es un autor que nos haga fácil la tarea de desentrañar
sus verdades más importantes. David Hume decía que para entender a Rousseau, primero
tenía que tranquilizar su exaltado espíritu debido a la belleza de su lenguaje y a
la manera tan natural de exhibir esos giros de pensamientos, tras de los cuales era
impensable no quedar en estado de éxtasis, por lo cual, el único antídoto que había
encontrado el filósofo inglés era el de obligarse paulatinamente a reflexionar sobre
cada problema separándolo de la belleza del lenguaje rousseauniano. Quien ha leído
con cierta calma a Rousseau sabrá que David Hume no está exagerando sobre la musicalidad
del estilo y lo sublime del pensamiento de Rousseau. Este es un autor que, así como
Sócrates concibiéndose a sí mismo como el tábano de Atenas, se concibe a sí mismo
como el tábano del mundo ilustrado en su totalidad -evidentemente, un mundo en expansión,
en proceso constante, con el que pretende ampliar los límites de la empresa socrática
hacia los de la globalización en la Ilustración, problema que va a llamar la atención,
por ejemplo, del más famoso de sus primeros lectores: Kant.
La peculiar manera, excepcional hasta donde alcanzo a ver, con la que Rousseau expone
los prejuicios con los que se ha constituido la historia de la humanidad, retumban
a lo largo y ancho de su obra mediante una sagacidad única y un tino envidiable. Su
exposición aporética de los problemas más acuciantes para la comprensión del ser humano
es el cebo con el que algunos de los lectores de Rousseau que yo conozco, de otras
épocas y de la nuestra, incluido yo mismo, hemos sido atrapados tanto por su belleza
inigualable de lenguaje como por su insondable profundidad sobre los diversos problemas
a que conduce la reflexión -en palabras de Rousseau- del “más útil de todos los conocimientos
humanos, pero simultáneamente, el más olvidado de todos, a saber: el del hombre.”
Para mi buena fortuna, yo me encontré de frente con este pensamiento en un seminario
de filosofía política a la mitad de mi carrera profesional, justo en la FES Acatlán
de la UNAM que acabas de mencionar y donde ahora pertenezco como profesor. Debo admitir
que antes de esa memorable ocasión, no lo conocía. Por supuesto, sabía de él, sabía
de su importancia, colateral o quizás mítica, de su relación con los movimientos de
independencia en toda América, pero, más allá del adoctrinamiento de la educación
media y media superior de los subsistemas educativos a los que acudí en su momento,
nada. Y nada es nada. Recuerdo que la primera vez que enfrenté esta idea rousseauniana
me dejó perplejo, paralizado, pues me parecía tan verdadera por un lado (tan verdadera
como que continúan en nuestros días las críticas a las humanidades por su inutilidad
para resolver problemas prácticos reales del mundo social), como particularmente penosa
por otro (ya que, efectivamente, tenía la impresión de que al ser humano no le interesaba
tener conocimiento de sí mismo), y se sobrentendía un olvido radical del hombre. Esta
sensación, inédita en ese lejano momento, no me era en absoluto grata ni en mis épocas
de adolescencia ni ahora en mis años de madurez -decimos ahora “madurez”, por supuesto.
Como ves, la razón que me llevó a interesarme en Rousseau fue una sensación de desagrado
que me ofreció la experiencia del olvido en el que se encuentra el ser humano por
la apatía de nuestras propias capacidades. Este malestar se implantó en mi pensamiento
tras escuchar la primera idea del Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres, publicación con la que, a pesar de no haber ganado el premio de la Academia, le
otorgó a Rousseau fama mundial -siendo precisamente este, el libro donde se encuentra
contenida “la idea de Rousseau”-. Hasta aquí mi respuesta larga.
La breve, en cambio, la puedo suscribir reconociendo la fortuna que he tenido a lo
largo de toda mi vida académica, siendo receptor, inicialmente -y partícipe, posteriormente-,
del propio proyecto ilustrado; un proyecto del que Rousseau formaba parte y, del que
a la vez, era uno de sus más feroces críticos. Como receptor del proyecto ilustrado
puedo afirmar con profunda gratitud, que me debo a todos mis maestros, a todos mis
tutores, a todos mis interlocutores; no hay uno en toda mi vida que no haya sido generoso
conmigo, desde mi maestra de quinto grado de primaria, Abigaíl Buitrón, quien nos
hizo jurar solemnemente que leeríamos a Homero antes de haber acabado la secundaria
-promesa que cumplí, por supuesto, más por refrendar la palabra dada que por imaginarme
el bien que me estaba haciendo al leer la épica antigua-, hasta mi amigo Antonio Marino
con quien leí a Rousseau por primera vez, justo en los términos en los que lo acabo
de explicar en la primera respuesta y cuyo diálogo filosófico continúa, para fortuna
de ambos, al día de hoy.
Entre estos dos maestros por antonomasia, me parece que se suceden cientos de ellos
muy buenos, unos muy famosos, otros más bien ecuánimes, unos profundos y otros divertidos,
unos a sabiendas de lo que estaban haciendo mientras que otros sin saber el bien que
nos hacían, y entre esta fortuna procesual de personas dedicadas a la enseñanza y
al pensamiento, destacan los interlocutores: unos amigos de antaño y otros conocidos
recientes. Entre este último grupo, el de los interlocutores, puedo destacar la otra
manera en la que la fortuna me confió los mejores espacios institucionales en México
para escuchar y conocer a los más inteligentes lectores de Rousseau y la Ilustración
-sea esta la francesa, la inglesa o la alemana- con quienes he tenido el privilegio
de conversar y escuchar sus interpretaciones de la filosofía y el pensamiento del
ginebrino: el Grupo de Filosofía Moderna y Contemporánea de la Universidad Autónoma
de Ciudad Juárez, el del Seminario de Metafísica, Epistemología e Historia de la Filosofía
Moderna del Instituto de Investigaciones Filosóficas de la UNAM, y el Seminario Poéticas
y Pensamiento del Centro Peninsular en Humanidades y Ciencias Sociales en Mérida.
Estos son los pilares sobre los que se sostiene mi desarrollo reflexivo -no solo sobre
Rousseau, ¡por supuesto!- pues en gran medida han sido los espacios en los que he
logrado también ser escuchado y donde amistosamente las más de las veces sus integrantes
han enmendado mis apreciaciones sobre “el más sociable y amante de los humanos”.
Claro, en este punto me podrías objetar que con esta descripción es más que evidente
que no hay una razón proyectiva con la que yo esté a la altura de justificar una razón
que me haya decidido inicialmente hacia nada de lo que he narrado como si en todo
esto existiera una cadena causal inobjetable -que a posteriori, sí que la puede haber, tal como la estoy escribiendo ahora, pero a priori, nunca, ¡a no ser que, como Rousseau, ahora yo se lo atribuya a la Providencia! Por
supuesto, acepto gozoso el juicio, tan oscuro como verdadero, de que se debe a la
Providencia el que me haya interesado algún día por Rousseau. Aquí mi respuesta corta.
En esos nudos lógicos que recorren el pensamiento de Rousseau y que señalas, la libertad
aparece siempre con un doble fondo: nos hace seres humanos y a la vez nos complica
en el ser con otros. Hay una tensión, diría, entre la libertad individual y la social.
Eso queda muy claro en Las ensoñaciones del paseante solitario, allí, Rousseau se queja todo el tiempo de cómo su libertad de hacer y decir lo que
piensa es castigada por la sociedad. Está esta idea allí de que decir o hacer según
el ejercicio libre de nuestro pensamiento nos enfrenta inexorablemente con los otros.
Eso me llevó a pensar ese ejercicio de libertad en relación con la verdad, o con nuestra
verdad: si somos fieles a la expresión de las verdades que pensamos en cada momento
de nuestra vida, no podríamos vivir con los otros: seríamos despiadados. Es un juego
arriesgado que el mismo Rousseau jugó con las consecuencias conocidas. Entonces, ¿cómo
ser libres en el contrato social?
La tensión con la que te refieres a tu percepción dual de la libertad en Rousseau
es sumamente afortunada. Me atrevería a añadir al uso del concepto de “tensión” en
tu observación, el calificativo de “esencial” para hacer notar con dicha caracterización
que la libertad para Rousseau es un problema no filosófico, esto es, académico -como
en general se entiende erróneamente en nuestros días-, sino vital, para entender la
naturaleza humana y sus mundos posibles (me refiero a los diversos mundos de la cultura
en su sentido amplio), tales como el de la política, el del arte, el de las academias,
el de “la religión civil” -como le llamará en un par de sus obras dedicadas al problema
político- el de la vida contemplativa e, inclusive, el de la intimidad individual,
en el que un individuo en este último mundo, el de la intimidad más profunda de su
propia existencia, puede encontrar una causa de sí en un dios rotundamente desinteresado
del género humano. Y si no de todo el género humano, al menos del autor Jean-Jacques
Rousseau /según nos lo deja ver en uno de los episodios más íntimos de sus Confesiones con ocasión de haber concluido su Emilio-. O, en su defecto, si no en un dios, en una Providencia hasta cierto punto caprichosa,
que le permite al individuo humano reconocer que lo único que le pertenece, lo único
que le ilumina y a la vez le oscurece, es la libertad.
Concuerdo contigo en que Rousseau entiende la libertad como una tensión esencial que
ilumina ciertos matices de la naturaleza humana nunca antes vistos (razón por la que
algunos autores contemporáneos como Voltaire o Diderot tratarán de no tomarle en serio),
a la vez que este esfuerzo con resultados inéditos le permite sondear la profundidad
de la libertad de forma tal que sus acercamientos no tendrán que ver con los argumentos
sofisticados basados en “situaciones hipotéticas” desde las cuales los pensadores
políticos modernos (especialmente Hobbes y Locke) han venido proponiendo sus falsas
teorías (como la del estado de naturaleza en cada uno de ellos, con sus respectivas
implicaciones), supuestamente innovadoras, sobre la libertad humana y el nuevo régimen.
He aquí la dificultad dual que tiene que resolver Rousseau. La pregunta que me parece
que debemos plantearnos ante el problema de la libertad humana y su realización en
el Estado no es solo en qué consiste esta tensión, sino en si es realmente posible
resolverla -como varios pensadores modernos y posmodernos han pretendido hacerlo.
Por supuesto, se trata de una idea compleja, como para varias conversaciones, pero
quizás aquí nos convenga hacer una declaratoria inicial sobre este problema y tratar
de ajustar la respuesta a una visión holística que incluya la versión tanto del mundo
individual como la del mundo político presente en las versiones gemelas del Contrato social y del Emilio o la educación, para iluminar la tensión esencial rousseauniana de la que hablamos. Estas dos obras
son, sin lugar a duda, los libros en los cuales Rousseau se pronuncia más ampliamente
sobre el problema de la libertad. Se trata de un par original de esferas de lo humano,
la de lo público o político y la de lo privado o individual. En mi opinión no es azaroso
que estas dos magníficas obras hayan visto la luz una después de la otra. Recordemos:
el Contrato social apareció el 15 de mayo de 1762 mientras que Emilio siguió el ejemplo de aquel siete días después, esto es, el 22 de mayo de ese mismo
año (¡qué locura!, ¿no te parece?). Esto quiere decir que Rousseau estaba redactando
ambas obras simultáneamente, por tanto tenía ante sí el mismo problema desde dos frentes,
o como yo le he llamado, la versión dual, gemela y natural, del problema de la libertad,
desde dos esferas, tanto en el ámbito individual como en el colectivo.
El hecho de que encontremos posiciones tan opuestas sobre la libertad en una y otra
obra no se debe a la usual crítica consabida de que Rousseau es un autor súper contradictorio
(que, por cierto, nadie puede defenderlo de esa crítica en lo superficial de la exposición
de su pensamiento), sino a que el problema que está abordando solo puede entenderse
cabalmente mientras se tienen ante sí las dos esferas antagónicas por razones metodológicas,
mas no por razones esenciales de la naturaleza del problema en cuestión. La libertad
puede tener básicamente dos versiones de su verdad y no por ello es necesario cancelar
radicalmente uno de los medios a través de los cuales aquella nos es presentada. La
libertad efectiva -dirá Hegel, en su obra de 1807, apropiándose en parte de la dual
exposición rousseauniana en tensión- encuentra el medio de su realización en la cancelación,
superación y apropiación de los elementos (subjetivo, objetivo y absoluto) de su realidad,
esto es, en la apropiación dialéctica (y tú lo has dicho muy bien trayendo a colación
la noción de “tensión” en tu aproximación del problema), de la realización de la idea
de libertad en la autoconciencia de sí que se sabe libre, no en su individualidad,
sino en la “eticidad”. Hegel, siguiendo a Rousseau en una lectura análoga a la que
estoy sugiriendo, ve la posibilidad efectiva de la libertad en su versión sistémica
de las partes aparentemente contradictorias con las que el movimiento interno de la
autoconciencia en la búsqueda de su realización efectiva (esto es, verdadera), ve
el episodio de la libertad individual, subjetiva, como un momento a ser superado dadas
las circunstancias existenciales insostenibles en las que se encuentra por verse impedida
de continuar con el desarrollo de sí misma debido a su versión individualista de la
libertad. De aquí la necesidad de transitar de una esfera a la otra dependiendo de
la experiencia en la que se encuentre el individuo (la autoconciencia, en la versión
hegeliana, y el hombre, en la versión rousseauniana) en relación consigo mismo, en
primera instancia, o en una segunda instancia, en un estado político en relación con
la ley y con las voluntades de los otros.
A mi parecer, la versión dual de la libertad es más congruente con las experiencias
esencialmente contradictorias que tenemos de este problema. La versión integradora
está más alineada a una versión sistémica, quizás improbable, incluso hasta naïve,
de la realización efectiva de la libertad. Rousseau es superior a Hegel en este sentido
porque no cree como este que el problema de la libertad es un problema que se puede
resolver en el ámbito de la teoría, ni de la teoría política ni de la teoría psicológica.
Para Rousseau, la libertad del ser humano es una aporía y conduce a perplejidades
insalvables tanto en la perspectiva intimista del ser humano como en la perspectiva
externalista del derecho y la ley -a la que te referías con la cuestión del contrato
social.
Para aclarar un poco más lo que intento decir pondré un ejemplo basado en la nada
vulgar retórica de Rousseau. Nada más fundamental para exhibir la naturaleza dual
de la libertad en el pensamiento de Rousseau que las expresiones con las que abre
cada uno de los trabajos gemelos a los que me referí arriba. Al principio de la publicación
del 15 de mayo escuchamos la bellísima y muy famosa construcción siguiente: “El hombre
ha nacido libre, y, sin embargo, vive en todas partes entre cadenas”; mientras que
la del 22 de mayo nos increpa determinantemente con la no menos sublime ni sofisticada
aseveración de: “Todo es bueno en tanto abandona las manos del Autor de las cosas;
todo degenera, en cambio, en las manos del hombre.” Como resulta evidente al reflexionar
un poco en cada una de estas dos afirmaciones relacionadas -una, con una aporética
comprensión de la libertad, y otra, con una caracterización aparentemente aceptable
de la bondad natural de las cosas-, es hasta cierto punto necesario aceptar la situación
a la que apunta cada una. Mientras que, por otro lado, a pesar de la incongruencia
de la afirmación sobre la libertad y de la ambigüedad de la enunciación sobre la bondad,
no es nada fácil apreciar las dificultades intrínsecas de la verdad de cada una de
estas interesantes construcciones rousseaunianas. Tanto una construcción como la otra
están tan finamente hilvanadas que resulta complicadísimo no dejarse llevar por su
belleza de lenguaje y su correspondiente giro semántico. Esta es la principal característica
de la escritura rousseauniana, y muy difícil es para un lector percibir la falsedad
intrínseca, parcial o total, de sus afirmaciones categóricas -como estas dos que acabo
de referir. O todavía peor, aun en el caso en el que su lector se percate de la falsedad
de su afirmación, no es del todo claro que pueda salir de su perplejidad para oponerse
al afluente de la retórica de Rousseau. Trataré de explicar la perplejidad a la que
me orilla cada una de estas afirmaciones de Rousseau para iluminar en qué sentido
nuestro autor está pensando la tensión de la libertad humana tanto en su experiencia
individual como en su experiencia colectiva.
Para tratar de explicar esta idea, retomo con mucho gusto tu muy elocuente planteamiento
del problema: dijiste que en las Ensoñaciones está la idea de que decir o hacer según el ejercicio libre de nuestro pensamiento
nos enfrenta inexorablemente con los otros. Y, además, añadiste que eso te llevó a
pensar en el ejercicio de la verdad o, por lo menos, en el ejercicio de nuestra verdad,
explicando que si somos fieles a la expresión de las verdades que pensamos en cada
momento de nuestra vida, no podríamos vivir con los otros, pues como tú lo indicas
con esa peculiar precisión que te caracteriza, seríamos despiadados. Nada más certero
que esa expresión en Rousseau. Me hiciste recordar el famoso motto con el que Rousseau decide interpelarse a sí mismo, el de: Vitam impendere vero, que puede traducirse, pese a perder la fuerza de la construcción latina, mediante
la castellana de “una vida dedicada a la verdad”. Efectivamente, para Rousseau no
hay medias tintas en lo que toca a la verdad, a su verdad. Aunque esto implique que
quede absolutamente solo dentro del mundo (lo cual es una imagen profundamente congruente
con sus Ensoñaciones, como seguramente concordarás con mi apreciación). Y, sin embargo, esta profunda
soledad -natural a su propio impulso- derivada de su verdad, termina por aislarle
(él ocupa el término de “proscribirle”) definitivamente de la sociedad, que es precisamente
el problema del que pretende poseer una salida con el Contrato social. Aquí, me permito recordar, a modo de dato que nos ofrece el propio autor, que entre
el par de obras que he llamado “gemelas” por su gestación, Emilio y Contrato social, es la que trata sobre la educación a la que Rousseau llamó “su gran libro”. Esto
es significativo a la hora de tomar en cuenta los dos pilares con los que la tradición
ha asumido la importancia de Rousseau, pues al parecer, el propio autor ha dejado
en claro cuál es la obra más importante; quizás, la más verdadera.
Si esta hipótesis es correcta, me atrevo a proponer que tendríamos que leer el Contrato social tal como normalmente se lee el Emilio, y viceversa. Seguro estás pensando que estoy jugando, pero con Rousseau nada es
más serio que el juego -como en el propio Emilio se deja en claro. Si no fuera esto así, ¿por qué, en general, somos más propensos
a la seriedad cuando hablamos del contrato social y, correspondientemente, más proclives
a lo lúdico cuando nos referimos a la educación? En mi opinión, el mundo ha leído
con la clave equivocada el problema fundamental en Rousseau, pues basta con que imaginemos
lo que podría suceder si los interesados en la fundación de una sociedad (basada en
el contrato social, por ejemplo) le otorgaran la seriedad debida a la educación. Y,
al contrario, si tuviésemos a la vista una sociedad ejemplar que desde sus cimientos
tomara en cuenta la educación del género humano como la actividad más elevada e importante
para su desarrollo. Lo que seguramente tendríamos ante nuestros ojos es la relevancia
de la educación por sobre los estatutos y no como actualmente vivimos, esto es, con
estatutos que no entendemos ni deseamos ni seguimos. Me parece que esto explica por
qué siempre que hablamos del Contrato social o lo estudiamos, nos encontramos ante una paradoja vivencial que solo a través de
la fe en el nuevo evangelio (i. e., los argumentos del contrato social y su nuevo
Dios, la voluntad general), es posible superar, pero solo a través de esta fe, es
decir, en la fe de un individuo que deja su individualidad para pasar a ser una comunidad.
Sin embargo, podemos separarnos de esta creencia, o al menos, podemos ponerla en tela
de juicio, cuando percibimos que esta “superación” es sumamente artificial, esto es,
que la fe que haría propicia la cancelación de un individuo concreto para darle vida
a una comunidad abstracta no es suficientemente sólida como para aceptar al nuevo
Dios o voluntad general. Como ves, las paradojas de Rousseau muestran verdades vivenciales
tan profundas que el solo hecho de encontrarnos por primera vez con alguna de ellas,
nos exige dejar a un lado la fe y dedicarnos a la vivencia de su verdad -aunque como
bien lo anticipas en tu pregunta, nos arroje a una soledad total. Definitivamente,
Rousseau exige determinación y un tipo de valentía para vivir la verdad.
Una divertida solución a estas aporías continuas y fascinantes (porque marcan el límite
y, al mismo tiempo, la expansión del problema que tratan) la ofrece el mismo Rousseau,
creo que en el Ensayo sobre el origen de las lenguas. En un momento dice: “todo esto es verdad con salvedades”. Es una maravillosa definición
de la verdad que me lleva, a su vez, a una cuestión que sé te interesa especialmente
y es la de la autobiografía en filosofía. Me lleva ahí porque es en las autobiografías
de Rousseau donde el relato de la propia vida topa con los límites de la verdad y
de la ficción. Alguna vez te escuché decir que para vos la filosofía es esencialmente
autobiográfica y no dudo que tu profundo conocimiento de Rousseau te guiara en esta
idea. Pero no solo él. Me gustaría, para concluir este diálogo, que me contaras más
en detalle cómo surge y por qué esta convicción de que la filosofía es de condición
autobiográfica.
Perdona que me haya quedado paralizado por un tiempo en contestarte, pero evitaba
con ello responder alguna simplicidad evidentemente parcial sobre un problema tan
complejo como lo es el de la comprensión autobiográfica de la filosofía. Pero es que
tu manera característica de interpelar (esto es, poniendo en dos o tres enunciaciones
de una manera aparentemente sencilla algún problema por demás complejo, con la profundidad
inmejorable para empezar a sopesar verdaderamente el problema), me ha exigido reflexionar
sobre la madurez de alguna de las posibles vías que avizoro a fin de responder, al
menos ordenadamente, la importantísima cuestión que propones. Además, en este silencio
un tanto dramático, me vino a la mente el famoso episodio platónico del Simposio donde el personaje Sócrates se dirige bien acicaladito a la fiesta de Agatón, quien
venció en la Panatenea con su obra dramática, y está festejando su victoria con la crème de la crème de Atenas en su casa, etc., y pensé que si fuera un poeta-filósofo de la talla de
Platón, me inventaría ahora mismo una escena donde mi personaje cayera en un estado
catatónico por razón de que mi daimon se me hubiese hecho presente antes de cruzar el umbral de nuestra entrevista para
darme pistas y ayudarme a ver si lo que pretendo responder es la vía verdadera del
problema y saber si debo seguir o si debo detenerme. Y aunque esta imagen parezca
fuera de lugar, me atrevo a sugerir que la propia figura socrática no está nada fuera
de lugar para ofrecer algunas luces que aclaren el problema de la filosofía como autobiografía.
Efectivamente, fue el personaje Sócrates quien en su defensa pública de la filosofía
ante el jurado ateniense tomó la palabra para explicar en qué sentido comenzó su vida
filosófica y en qué sentido merece defenderla. Si recordamos el diálogo platónico
de la Apología de Sócrates, en un giro importante de su desarrollo, el personaje que encarna la filosofía narra
la historia de que un amigo suyo fue quien, habiendo visitado Delfos, se presentó
sorpresivamente en su casa para informarle que el dios había “señalado” que “no había
mortal más sabio que Sócrates”, a lo que Sócrates cuestionó de inmediato la verdad
del dictum divino por parecerle lo más extraño del mundo dado que, por el contrario, él se sabía el
más ignorante de los mortales. Pero añadía al relato de su vida ante el jurado que,
después de esa manifestación del dios y por parecerle muy lejana la caracterización
que le otorgaba Apolo, se dedicó rotundamente a buscar la verdad de esa expresión
del dios, pues en la inmediatez del dictum no la entendía de ninguna manera, a menos que, como el Sócrates platónico lo postula
tentativamente, la sabiduría de la que habla el dios consista en la consciencia de
su propia ignorancia, mientras que la opinión del vulgo es contraria a su certeza,
en el sentido de que los demás mortales creen que saben algo cuando en realidad no
lo saben.
En el punto de partida se evidencia no solo la constitución de lo que la tradición
filosófica ha reconocido como la docta ignorantia socrática, sino también su carácter esencialmente impío: el verdadero filósofo no
cree la verdad que él no ha buscado ni comprobado por sus propios medios, ni siquiera
si es el mismísimo dios quien le está refiriendo al filósofo lo que es. La duda de
Sócrates sobre la inmediatez de la verdad del dictum divino evidencia, por un lado, que el origen de la búsqueda filosófica es esencialmente
impía (porque no cree ni en lo que los propios dioses postulan) y, por otro lado,
que ante el desapego y rechazo esencial de la opinión del dios, del vulgo o del poder
en turno, la búsqueda de la verdad filosófica se manifiesta como una búsqueda de sí
mismo que se origina en la propia acción de la filosofía -normalmente en oposición
directa a los poderes establecidos en su comunidad. Algunos autores como Leo Strauss
vieron en este episodio de la Apología de Sócrates no solo la defensa del individuo Sócrates ante el jurado ateniense que le condenó
a morir finalmente, sino, en primer lugar, al hiperbolizar al personaje Sócrates como
la imagen por antonomasia de la filosofía, vieron cómo la filosofía encarna en el
personaje Sócrates y así, ella misma busca, separándose del mandato de Apolo, la verdad
de sí haciendo de la filosofía la acción más impía para la ciudad. La ciudad, necesariamente,
tendrá que tomar cartas en el asunto y considerando al filósofo como su enemigo más
terrible, habrá de declararle culpable imponiéndole la pena capital.
Resulta especialmente difícil para cualquier estudiante de filosofía de nuestra época,
joven y no tan joven, considerar a Sócrates como un monstruo, es decir, como alguien
que realizó las acciones más bajas para la sociedad que le dio cobijo y, por ende,
digno culpable del castigo mayor. En nuestra época, quienes comienzan a estudiar filosofía
comparten el prejuicio, difícil de erradicar, de que Sócrates no solo es el héroe
de la película, sino que además es un mártir -al decir de Diógenes Laercio en su referencia
cruzada de Aristóteles, quien abandonó Atenas al final de su vida para que esta ciudad
“no peque por segunda vez contra la filosofía”, haciendo alusión a la condena de Sócrates
por el jurado de la misma ciudad que ahora expatriaba al estagirita. En una conversación
como la que tengo ahora contigo, Antonio Marino me abrió los ojos hace apenas un año
(¡a mis cincuenta y tres años!) sobre la peculiaridad de que Sócrates no necesariamente
es alguien de confiar, o sea, que a lo mejor Atenas estaba en lo correcto al condenarlo
a morir, o peor aún, que se tardó demasiado en imponer al filósofo la pena merecida.
Curiosamente, yo mismo me cuento entre los estudiantes de filosofía -no tan jóvenes-
que consideraba a Sócrates un mártir de esta disciplina y el héroe de la película.
En cambio, esta sensación de que la filosofía no es tan buena para la comunidad como
lo piensan, por ejemplo, los acusadores de Sócrates en la Apología platónica o los familiares de los jóvenes que desean estudiar filosofía en nuestros
días, yo ya la había percibido al estudiar -y te aseguro que no lo creerás-, al propio
Rousseau. Claro que es extraño que a pesar de que aceptes que el autor merece la pena
capital como castigo a los males que ha hecho a la sociedad, resulta que estás dispuesto
a develar y estudiar su verdad, es decir, que deseas aprender de tal autor. Lo único
que puede salvar una contradicción tan fuerte es el hecho de que seas escéptico sobre
la bondad que se espera de la comunidad y, por ende, jugar seriamente el papel del
crítico de la sociedad, de la civilización y de sus construcciones de las que estés
más orgullosa, tales como la ciencia, las academias, las artes, la sociedad, la cultura,
etc.
Las Ensoñaciones del paseante solitario indican en su primera página que: “Por tanto, aquí estoy solo en la tierra, sin hermano,
vecino, amigo, ni más sociedad que yo mismo. El más sociable y el más amante de los
humanos ha sido proscrito por un acuerdo unánime.” Ciertamente, resulta difícil quitarle
las capas retóricas y de belleza estilística que este par de construcciones sintácticas
ofrecen a sus lectores para poder acceder a su sentido terrible: ¿los lectores acaso
se han preguntado por qué Rousseau está solo sobre la faz de la tierra y por qué le
han proscrito de la humanidad mediante un acuerdo unánime? Se trata del último libro
que escribió en forma de autobiografía, prefiriendo en su última obra los ensueños
a algún otro género de la autopresentación. ¿No hay acaso un puente entre la tardía
respuesta de Atenas en contra de la figura de Sócrates y la tardía respuesta de Europa
contra lo que representa Rousseau para el género humano? Rousseau proscrito de la
humanidad es un castigo todavía más intenso que Sócrates condenado a beber cicuta
por Atenas. Ambos han sido condenados a pagar sus culpas, mientras que su culpa depende
de la acción de la filosofía ante su comunidad.
Por otra parte, ambas filosofías, la de Sócrates y la de Rousseau, en su búsqueda
por la verdad encontraron la autopresentación de sí como el medio para desarrollar
su filosofía. Ambas filosofías comparten la pregunta esencial de: ¿qué soy yo? Y al
tratar de responderla evidenciaron uno y otro la falsedad de los principios sobre
los que se sostiene la comunidad y lo innecesarios que eran los prejuicios en los
que se cimentaba la sociedad y la civilización de su tiempo. La respuesta de Rousseau
a la pregunta de “qué soy yo” evidencia una filosofía que solo puede cobrar sentido
mediante el género autobiográfico porque no acepta como respuesta sino la que él mismo
descubre mediante sus propios esfuerzos y medios. Y en este sentido, comparte un cierto
socratismo: ambos filósofos son juzgados por la comunidad y ambos son considerados
culpables, el ateniense de impiedad, al no aceptar como prejuicio el señalamiento
apolíneo que le indicaba como el más sabio de los mortales, y el ginebrino al poner
a prueba a Dios cuando concluyó sus Diálogos (“Rousseau juez de Jean Jacques”, 1776). En los Diálogos volvía a la autopresentación de sí y colocaba a su persona como juez y parte en su
intento por conocer en sí mismo el paradigma del hombre. Para entender esto hay que
recordar que cuando Rousseau terminó los Diálogos estaba eufórico al haber concluido su juicio sobre sí mismo e interpeló a Dios: “he
concluido mi obra y es tiempo de saber si me aceptas como parte de tu creación o no”.
Al intentar dejarle las 1,200 hojas de los Diálogos en el altar de Notre Dame, la iglesia se encontraba cerrada y él interpretó este
hecho como la evidencia de que Dios no lo quería ni cerca. Al no ser aceptado el juicio
de Rousseau sobre sí mismo por la divinidad, el ginebrino queda como el único autor
de sí mismo.
Este intento de autoconstrucción cobró nuevos bríos, como todos saben, en sus Confesiones que, emulando a las del obispo de Hipona, trató de “retratar al único hombre pintado
exactamente del natural y en toda su verdad que existe y que probablemente existirá”.
El carácter original de la emulación que Rousseau lleva a cabo en sus Confesiones consiste en que, a diferencia de las de San Agustín, las del autor moderno son confesiones
sin dios. Así, abriríamos paso a una conversación que tenga como eje el advenimiento
del nihilismo en algunas versiones contemporáneas de la filosofía en la que la autobiografía
sigue teniendo un papel central, como son las filosofías de Nietzsche y Heidegger.
Como puedes darte cuenta, la idea de la filosofía como autobiografía, si bien comienza
explícitamente con Sócrates, en toda la tradición patrística (a excepción de San Agustín,
con sus salvedades) y escolástica no puede sustentarse bajo este principio dado que
la respuesta a la respuesta “qué soy yo” está en Dios y no es hasta Descartes que
la filosofía retoma el giro autobiográfico (estoy pensando en esfuerzos como el de
Petrarca, Dante, Bacon y Vico, pero también en el intento kantiano de 1781 o el de
Hegel de 1806). Y desde Sócrates hasta los intentos modernos por desarrollar la filosofía
como autobiografía, el dilema consiste en si rechazar la filosofía por tratarse de
un intento meramente subjetivo por conocerse a sí mismo, algo sin trascendencia o
repercusión en la esfera social o si, a pesar de que la filosofía esté llevando a
cabo su tarea a través de la autobiografía, la sociedad no tiene los oídos o no le
interesa escuchar sus reflexiones, en cuyo caso, se muestra la pobreza espiritual
de una época.
Muchas gracias por permitirme compartir estas reflexiones sobre un autor que pensamos
como central para la comprensión de nuestra realidad y de nosotros mismos.