Introducción
A partir de la revolución francesa y como parte de las ideas de la Ilustración, desde
finales del siglo XVIII la República fue concebida en Europa como dos abstracciones
ficticias: el individuo y la nación. Surge en este contexto el discurso fundacional
del individuo como ciudadano, cimentado en gran medida en la noción de la diferencia,
sea de clase o de género. De este modo, en la concepción de la nación es posible reconocer
un sistema de valores patriarcales que reiteraban la dominación de los hombres sobre
las mujeres, así como se fundaban en la relación jerárquica del hombre hegemónico
sobre otros hombres considerados inferiores (Millet 2000). Para Joan Scott, la exclusión de las mujeres de la ciudadanía respondía a un conjunto
de oposiciones binarias “que posicionaban a las mujeres en términos de lo concreto,
lo emocional y lo natural (por tanto, no susceptibles de abstracción) y a los hombres
en términos de la razón y la política (por tanto, operantes totalmente en la esfera
de la abstracción)” (Scott 2017, 37). La exclusión de las mujeres como ciudadanos era el resultado no únicamente del
hecho de que no eran consideradas individuos autónomos, sino en que personificaron
la “diferencia sexual”, idea que fue tomada por los ilustrados como base de una división
general. Con ello, la exclusión de la mujer en este nuevo orden social cumplía la
función simbólica de recordar la diferencia como una amenaza a la unidad nacional
y, por lo tanto, necesaria para reafirmar dicha unidad homogénea de la nación.
La obra de Rousseau tuvo un papel central en el desarrollo de la idea de la diferencia
sustentada en la dicotomía cultura y naturaleza. Esta dicotomía se funda en la conocida
distinción que el pensador ginebrino desarrolló en su obra entre el estado de naturaleza
y el social.1 En el primero, el hombre está guiado por las necesidades instintivas y el bien común,
mientras que el segundo se fundamenta en el desarrollo histórico de la razón y la
artificialidad de las ciencias y las artes.2 A partir de esta distinción, es conocida la critica de Rousseau a la Ilustración
y al progreso individualista basado en la razón, así como su defensa del estado de
naturaleza centrado en el bien colectivo. Estos principios que serán profundizados
en su obra El contrato social: o los principios del derecho político (1762), plantean el paso del estado de naturaleza al estado de derecho, entendido
este último como una entidad abstracta cuya consecuencia es el surgimiento del Estado.
En su teoría política, Rousseau señala que cada hombre decide entregarse a la comunidad
en el acto de acuerdo generalizado del “contrato social”, por el cual se funda la
sociedad. Al ser un acto ejercido simultáneamente por todos, nadie queda encima o
debajo del otro. El contrato social crea una nueva entidad moral colectiva al que
pertenecen los hombres: los “ciudadanos”. A diferencia del hombre que remite únicamente
a su condición natural, el ciudadano es aquel que alcanza derechos como libertad,
igualdad y propiedad. Bajo este contrato, se pretende llegar a un bien común y a la
conformación de una comunidad que armonice con una voluntad general, en palabras de
Rousseau: “Encontrar una forma de asociación que defienda y proteja con la fuerza
común las personas y los bienes de cada asociado, y por la cual cada uno, uniéndose
a todos, no obedezca sino a sí mismo y pertenezca tan libre como antes. Tal es el
problema fundamental cuya solución da el contrato social” (2011, 45).
Junto con El contrato social, o los principios del derecho político, otros dos textos que publicó de manera cercana y en los que definió el papel de
la mujer y del hombre en la sociedad moderna fueron: Emilio, o de la educación (1762) y Julia, o la nueva Eloísa (1761). La continuidad ideológica de estas obras está centrada sobre todo en las
ideas políticas del filósofo ginebrino en torno a la educación y los sujetos, basados
en “el culto de lo subjetivo como reino supremo de la libertad individual, y en la
idea de la legitimidad del sentimiento por encima de la razón” (Montero 2003, 164), que hacían de la diferencia y las jerarquías un requisito insoslayable para la
armonía de la sociedad familiar y civil. En relación con estas obras, la crítica ha
destacado las aparentes contradicciones en el pensamiento de Rousseau acerca de los
límites de la igualdad social, en especial entre el hombre y la mujer. Al respecto,
Celia Amorós (1991) subraya el papel de Rousseau en el empleo de la noción de diferencia como parte de
su construcción ideológica del concepto de naturaleza, la cual respondía a los intereses
de la nueva clase ascendente burguesa en el siglo XVIII dominada por una “razón patriarcal”.
La mujer, de este modo, queda delimitada en el orden natural del mundo y, con ello,
su participación en la sociedad es reducida a un espacio determinado:
La idea de naturaleza como paradigma legitimador servirá aquí para sancionar que el
lugar de la mujer siga siendo la naturaleza, con las connotaciones que tenía en el
primer sentido como aquello que debe ser dominado, controlado, domesticado. La mujer
es ahora naturaleza ‘por naturaleza’; es la naturaleza misma, el orden natural de
las cosas lo que la define como parte de la naturaleza. (Amorós 1991, 35)
Bajo esta perspectiva, en Emilio, Rousseau fundamenta la diferencia entre hombres y mujeres en la naturaleza, colocando
a los primeros en el mundo exterior y a las segundas en el interior. Esta correlación,
entre naturaleza-cultura e interior-exterior, justifica la importancia social de la
educación del hombre y de la mujer siempre en función a las necesidades del orden
social. Así, al mismo tiempo que Rousseau exaltaba la sensibilidad y espontaneidad
frente a la razón y le atribuía a la mujer el cultivo de estas emociones, subordinaba
a estas al dominio del hombre.
Esta ambivalencia o contradicción en el complejo pensamiento de Rousseau eran el resultado,
según Susana Montero (2003, 162), del “malabarismo ideológico” del escritor en su intento por “armonizar su tradicional
concepción patriarcal binaria del mundo y de los roles genéricos, con los frutos de
su empatía con la sensibilidad moderna y de su reflexión ilustrada sobre su realidad
histórica”. A pesar de no ser un típico representante de la Ilustración, el planteamiento
de Rousseau sobre la justificación natural de la diferencia tuvo gran influencia en
el pensamiento moderno y, por lo tanto, definió las marcas de un discurso de lo femenino.
Entendido este discurso sobre la mujer como “aquel emitido desde lo masculino y producido
por hombres con la finalidad de pensar, diseñar y organiza el o los referentes de
los géneros, en especial, el referente de lo que considera femenino. (…) En términos
de la historia de las mentalidades, tal discurso codifica el ‘deber ser’ ‘femenino’”
(Granillo 2014, 35).
El discurso de lo femenino elaborado por Rousseau ha llevado a la crítica a destacar
la influencia de este filósofo en la invención de un discurso fundacional sobre la
mujer en el pensamiento moderno. Cabe señalar que, tal como ocurre con el discurso
fundacional de la nación que se empezó a prefigurar en el pensamiento ilustrado, el
discurso de lo femenino también crea una noción de la mujer que puede ser considerada
como “imaginada” (Anderson 2007) o “ficticia” (Schmidt-Welle 2003), ya que, si bien no tiene una base en la realidad, sí es capaz de crear o influir
en ella. Sobre el discurso de lo femenino desarrollado por Rousseau, Aralia López
señala que este estaba dirigido al hombre ilustrado y crea una distinción normativa
del deber ser de la mujer en relación con el hombre:
[Rousseau] llega a percibir un discurso fundacional -dirían los culturalistas- para
el hombre ilustrado, que se extiende como el mito de Eva -en verdad lo repite- por
todo el Occidente letrado: ‘No es bueno que el hombre esté solo. Emilio es hombre,
y le hemos prometido una compañera; menester es dársela. Sofía es esta compañera.
El uno debe ser activo y fuerte, débil y pasivo el otro’”. (López en Granillo 2014, 36)
En este ensayo me interesa analizar el carácter fundacional del discurso de lo femenino
en Julia o la nueva Eloísa (1761), novela epistolar en la que Rousseau plantea la importancia de la educación
sentimental del hombre y la mujer para el correcto funcionamiento del contrato social.
Veremos en qué sentido Rousseau desarrolla la dicotomía de género, mujer-naturaleza
(sentimiento) y hombre-cultura (razón), fundacional en la concepción del deber ser
de la mujer en el pensamiento occidental moderno. Este discurso normativo de lo femenino
plantea la oposición binaria y complementaria entre el hombre y la mujer a partir
de las figuras de la amiga, la esposa y la madre, mismas que son responsables de la
configuración ambivalente de la mujer como la “gobernanta” de la esfera de lo doméstico,
en tanto plantea la tensión entre los límites de lo público y lo privado.
El problema del género de la novela y la educación sentimental
La primera edición de Julia, o la nueva Eloísa, que tenía como subtítulo Cartas de dos amantes que vivieron en una pequeña ciudad a los pies de los Alpes,
recogidas y publicadas por Jean-Jacques Rousseau, apareció en Ámsterdam en 1761 y su edición estuvo a cargo del editor Marc Michel
Rey. Dividida en seis partes, esta novela epistolar se encuentra acompañada de dos
prefacios, la advertencia al segundo prefacio y, a partir de la cuarta edición de
1782, un apéndice titulado “Los amores de milord Edward Bomston”. Meses después de
su publicación, en marzo del mismo año, apareció un volumen separado que incluía un
segundo prefacio titulado “Diálogo sobre las novelas”, así como las estampas del artista
Gravelot.3 El interés por esta novela creció en Francia y en Europa al poco tiempo de su aparición,
su éxito es evidente en las ciento quince ediciones francesas que aparecieron entre
1761 y 1800. Asimismo, tan solo a dos meses de la publicación de la primera edición
francesa, surgió la traducción inglesa que tuvo diez ediciones en 1800. Aunque las
críticas de sus contemporáneos también formaron parte de su historia literaria y estuvieron
encabezadas por dos importantes enciclopedistas, Voltaire y Jean Le Ron D’Alambert,
quienes cuestionaron el trato del autor sobre el tema del sentimiento y la pasión
(Hunt 2009).
Sin embargo, es necesario señalar que el género de la novela epistolar experimentó
un auge en el siglo XVIII, como resultado del creciente interés por el “confidencialismo”
y “confesionismo” que había surgido en la literatura de la época. El afán de autoanálisis
encontraría su máxima expresión en el prerromanticismo europeo entre 1785 y 1788,
periodo en que se escribieron más de cien novelas epistolares en Europa (Spang 2000, 640). Este tipo de obras literarias se inscribían en el subgénero autobiográfico, cuyo
especial pacto de lectura contempla la identidad del narrador-personaje como sujeto
y objeto de la historia.
Las novelas epistolares presentan distintas estrategias narrativas dependiendo de
la relación entre el emisor y el receptor de las cartas, ya sea a partir de una comunicación
epistolar polilógica, en la que “hay por lo menos dos figuras que se escriben cartas,
es decir, el autor inventa dos o más emisores y receptores y, por tanto, también se
establece una comunicación reversible entre ellos” (Spang 2000, 643); monológica, en la que “se reúnen las cartas de un solo remitente y permanecen
sin respuesta explícita” (Spang 2000, 644); mixta, en donde “además del o de los redactores de las cartas se introduce otra
voz y otro registro que pueden ser la de un narrador o la de un autor textual, por
así decir, como voz extraepistolar” (Spang 2000, 644). En el caso de Julia, la comunicación epistolar es polilógica, ya que el diálogo se da entre varios personajes:
Julia, Saint-Preux, Clara, D’Orbe, Edward, M. Wolmar y Henriette. A su vez, las cartas
poseen una enunciación dramática, caracterizada por un discurso directo que presenta
la historia de la novela desde una focalización interna múltiple, es decir, desde
la conciencia narrativa de sus diferentes personajes. De este modo, Rousseau conforma
un discurso directo de los personajes que se introduce en la conciencia actancial
de cada uno de ellos, al mismo tiempo que interactúan con la enunciación de Rousseau
como autor textual de la obra. De hecho, el resultado de esta presentación a partir
de distintas miradas es cierta ambigüedad, incluso contradicción, en el planteamiento
de los argumentos filosóficos de la obra, así como en los retratos de sus personajes.
Más adelante observaré que esta cualidad literaria hace de esta novela un interesante
aporte a la problematización del papel político de la mujer dentro del discurso fundacional
de lo femenino en la obra de Rousseau, ambivalencia que no se encuentra presente en
otras obras filosóficos que abordan este tema, como es el caso de Emilio.
En esta polifonía de voces narrativas, la voz de Rousseau como autor enmarca las cartas
de sus personajes a partir de los prólogos y las notas al pie de página que integran
la totalidad de la novela. En estas anotaciones paratextuales, el pensador ginebrino
expresa su opinión sobre las cartas, particularmente en torno a las acciones y discursos
de sus personajes, y reflexiona sobre su propia escritura de la obra. Este recurso,
que muestra al autor del texto como sujeto de enunciación en la novela, plantea una
de las principales temáticas presentes en esta obra: la relación entre la realidad
y la ficción. Desde el primer prefacio, Rousseau plantea este problema al señalar
que la novela es el resultado de la compilación de las cartas que ha publicado bajo
su autoría:
Las grandes ciudades necesitan espectáculos y los pueblos corrompidos, novelas. He
visto las costumbres de mi época y he publicado estas cartas. ¡Ojalá hubiese vivido
en un siglo en el que hubiera debido echarlas al fuego! Aunque aquí no aparezco sino
bajo el título de editor, yo mismo he trabajado en este libro, no lo oculto. ¿Lo he
hecho todo, y la correspondencia entera es una ficción? Lectores del mundo: ¿qué os
importa? Para vosotros es ciertamente una ficción. (Rousseau 2007, 35)
En más de una ocasión, Rousseau desdibuja los límites entre la realidad y la ficción
en la escritura de la novela, sobre la que mantiene la ambigüedad de su autoría. En
su defensa, el pensador ginebrino cuestiona la veracidad de los hechos que se narran
en ella y critica el estilo, así como los cambios en el espacio y el tiempo de la
escritura de las cartas. Incluso, justifica la “debilidad del lenguaje” en el estilo
de las cartas -a las cuales suele juzgar de confusas, largas, flojas, desordenadas
y repetitivas- como prueba de la fuerza del sentimiento del hombre y la mujer niños,
es decir, en formación, y que por lo tanto deben ser todavía educados:
Son niños, ¿iban a pensar como hombres? Son extranjeros, ¿iban a escribir correctamente?
Son almas solitarias, ¿iban a conocer al mundo y la sociedad? […] Hablan de todo y
se equivocan en todo; no nos dejan conocer nada que no sea a ellos mismos; pero al
dejarse conocer se hacen querer; sus errores valen más que el saber de los sabios;
sus honestos corazones llevan en todo, hasta en sus faltas, los prejuicios de la virtud,
siempre confinante y siempre engañada. Nadie les oye, nadie les responde, todo les
desengaña. (Rousseau 2007, 794)
Con ello, el autor advierte sobre la comunicación diferida de la novela, común en
el género epistolar, que coloca a los emisores de las cartas en momentos y espacios
distintos a los de sus receptores. En este sentido, la diégesis de la historia se
ubica en la primera mitad del siglo XVIII, mientras que la escritura de las cartas
tiene una duración de más de doce años y en su mayoría son emitidas desde Suiza (Valais,
Clarens) y Francia (París). Por su parte, Rousseau como autor y editor de la obra
se ubica veinte años después de la escritura de las cartas, lo cual lo dota de una
superioridad, e incluso, autoriza la legitimidad de su discurso sobre el de sus personajes.
A partir de estas reflexiones críticas sobre la escritura de Julia, Rousseau destaca la finalidad didáctica de la publicación de su obra. Sin embargo,
este objetivo no está dirigido únicamente a los lectores masculinos, sino que se trata
de un tipo de género que contempla claramente un público femenino: “Estas cartas,
con su tono gótico, convienen a las mujeres más que los libros de filosofía. Pueden,
incluso, ser útiles a aquellas que, aun llevando una vida desordenada, han conservado
algún amor por la honestidad” (Rousseau 2007, 36). Al respecto, el autor aclara que la educación moral también abarca a las lectoras
jóvenes, que han caído en el acto deshonesto de leer novelas: “Nunca las jóvenes honestas
han leído novelas, y a este libro le he puesto un título lo bastante claro como para
que, al abrirlo, uno sepa a qué atenerse. Aquella que, a pesar del título, se atreva
a leer una sola página, será una joven perdida. Puesto que lo comenzó, que lo acabe
de leer: ya no arriesga nada” (Rousseau 2007, 36).
Para comprender la finalidad educativa de Julia es importante tener en cuenta las reflexiones del primer prefacio con el segundo,
“Diálogo sobre las novelas”, el cual adopta la forma de un diálogo ficticio entre
Rousseau y su lector ideal, al mismo tiempo que realiza una defensa del género de
la novela. Al respecto, el ginebrino dejará ver a sus lectores sus consideraciones
sobre la novela como un género capaz de educar sentimentalmente al hombre moderno,
caracterizado por sus propias contradicciones entre sentimiento y razón. Para Rousseau,
la novela debe mostrar la imperfección de los sujetos y, por lo tanto, presentar un
cuadro imaginativo en el que existe una diversidad de caracteres que los convierten
en seres imperfectos y contradictorios. Esta discusión sobre los límites de la representación
también será una crítica a la filosofía que se centra en retratar un tipo ideal, dejando
de lado la imperfección humana. La superioridad de la novela frente a la filosofía
será su valor educativo.
El carácter didáctico de la novela es evidente en la relación del autor con el lector
implícito de la misma, con quien dialoga en sus prólogos y notas y al que, en más
de una ocasión, se refiere como un lector joven y solitario: “Cuando he intentado
hablar a hombres, no me han oído; quizá ahora, dirigiéndome a niños me haré oír mejor;
y los niños no gustan de la razón desnuda, lo mismo que les ocurre con las medicinas
no disimuladas” (Rousseau 2007, 795). Ahora bien, lo que la novela como género puede enseñar es de carácter moral. En
este sentido, Julia ejemplifica a sus lectores una historia de aprendizaje que narra el paso del hombre
y la mujer natural al social, a partir de la experiencia virtuosa del amor, es decir,
de su educación sentimental.
Si bien este recorrido de aprendizaje sentimental del hombre y la mujer está asociado
con la naturaleza, es importante aclarar que más allá de proponer un retorno total
a la naturaleza, Rousseau pretende la formación de un hombre natural para vivir en
la cultura (Caldo 2007). Esta búsqueda es central en Julia, donde la virtud es posicionada al nivel del orden natural, lo que la hace inmutable
y libre de las convenciones sociales (opinión pública, prejuicios, vicios) que constituyen
la degradación del estado de naturaleza del hombre en la sociedad. Sin embargo, para
evitar la corrupción del alma como resultado del paso del estado de naturaleza al
estado civil en sociedad es necesario cultivar el carácter, en tanto que el buen juicio
debe ser ejercitado constantemente. Estos dones son suficientes para la vida sencilla
en el campo que, a su parecer, es más cercana a la naturaleza que la vida en la ciudad.
En otras palabras, para Rousseau, la falta de educación moral conduce a la degradación
del estado de naturaleza. Así, mientras que en este primer estado destacan las buenas
costumbres, la conciencia moral, la libertad natural basada en el deber y la necesidad,
el hombre orgánico y, de especial interés para este trabajo, las diferencias naturales
entre el hombre y la mujer, en el estado social dominan las apariencias, la racionalidad
vacía y la conducta basada en convenciones y prejuicios.4
La necesidad de la educación moral del hombre y la mujer radica en que muestra la
virtud dada por la naturaleza, alimentado sus inclinaciones naturales y contribuyendo
al bien común del sistema universal. En Julia esta educación moral se da a partir de las experiencias sentimentales de sus personajes
y se distingue de la educación de la razón que se desarrolla en sociedad, por lo tanto,
se trata de una educación sentimental.5 A mi parecer, la educación sentimental, que se refiere a los aprendizajes sentimentales
de las pasiones de los personajes, se presenta en este novela epistolar en dos dimensiones
diferenciadas, aunque relacionadas entre sí en el discurso fundacional de la mujer:
por un lado, la educación a partir del amor, sin duda tema central de la novela, y,
por otro, la educación diferenciada de los hijos y las hijas dentro de la familia,
los primeros como ciudadanos y las segundas como gobernantas. En ambas dimensiones,
la representación de la mujer como amiga, esposa y madre cumple un papel fundamental
del que depende la virtud del hombre y la mujer en el contrato social. Más adelante
veremos que subyace en esta representación de Julia, la configuración de la mujer
como gobernanta, figura fundacional de lo femenino en el pensamiento moderno, basada
en la dicotomía mujer-naturaleza y hombre-cultura.
Amor, matrimonio y contrato social
El amor juega un papel central en Julia y es el responsable de la prefiguración del lugar del hombre como ciudadano, pero
también de la mujer en la sociedad moderna.6 En la novela, la educación sentimental del hombre y la mujer gira en torno a las
aventuras de amor entre los personajes protagónicos de Julia y su profesor, Saint-Preux,
aludiendo a la historia medieval entre el amor de Eloísa y su sabio preceptor, Abelardo.
A lo largo de las cartas entre ellos y otros personajes, Rousseau establece los lineamientos
morales de la relación virtuosa entre el hombre y la mujer.
Como una historia de aprendizaje, en esta novela epistolar las experiencias sentimentales
de sus personajes generan cambios en ellos. De este modo, el amor pasional que une
a Julia y Saint-Preux en las primeras dos partes de la novela, aleja a ambos de la
virtud que al inicio de su encuentro los caracterizaba,7 y tendrá un desenlace trágico que culminará con la deshonra y la caída moral de ambos.
El sufrimiento originado por el amor es retratado en las siguientes cartas entre estos
dos personajes como un camino de purificación hacia un amor verdadero. En la carta
XVIII de la tercera parte, Julia realiza a Saint-Preux una recapitulación de su amor
y le confiesa el cambio de sus emociones a partir de su casamiento religioso con M.
Wolmar, viejo amigo de su padre:
Vi que para pensar en usted no necesitaba olvidar que era la mujer de otro. Diciéndome
cuánto le amaba, mi corazón se emocionaba, pero mi conciencia y mis sentidos permanecían
tranquilos; y supe desde ese momento que estaba cambiada. ¡Qué torrente de pura alegría
inundó mi alma! ¡Qué sentimiento de paz, borrado durante tanto tiempo, vino a reanimar
este corazón marchito por la ignominia y a extender en todo mi ser una serenidad nueva!
Me sentí renacer; creí recomenzar una nueva vida. Dulce y consoladora virtud, la inicio
de nuevo por ti; tú me la harás querida; a ti quiero dedicarla. ¡Ah, demasiado bien
supe lo que era perderte como para abandonarte por segunda vez! (Rousseau 2007, 396)
La historia del amor entre Julia y Saint-Preux permite a Rousseau mostrar cómo la
pasión engaña a la razón y, tal como sucede con la imaginación, una vez que desaparece
conduce a la paz. No obstante, el sufrimiento producto de la pasión cumple una función
purificadora en sus personajes y conlleva un aprendizaje moral que solo es posible
a través de él. Pero mientras que en Saint-Preux esta enseñanza sentimental se traduce
en el camino del hombre sabio hacia la vida pública como ciudadano, en Julia es el
paso de la mujer virtuosa a la esfera privada de la familia, donde se convierte en
esposa y madre o, como veremos más adelanta, en “gobernanta”. En este sentido, el
matrimonio conduce a Julia hacia la virtud, en tanto la lleva a adoptar el verdadero
sentido de la naturaleza, el cual cumple una función de utilidad para el orden social.
En una súplica a Dios para que le permitiera seguir este camino, Julia expresa su
devoción hacia el matrimonio:
Quiero, le dije, el bien que tú quieres, y cuya única fuente eres tú. Quiero amar
al esposo que me has dado. Quiero ser fiel, porque es el primer deber que une a la
familia y a la sociedad. Quiero ser casta, porque es la primera virtud que alimenta
a todas las demás. Quiero todo lo que pertenece al orden de la naturaleza que has
establecido, y a las reglas de la razón que detento de ti. Pongo mi corazón bajo tu
custodia y mis deseos en tus manos.
[…] Concluyo que la virtud es bella si considero el orden que produce; que es buena,
por su utilidad pública. […] En fin, que si el carácter y el amor por lo bello está
impreso por naturaleza en el fondo de mi alma, guardaré las reglas mientras esta huella
no se desfigure. (Rousseau 2007, 397)
La educación sentimental de los protagonistas se traduce en la expresión máxima y
virtuosa del amor: la amistad.8 De hecho, en diferentes pasajes de la novela se reitera que la amistad es imprescindible
para establecer las relaciones entre los personajes dentro de un orden social.9 Queda claro que en Julia el amor verdadero va más allá de las pasiones que desfiguran la verdad, engañan a
la razón y consumen el amor pasajero. Es decir, el amor verdadero es un afecto duradero
que une sentimiento y razón, y comparte las mismas ventajas que la virtud: es desinteresado,
honesto, responde a la voluntad y crece a partir de los obstáculos y el sufrimiento.
Pero si la amistad entre Julia y Saint-Preux es una cara de este amor purificado por
el sufrimiento, el matrimonio entre Julia y M. Wolmar será el máximo ejemplo de la
unión entre el hombre y la mujer en la novela. De hecho, Julia dirá a Saint-Preux:
“El hombre y la mujer están destinados el uno para el otro, la finalidad de la naturaleza
es que estén unidos por el matrimonio” (Rousseau 2007, 502).
Cabe señalar que la dicotomía entre Julia y M. Wolmar forma parte del discurso fundacional
de lo femenino en el pensamiento moderno, en tanto representa la relación ideal y
complementaria entre el hombre y la mujer dentro del matrimonio, contrato social que
tiene como finalidad práctica dar orden a la vida familiar y doméstica. Por un lado,
Julia, como esposa, simboliza el corazón y la voluntad, fuerzas ambas del orden natural;
mientras que M. Wolmar encarna la razón y el entendimiento, pertenecientes al orden
social. En palabras de Julia, en la carta XX de la tercera parte, explica a Saint-Preux
sobre esta relación complementaria con M. Wolmar:
Si él tuviera el corazón tan tierno como el mío, sería imposible que tanta sensibilidad
para ambas partes no chocaran a veces, y que de este choque no surgieran querellas.
Si yo fuera tan tranquila como él, demasiada frialdad reinaría entre nosotros […];
valemos más juntos, y me parece como si hubiéramos sido destinados a formar sino una
sola alma, de la cual él es el entendimiento y yo la voluntad. (Rousseau 2007, 414)10
Como esposa, Julia se convierte en la mujer virtuosa que logra triunfar ante las pasiones.
En esta misma carta, M. Wolmar describe a su esposa: “Ya no eres esa joven infortunada
que deploraba y se lamentaba de sus debilidades cayendo en ellas; eres la más virtuosa
de las mujeres, que no conoce más leyes que las del deber y el honor, y a quien la
única falta que se puede reprochar es el recuerdo demasiado vivo de las faltas pasadas”
(Rousseau 2007, 537). La relación complementaria entre ambas partes configura el ser total del amor verdadero
y, con ello, revela el vínculo táctico del género humano. De este modo, el matrimonio
es presentado como un contrato de utilidad social, cuya virtud radica en su búsqueda
del bien colectivo, es decir, de la felicidad social. En este contrato, el público
es garante de la convención y permite el orden legítimo de las cosas humanas, mientras
que el sentimiento que los une no es el de las pasiones sino el de las personas honradas
y razonables.
Para Saint-Preux, el matrimonio entre Julia y M. Wolmar se convierte en ejemplo moral
que le permitirá también un aprendizaje sentimental, reafirmando sus sentimientos
de amistad hacia esta. Tal como sucede con el género de la novela para Rousseau, sus
personajes también aprenden con el ejemplo. Esta idealización de Julia como esposa
está vinculada al papel de la mujer en el ámbito de la familia representado en la
novela como un micro universo basado en la organización social productiva, de la cual
Julia es una pieza rectora. A partir de la mirada de Saint-Preux, Rousseau realiza
un retrato idealizado de la vida doméstica de la familia Wolmar, en el que los amos
de la casa son presentados como reguladores de un orden social. A modo de padres de
los sirvientes, el matrimonio dirige las tareas del hogar y también son el ejemplo
moral para sus habitantes.
Asimismo, partiendo de la idea de que el deber del hombre sociable es el bienestar
de su familia, Julia y M. Wolmar privilegian la utilidad y la productividad con miras
a un bien colectivo. El orden y las reglas son las que conducen a la felicidad: “El
orden y las reglas, que multiplican y perpetúan el uso de los bienes, pueden transformar
el placer en felicidad” (Rousseau 2007, 511). La administración de los gastos del hogar debe seguir la moderación y el ahorro,
la sencillez y la benevolencia, y debe rechazar lo superfluo de las modas y los excesos
de los lujos, mientras que el trabajo duro predomina en todas las tareas domésticas.
Incluso, aclarará Saint-Preux, “las privaciones que se imponen, por esa idea de la
voluptuosidad moderada de la que he hablado, son a la vez nuevas formas de placer
y a la vez nuevos recursos económicos” (Rousseau 2007, 594). Como una pequeña sociedad, el hogar de Julia y M. Wolmar es el ejemplo de un buen
orden social.
La unión del hombre y la mujer, en términos del contrato social, tiene como finalidad
cumplir con los deberes de la vida civil, organizando, por un lado, el hogar y, por
otro, educando a los hijos. Estas dos aristas son asumidas por Julia como esposa y
como madre, convirtiéndose en la reguladora de la vida privada, un ser virtuoso que
se conduce por una bondad natural dentro del espacio privado del hogar. En palabras
de Saint-Preux:
Solo habrá una Julia en el mundo. La Providencia ha velado por ella y nada de lo que
la concierne es fruto del azar. Parece como si el cielo nos la hubiera enviado a la
Tierra para mostrarnos a la vez la perfección de la que es capaz un alma humana, y
la felicidad de la que puede gozar un alma en la oscuridad de la vida privada, sin
recurrir a las virtudes deslumbrantes que puede elevarla por encima de sí misma […].
Disfruta haciendo el bien, y que este sea de provecho. Su felicidad se multiplica
y se extiende a su alrededor. Todas las casas en las que entra se transforman en un
reflejo de la suya; la comodidad y el bienestar son una de sus menores influencias;
la concordia y las buenas costumbres la siguen de hogar en hogar. […] No, milord,
lo repito, nada de lo que concierne a Julia es indiferente a la virtud. (Rousseau 2007, 577)
En tanto contrato social, el matrimonio es responsable de que Julia alcance este estado
de virtud como parte de su naturaleza, misma que en un momento se vio amenazada por
las distorsiones de la pasión. De este modo, M. Wolmar es esposo y maestro de Julia,
al mismo tiempo que se convierte en un ejemplo moral para Saint-Preux. De hecho, en
la carta I de la quinta parte, milord Edward exige a Saint-Preux tomar el camino de
la virtud, tal como lo ha hecho Julia, después de las experiencias de su amor.
El tiempo de las experiencias del sabio es su juventud; sus pasiones son el instrumento
de dichas experiencias. […] En un espacio de doce años ha agotado todos los sentimientos
que se viven a lo largo de una vida, y ha adquirido la experiencia de un viejo, aún
siendo todavía joven. […] Las pasiones, de las que fue tanto tiempo esclavo, le han
dejado lleno de virtud […] Ocioso entusiasta de las virtudes de Julia, ¿se seguirá
limitando a admirarlas sin cesar, pero sin imitarlas? Habla usted calurosamente de
cómo ella cumple los deberes de madre y de esposa; pero usted, ¿cuándo va a cumplir
los deberes de hombre y de amigo, siguiendo su ejemplo? ¡Una mujer ha sabido vencerse
a sí misma, y a un filósofo le cuesta trabajo! ¿Quiere, pues, no ser más que un discurridor
como los otros y limitarse a hacer buenos libros pero no buenas obras? (Rousseau 2007, 568)
Una vez más, Julia es ejemplo moral para el deber ser de la mujer, pero también del
hombre, de ahí la importancia del discurso fundacional de la mujer a la par de la
del ciudadano. Asimismo, subyace en esta observación una crítica por parte de Rousseau
hacia los filósofos de su época, cuya razón se encuentra carente de congruencia moral.
En este sentido, Julia, como figura restaurada -o que ha alcanzado a trascender de
la pasión a la amistad, y del amor al matrimonio- ejerce un poder superior en el orden
moral del hogar, pero también sobre el personaje de Saint-Preux, cuya historia de
aprendizaje emocional es rectora de la diégesis narrativa de la novela. Julia amiga
y esposa son las dos caras de la identidad de género de la mujer-naturaleza y que,
a mi parecer, encuentra su punto cúspide en su rol de madre. Veremos que esta figura
forma parte del discurso fundacional de lo femenino en la novela y otorga nuevamente
un papel rector a la mujer dentro del orden social, ahora como educadora del ciudadano
en la infancia.
La familia y la educación en la infancia
Si la educación sentimental en torno al amor y el matrimonio cumple un rol central
en la formación a la par -o complementaria- del deber ser de los hombres y las mujeres
en el contrato social, la educación de los hijos en el hogar será otra dimensión del
discurso fundacional de lo femenino presente en Julia, ahora a partir de la figura de la madre que se dedica a la primera formación del
ciudadano -moral- y de la gobernanta. Sin duda, el Emilio es la obra en la que Rousseau desarrollará gran parte de su teoría sobre la educación
del hombre desde la infancia, sin embargo, en Julia esta discusión adquiere otros matices que giran en torno a la representación idealizada
de la madre que se sacrifica para formar a sus hijos, hombres y mujeres. Esta teoría
sobre la educación en la infancia, que el propio Rousseau dice compartir en un pie
de página en la novela, se explica en la segunda carta de la quinta parte, cuando
Saint-Preux escribe a milord Edward sobre cómo Julia-madre educa a sus hijos. El inicio
de este planteamiento se establece cuando Saint-Preux visita el hogar de Julia y M.
Wolmar, donde se asombra de la formación de los niños en el hogar bajo el cuidado
de sus padres:
Lo que más me llamó la atención, desde el principio, en esta casa, fue encontrar comodidad,
libertad y alegría en medio del orden y la exactitud. El gran defecto de las casas
muy ordenadas es ese aire de tristeza y opresión […]. Uno siente que esos padres no
viven para ellos, sino para sus hijos, sin pensar que no son solamente padres sino
hombres, y que se deben a sus hijos en el ejemplo de la vida de hombre y de la felicidad
unida a la sabiduría. (Rousseau 2007, 574)
Al igual que en Emilio, esta primera formación depende del paso del estado de naturaleza al estado civil,
de niño a ciudadano y de niña a gobernanta. Lo interesante es que la forma discursiva
de la novela epistolar le permite a Rousseau contrastar puntos de vista de sus personajes
y presentar a sus lectores la consonancia y la disonancia en sus discursos en torno
al tema de la educación. Así, por ejemplo, en términos de jerarquía moral y sabiduría,
el discurso de M. Wolmar tiene una mayor legitimidad y autoridad en relación con Julia,
Clara y SaintPreux; mientras que Edward suele ser un interlocutor de este último que,
constantemente, cumple el papel de contradecir y aconsejar a su amigo. A mi parecer,
esta narración figural dialógica, entre emisores y receptores, así como el recurso
del discurso directo que da voz a diversos personajes en una misma carta permiten
una focalización interna múltiple que, en ocasiones, genera aparentes contradicciones
o ambivalencias en la conciencia del autor, cuya voz muchas veces queda limitada a
notas de pie de página.
Particularmente, el diálogo entre Saint-Preux y Julia constituye el modo en el que
Rousseau introduce la discusión sobre la relación entre naturaleza y educación. Al
respecto, Julia explica que el hombre nace con temperamento, es decir, con cualidades
o dones naturales que no se deben modificar ya que son buenos por sí mismos. En este
estado de naturaleza, el alma posee una “belleza moral” que la inclina hacia lo bueno
y lo honesto, hacia el buen juicio. Asimismo, estos dones permiten al hombre saber
lo que está bien (razón), escoger el bien (libertad) y amar ese bien (conciencia moral
y sentimiento).
Para Julia, quien educa a sus hijos de manera diferente dependiendo de su género,
es necesario enseñar a los hombres a mostrar lo que la naturaleza les ha dado y alimentar
sus inclinaciones naturales. A diferencia de lo que opina SaintPreux, para quien las
diferentes expresiones de caracteres entre las personas son resultado de las particulares
experiencias de los individuos, Julia y Wolmar enfatizaran que se derivan de la propia
naturaleza. Es interesante señalar que la tensión entre el estado de naturaleza y
lo social se resuelve en la educación doméstica que la madre otorga a los hijos, la
cual no debe coaccionar la naturaleza.
Para Julia, educar dejando en libertad la naturaleza del niño tiene dos ventajas:
permite a los niños crecer libres, lo cual significa que serán hombres apacibles,
dóciles y cariñosos; y, a su vez, crecen sin los vicios que nacen de la esclavitud:
mentira, vanidad, cólera y envida. Como resultado de esta educación que da pie al
hombre natural, se puede aspirar a lo que Julia denomina “verdadero genio” y “verdadero
sabio”. El primero posee dones naturales, sencillez y talento, y el segundo tiene
sentimientos puros que no se basan en discursos, sino en experiencias. Sobre este
punto, Julia explica a Saint-Preux: “No hagas de ellos sabios, sino hombres bienhechores
y justos” (Rousseau 2007, 784). Como he señalado, Julia considera que esta primera educación en la infancia no
es la de la razón en tanto todavía se trata de la formación de niños:
La naturaleza -continuó Julia- quiere que los niños sean niños antes de que sean hombres
[…] La infancia tiene sus maneras de ver, de pensar, de sentir, que le son propias
[…] La razón no empieza a formarse sino al cabo de varios años y cuando el cuerpo
ha tomado ya cierta consistencia. La intención de la naturaleza es, pues, que el cuerpo
se fortifique antes de que se ejercite la mente. (Rousseau 2007, 605)
En tanto madre, Julia es responsable de esta primera educación en el hogar. A ella
le corresponde enseñar a sus hijos sobre el yugo de la necesidad, a partir del cual
adquieren conciencia de su relación de dependencia y necesidad de los otros para su
propia felicidad. Esta condición hace que el niño solo reciba lo que se le da sin
que nadie le obedezca, fortaleciendo un sentimiento de humildad basado en la idea
de que no es superior a los demás ni nada humano le es ajeno. Una vez más, Saint-Preux
cumple con la función de observar y entablar el diálogo con Julia para develar lo
que hay detrás de la conducta excepcional de sus hijos:
Me hizo ver que la primera y más importante educación es precisamente la que todo
el mundo olvida, que es la de hacer de un niño capaz de que le instruyan. Un error
muy común entre los padres que se dan de ilustrados es suponer que sus hijos son razonables
desde la infancia, y les hablan como hombres incluso antes de que sepan hablar. El
instrumento que quieren utilizar para instruirles es la razón, en lugar de que sean
los demás instrumentos los que sirvan para formar a esta; ya que de todas las enseñanzas
que recibe el hombre, la que adquiere más tarde y con mayor dificultad es la misma
razón (Rousseau 2007, 604).
Como lectores compartimos el punto de vista de Saint-Preux, junto con él somos instruidos
sobre la formación de los hijos en la familia a través de Julia. Esta enseñanza primera
y natural es fundamental para la posterior educación de la razón, de ella depende
que los hijos crezcan bajo los principios de libertad y se conviertan en buenos ciudadanos,
es decir, que entiendan que la felicidad se encuentra en el bien colectivo. Vemos
así el límite de Julia dentro de su papel en la sociedad, ella misma traza esa línea
divisoria entre la educación que le corresponde a ella como madre y la que ejercerá
posteriormente la sociedad sobre su hijo. Reconocer su lugar dentro del seno de la
familia es una de las cualidades de Julia, quien finalmente parece renunciar a la
vida pública o, lo que es lo mismo, a la educación de la razón. Vinculada con la naturaleza
y con el sentimiento, Julia es ante todo ternura y gratitud, y su entrega absoluta
como esposa y madre rige sus acciones. Por eso, para ella es claro que más adelante,
cuando su hijo crezca, su aprendizaje ya no será tarea de ella como madre, sino de
un ser superior en el dominio de la razón, M. Wolmar:
De cualquier forma, desde los seis a los veinte años hay mucho tiempo; mi hijo no
será siempre un niño, y a medida que la razón vaya creciendo, la intención de su padre
es, por supuesto, la de dejar que ejercite esa razón. En cuanto a mí, mi misión no
va más allá. Crío niños y no tengo la presunción de querer formar hombres. Espero
-dijo mirando a su marido- que manos más dignas se encarguen de ese cometido. Soy
mujer y madre, sé mantenerme en mi puesto. Una vez más, la función de la que me encargo
no es educar a mis hijos, sino prepararlos para que más tarde reciban esa educación.
(Rousseau 2007, 619)
La dicotomía entre naturaleza y sociedad se plantea nuevamente en la relación complementaria
del matrimonio en términos de sentimiento y razón, la primera es dominio de Julia
y la segunda de M. Wolmar. A su vez, la primera es una tarea desempeñada dentro de
la privacidad de la familia durante la infancia, la otra en la esfera de lo público
durante la vida adulta. Asimismo, mientras que en la segunda domina la razón, en la
primera la memoria cumple una función cognitiva de la que se debe sacar el mejor provecho.
Al respecto, Julia aclara que la memoria es un don natural de la infancia que no debe
utilizarse para que los niños retengan información y datos superfluos, sino que tiene
como finalidad que las ideas sobre la calidad del hombre y la felicidad lo ilustren
sobre su deber. Por lo tanto, la memoria no debe ser formada a partir del estudio
de libros, sino a partir de la experiencia cotidiana que le perimirá a la larga construir
un juicio que puede serle útil como hombre. Corrigiendo el punto de vista de Saint-Preux,
quien cuestiona la esterilidad de adiestrar la memoria desde la infancia, Julia afirma:
“Este método, es cierto, no crea pequeños prodigios, no hace brillar a gobernantas
ni a perceptores, pero forma hombres juiciosos, robustos, sanos de cuerpo y de mente
que, sin haber sido objeto de admiración siendo jóvenes, son motivo de honor de mayores”
(Rousseau 2007, 622). Instruir a sus hijos para que crezcan siendo buenos hombres y de buen juicio es
la función de Julia como madre, quien terminará concluyendo que esta educación sentimental
desde el interior de la familia se fundamenta en el carácter natural del niño y las
circunstancias favorables al interior del hogar.
Al final de esta carta, Rousseau le atribuye a Saint-Preux una última opinión disonante
en relación con la visión de Julia sobre la función determinante de la naturaleza
y las circunstancias externas en virtud de la educación, otorgando un poder mayor
a la sabiduría de las madres de familia en la formación exitosa de los hijos. Con
este argumento, Saint-Preux da pie, a su vez, a un discurso normativo de lo femenino,
en el que el deber ser de la mujer se define por su responsabilidad social como madre:
¿No ve que ese conjunto de circunstancias que usted aplaude es obra de usted, y que
todo el que se le acerca se ve obligado a parecerse a usted? ¡Madres de familia, cuando
os quejáis de que no os apoyan, qué mal conocéis vuestro poder! Sed como debéis ser,
salvaréis todos los obstáculos; obligaréis a todos a cumplir con sus deberes si vosotros
cumplís con el vuestro. ¿Vuestros derechos no son los de la naturaleza? A pesar de
las máximas del vicio, esos derechos serán siempre queridos por el corazón humano.
¡Ah!, sed mujeres y madres, y el más dulce imperio que existe sobre la tierra será
también el más respetado. (Rousseau 2007, 625-6)
Esta conclusión del diálogo entre los personajes de Saint-Preux y Julia nos recuerda
que la novela está dirigida también a un público lector femenino, cuya educación sentimental
a través de la literatura ha sido cuestionada por Rousseau en su prólogo. Sin embargo,
la virtuosa trayectoria de Julia como amiga, esposa y madre a lo largo de la historia
pretende ser un ejemplo moral para las lectoras. Cabe ahora preguntarnos, ¿cuál es
la relación entre la figura de la mujer como “gobernanta” y el orden de lo público
y político?
Julia o la gobernanta: reflexiones finales
A lo largo de este estudio hemos visto cómo en Julia, Rousseau emplea diferentes recursos de la novela epistolar para retratar en la historia
de sus protagonistas la función de la educación sentimental en la prefiguración del
lugar del hombre como ciudadano, a la par del lugar de la mujer en la sociedad moderna.
En esta comunicación polilógica de la novela, Julia es retratada -por ella y otros
personajes- como la idealización de la mujer-naturaleza cuya virtud se define en su
relación moral como amiga, esposa y madre. Si bien estas figuras comparten como espacio
intersubjetivo la esfera privada, es decir, el matrimonio y la familia, es posible
reconocer que también trascienden un espacio público en tanto cumplen un papel fundamental
en el correcto funcionamiento del orden civil. Si bien esto puede parecer un aspecto
contradictorio, incluso ambivalente entre las diferentes conciencias actanciales de
sus personajes, considero que encuentra su punto de resolución o al menos de convergencia
en la figura de Julia como “gobernanta”. En este sentido, el discurso fundacional
de lo femenino en esta novela plantea, incluso más que otros discursos de Rousseau,
la complejidad de su pensamiento y el lugar problemático entre lo público y lo privado
de la mujer en la sociedad moderna.
De hecho, en un reciente estudio sobre el papel del silencio en Julia, Adam Schoene (2019) retoma diferentes reflexiones críticas en torno a esta obra que van más allá de la
lectura del hogar de Wolmar, en Clarens, como un microcosmos político -que la propia
Julia sostiene que es una imitación del orden de la sociedad política-, y que matizan
y complican la dicotomía entre lo privado y lo público.11 Para Schoene, a partir de esta revisión, es posible entender la participación de
Julia en la educación de ciudadanos dentro de la familia como una problematización
de la distinción entre el espacio doméstico como femenino y el público como masculino,
al feminizar lo político. Esta sugerente reflexión nos recuerda que en varios pasajes,
Rousseau idealiza el funcionamiento político del hogar de los Wolmar en relación con
otras prácticas públicas de mandato social, al mismo tiempo que destaca en esta organización
el lugar de Julia como “gobernanta”. A ella se debe el buen funcionamiento del hogar,
el bienestar de su marido, sus hijos, e, incluso, de sus sirvientes.
No es extraño que Saint-Preux, que como hemos visto anteriormente es responsable de
gran parte de los retratos morales de Julia, en la carta VII de la quinta parte que
dirige a milord Edward, se refiere a ella como rectora de la vida privada, la cual
gobierna a partir de sus virtudes ligadas a su naturaleza de mujer:
¡Julia, mujer incomparable!, ejerces en la sencillez de la vida privada el dominador
imperio de la sabiduría y de las bondades: eres para el país un tesoro querido y sagrado
que todos quisieran defender y conservar al precio de su sangre; vives con más seguridad
y con más honorabilidad en medio de un pueblo entero que te ama, que los reyes rodeados
de todos sus soldados. (Rousseau 2007, 648)
Sin embargo, lo más interesante en esta representación de Julia como “gobernanta”
es la relación que Saint-Preux entabla entre Julia y la Patria, la cual se debe defender
al precio de la vida misma. En este sentido, podríamos decir que Julia es retratada
como la encarnación de la Madre Patria, a la que el pueblo se consagra con mayor lealtad
que a la figura del monarca. Esta emulación de Julia como reguladora del hogar y símbolo
de la Patria parece colocar a la mujer en un orden diferente al de los hombres; así,
al mismo tiempo que su dominio está fundado en la naturaleza, cumple una función de
orden social que trasciende el espacio privado de la familia y le otorga un rol dentro
de la vida civil.
Cabe ahora retomar la discusión sobre si esta función social de la mujer dentro del
hogar, como gobernanta y Madre Patria, es también de carácter político. Sobre este
punto es significativo señalar que, como discurso fundacional de lo femenino, este
tipo de representación de la mujer en la obra de Rousseau es responsable de la apropiación
que otros discursos nacionalistas harán de ella. Por ejemplo, un caso revelador es
la “Madre Republicana”, figura discursiva de la ideología republicana en América durante
el siglo XIX heredera de la Ilustración, que resuelve la aparente exclusión de la
mujer de lo político al recluirla al espacio privado. Para Kerber (1976, 188), la imagen de la “Madre Republicana” está basada en la madre espartana que cría hijos
preparados para sacrificarse por el bien de la polis. A modo de conciliación de las aparentemente separadas esferas de lo público y lo
privado, la Madre Republicana cumple con una función civil que es la de educar a los
próximos ciudadanos.
Como gobernanta del hogar, Julia, esposa y madre, participa en un espacio privado
de la familia, pero, a su vez, este lugar se convierte en un órgano civil, cuyo papel
y alcance en la sociedad trasciende el espacio público. Al respecto, podríamos señalar
que la importancia de la representación de Julia como gobernanta responde a la necesidad
de educar a la mujer para que participe dentro del contrato social de la familia.
El discurso fundacional de lo femenino en Julia, por lo tanto, es de carácter moral y político. Configura el deber ser de la mujer
a partir de relaciones afectivas virtuosas con el hombre, como son la amistad, el
matrimonio y la maternidad. Cada una de ellas cumple un papel central en la organización
de la familia y la educación moral de los hijos para su correcta participación en
la sociedad. Sin embargo, esta aparente exaltación de la mujer la coloca, al mismo
tiempo, en una dimensión diferente a la del hombre. Esta es su virtud y, a su vez,
su límite. Podríamos decir que Julia conecta la esfera pública y privada al participar
como gobernanta de la familia, a la vez que esta función que la hace necesaria para
la sociedad, la excluye de otras tareas civiles. Este es el deber máximo de la mujer
que Rousseau reitera hasta el desenlace trágico de su protagonista, quien se sacrifica
para salvar la vida de su hijo Marcellin.
De este modo, el discurso fundacional de lo femenino en Julia es, ante todo, el de la educación de la mujer. Tal vez, la representación más evidente
de esta educación -que parece tangencial a la de los hijos- sea la relación entre
Julia y Henrriette, la hija pequeña de la prima Clara que es enviada a vivir con la
familia Wolmar. Julia asume la formación de Henrriette como reflejo de sí misma. En
más de una ocasión, Rousseau, a través de sus personajes, resalta las similitudes
entre ambas, particularmente aquellas cualidades naturales que hacen de Henrriette
la propia proyección de Julia en la infancia. A su vez, la niña, que comparte dones
naturales que la dotan de un carácter superior para su edad, al igual que Julia, cumple
con el papel de gobernanta ante los hijos varones. Más adelante, después de la muerte
de Julia, M. Wolmar reflexiona en una de sus cartas en cómo esta dictó a su prima
los lineamientos de la educación de Henrriette, la cual, a diferencia de sus hijos,
serían para toda su vida y no solo durante su infancia:
Pero lo que más me asustó fue ver que para la educación de Henrriette entraba en muchos
más detalles aún. Respecto a sus hijos, se había limitado a su primera infancia, como
descargando sobre otro las atenciones que habrían de necesitar en su juventud; pero
para su hija, abarcaba todas las etapas de su educación, y, dándose cuenta de que
nadie iba a suplir en este punto las reflexiones que su propia experiencia le había
dictado, nos expuso, brevemente, pero con fuerza y claridad, el plan de educación
previsto para la niña, dirigiéndose a la madre con los razonamientos más vivos y más
conmovedores para exhortarla a llevarlo a cabo. (Rousseau 2007, 749)
La finalidad didáctica de la novela es doble en Julia. Se trata de la educación sentimental del hombre y de la mujer, ambos como piezas
complementarias del orden social. Por lo tanto, la función civil de la mujer es ser
la gobernanta de la virtud natural y moral, conciliando las esferas privada y pública,
a partir de la educación del hombre y de la mujer natural dentro del contrato social.
La novela como género tiene esa cualidad que el propio Rousseau describe en sus prólogos
y que tiene que ver, según sus palabras, en que se dirige al alma de sus lectores.
Es claro que, para el pensador ginebrino, en un mundo degradado, el género de la novela,
incluso más que la filosofía, puede ser útil para la educación moral a partir de la
seducción de la belleza. La novela puede cambiar sentimientos y costumbres, generar
identificación, conmover a sus lectores y, en este caso, fundar un discurso de lo
femenino en el pensamiento moderno.