Introducción
Desde 1882, las leyes De Estados Unidos han restringido la entrada al país cuando
se considera que el o la solicitante puede convertirse en una “carga pública” (public charge) para el Estado, ya sea por motivos económicos, mala salud o simplemente a discreción
de los servidores públicos encargados de decidir sobre la admisión de extranjeros
(Alfaro-Velcamp 2014). En épocas más recientes, la Regla de la Carga Pública restringía el acceso a extranjeros cuyo ingreso o subsistencia dependiera de dos
o más programas federales de asistencia social (Rupar 2019). Sin embargo, estas reglas se han endurecido. Una visión muy convencional de las
teorías de la justicia igualitaria sugiere que esto es lo que la moralidad pública
requiere (Macedo 2018; Wellman 2011; Walzer 1997).
Cada estado tiene un deber de justicia con el bienestar de sus propios ciudadanos,
que fundamenta su derecho de limitar, e incluso, cancelar la inmigración si esta compromete
su capacidad de mantener relaciones de justicia entre los suyos. Sin embargo, otras
visiones más liberales e igualitarias acerca de lo que la moralidad requiere de nosotros
y de nuestras instituciones, indican que la ciudadanía o la membresía a los Estados
que tienen ese tipo de compromiso con el bienestar y la justicia de sus ciudadanos,
son el tipo de factores moralmente arbitrarios que no resultan relevantes para la
exclusión y que, al contrario, los controles fronterizos producen formas de injusticia,
explotación y dominación que son irreconciliables con los mejores principios y las
mejores prácticas de las democracias liberales (Carens 2013; Hidalgo 2016). Por eso, frente al endurecimiento de las restricciones basadas en la carga pública
y frente al debate ético detrás de ellas, en este artículo pretendemos discutir qué
tan apropiado es utilizar la idea de “carga pública” en discusiones acerca de la política
migratoria. Para ello, utilizaremos el concepto de “deportabilidad” y argumentos familiares
en el dominio de la ética de la inmigración y de las relaciones internacionales, para
nutrir la discusión específica del caso de la administración Trump.
Durante la administración del presidente Trump, el Departamento de Seguridad Interior
(DHS, por sus siglas en inglés), propuso una interpretación más amplia de la noción
de “carga pública”, que permite que el Servicio de Ciudadanía e Inmigración (CIS,
por sus siglas en inglés), rechace solicitudes de residencia permanente, prolongación
de residencia, cambio de estatus o reunificación familiar de todos los migrantes que
sean beneficiarios de programas sociales (como paquetes de nutrición, vivienda pública
o servicios de salud), aunque su ingreso y subsistencia no dependan de ellos (Rupar 2019; Adams 2019). Esta ampliación del concepto se incorporó a la normatividad migratoria estadounidense
en agosto 2019 y su entrada en vigor estaba prevista para el 15 de octubre de 2019.
Sin embargo, el 11 del mismo mes, jueces federales de cuatro estados otorgaron medidas
cautelares para evitar temporalmente su implementación (Evelly 2019). Estas medidas fueron retiradas debido a que la Suprema Corte falló a favor de la
Regla de la Carga Pública, por lo que, a partir del 24 de febrero de 2020, el Departamento de Ciudadanía e
Inmigración pudo implementar esta regla en todo el país.
Se ha discutido que la Regla de la Carga Pública no afecta a las personas indocumentadas en el sentido de que estas de cualquier manera
no tendrían acceso a apoyos sociales. No obstante, esta regla afecta a 2.25 millones
de personas indocumentadas y 212,000 ciudadanos estadounidenses miembros de familias
en las que alguna persona -naturalizada o residente permanente- podría solicitar dichos
servicios públicos, pero que, dadas las nuevas reglas, decide no hacerlo. Además de
las personas que ya se encuentran en territorio estadounidense, 2.25 millones serían
consideradas inadmisibles para ingresar al país (Kerwin, Warren y Nicholson 2018). En la tercera sección del texto trataremos de explicar en qué sentido algún tipo
de inmigración podría resultar dañina para los residentes y ciudadanos, y cómo esta
carga pública pudiera dar lugar a requerimientos éticos de controles migratorios más
robustos. Sin embargo, como veremos, este tipo de argumentos han probado ser inconcluyentes.
Al mismo tiempo, en la cuarta sección vamos a proponer un concepto más completo y
coherente de “carga pública”, ya que no existe una prueba categórica en contra de
estos argumentos en pro de controles migratorios más robustos, lo que quiere decir
que siempre pueden complementarse para fortalecerse. Nuestra propuesta, en ciertas
condiciones, podría requerir más inmigración que menos. Vamos a tratar algunas consecuencias
de esto también en la cuarta sección. Pero antes, en la segunda sección, es preciso
explicar algunos aspectos metodológicos importantes de nuestra aproximación y algunos
límites de nuestra investigación.
Nuestra aproximación al problema
El propósito de este apartado es explicar la aproximación o metodología que seguimos
en nuestra investigación. Nuestra aproximación se distingue por ser pluralista, pues
integra distintas metodologías para permitir un abordaje interdisciplinar. Para entender
esto, suponga que a usted le interesa la amistad, lo cual es afortunado porque en
la región donde usted vive se estudia profusamente el tema en una cantidad enorme
de centros, de institutos y de universidades, aunque solamente se estudia el fenómeno
de la amistad cualitativa y cuantitativamente. Eso significa que los estudiosos articulan
marcos teóricos para entender todos los problemas a los que dan lugar las relaciones
amistosas que ocurren donde usted vive y que otros estudiosos se apresuran a realizar
mediciones al respecto. Pero, ¿eso es todo lo que hay que saber de la amistad? Algunos
expertos piensan que sí y que cualquier otra cuestión que surja puede ser abordada
mediante el sentido común de los expertos a partir de esas bases metodológicas. Pero usted es una persona que
ha viajado y sabe que las personas que viven en lugares distintos tienen ideas distintas
acerca de cómo deben ser las amistades. Por ejemplo, algunos tienen muy pocos amigos
porque se toman muy en serio los compromisos que implica la amistad y otros tienen
muchos con los que no tienen demasiada intimidad.
Algunos tienen amigos con los que comparten intereses y otros prefieren amigos con
los que comparten la clase social. ¿Cuál puede ser la manera más valiosa de entablar
una amistad? Si preguntamos a los expertos cualitativos y cuantitativos, su primer
instinto será establecer comparaciones. Por ejemplo, puede ser que descubran que las
amistades en Estados Unidos tienden a durar si han sido formadas durante la universidad,
mientras que en México las amistades que duran son las que se forman durante la vida
profesional. Pero, ¿cómo sabemos que la duración es la medida para comparar y saber
qué tipo de amistades son más valiosas? Pronto, es evidente que el sentido común no
nos va a llevar mucho más lejos y que necesitamos una metodología distinta para hablar
de la amistad evaluativa y normativamente. El ejemplo es relevante porque muestra
cómo ciertos objetos de estudio requieren una aproximación interdisciplinar que integra
distintas aproximaciones y metodologías para poder entender mejor un objeto de estudio.
Una aproximación comienza donde termina otra y una más comienza en el punto en el
que la otra alcanza su límite. También muestra la importancia de los estudios normativos
para complementar otro tipo de estudios teóricos y empíricos. En todo caso, muestra
que el sentido común no puede sustituir las perspectivas teóricas especializadas.
En los estudios migratorios ocurre algo similar que en nuestro ejemplo del estudio
de la amistad. Los estudios cualitativos y cuantitativos nos permiten interpretar
los hechos como problemas sociales, así como describir y medir aspectos de esos problemas.
Pero ni los estudios cualitativos ni los cuantitativos están orientados a la solución
de problemas. Son los estudios normativos los que nos permiten valorar distintas posibilidades
de cambiar el mundo para eliminar o disminuir el daño que efectúan esos problemas.
A su vez, son los estudios en diseño institucional y en intervención social, los que
nos dicen cómo aplicar esos cambios en el mundo real. Naturalmente, este proceso no
se representa como una línea recta -con un inicio y un fin-, sino más bien como un
proceso circular o mejor, como una espiral: tras las reformas institucionales y legislativas,
cuando la realidad no ha eliminado los problemas del todo, es necesario volver a iniciar
el proceso para identificar qué falló en nuestro entendimiento del problema o en nuestras
mediciones, para revisar también los sesgos ocultos en nuestras teorías normativas
y volver a comenzar este círculo o espiral de la interdisciplina.
El problema es que en México el círculo interdisciplinario no se completa. Se estudian
los problemas casi exclusivamente de manera cuantitativa y cualitativa pero la investigación
normativa, o bien es casi inexistente, o se concentra en describir y comparar las
prácticas, las instituciones migratorias y el derecho internacional.1 Por ejemplo, un estudio podría desagregar los solicitantes mexicanos de asilo por
desplazamiento violento en términos de sus edades, grados de estudio y lugares de
destino potencial. Otro estudio podría, en cambio, caracterizar ciertas prácticas
fronterizas de Estados Unidos como problemáticas sociales en términos de constituir
prácticas necropolíticas (Estévez 2018). Pero existe el prejuicio muy extendido entre estudiantes, profesores e investigadores
de que la reflexión filosófica normativa -acerca de nuestros deberes con respecto de los migrantes, los deberes de los migrantes
con respecto de las sociedades receptoras y la manera en la que esas consideraciones
determinan cómo deberían ser nuestras instituciones migratorias- es algo que el conocedor
en métodos cuantitativos y/o cualitativos, y el funcionario público pueden abordar
simplemente desde el sentido común.2 Un resultado de este desdén, es que se deja que este tipo de reflexión, que tiene
una metodología rigurosa y especializada, sea conducida desde las instituciones académicas
de otros países, abandonando la oportunidad de que la academia en México introduzca
su punto de vista especial, caracterizado por sus intereses y derechos, en esta discusión
global.3 En el mundo, este tipo de reflexión normativa, acerca de la ética de la migración
y de las relaciones internacionales, forma parte del dominio de la ética aplicada
y de las teorías de la injusticia.
Naturalmente que esta aproximación normativa requiere una metodología especializada
y rigurosa, que precisamente permite valorar distintos tipos de soluciones a los problemas
que, mediante las otras aproximaciones, interpretamos y medimos. Nosotros aspiramos
a que el presente trabajo sea parte de esos esfuerzos. Partimos de una política pública
problemática, buscamos el mejor planteamiento filosófico que pueda justificarla y
procedemos a evaluar los límites y la coherencia de esa justificación. Con suerte
los mismos fundamentos y principios que le dan orden y estructura a esa política pública
en realidad requieren políticas más incluyentes e igualitarias. Para ello, empleamos
los métodos de la ética normativa de la inmigración y los empalmamos con los métodos
tradicionales de las ciencias sociales.
Antes de pasar a nuestro análisis, conviene destacar algunos de los límites que tiene
nuestra aproximación y que hemos señalado en los párrafos anteriores. Primero, nuestra
investigación parte del supuesto de que limitar la inmigración y aumentar la deportabilidad
en términos de carga pública es problemático. Es decir, nuestra investigación no pretende
demostrar que esto es un problema, sino que parte de la literatura que ya lo problematiza
(Rupar 2019; Adams 2019; Kerwin, Warren y Nicholson 2018; Alfaro-Velcamp 2014). Puede ser que sea un problema en términos de necropolítica o en términos de las
superestructuras financieras transnacionales; pero nosotros permanecemos agnósticos
a cuál constituya la manera más rica o correcta de plantear el problema. Es suficiente
para nosotros que algunas de las maneras cualitativas de entender este problema sean
compatibles con la descripción discreta que hacemos en el siguiente apartado.4 En segundo lugar, de manera similar, tampoco abordamos cómo nuestra perspectiva normativa
puede traducirse en planteamientos de reforma institucional o de intervención social
más concretos y localizados.
La carga pública y las concepciones de la justicia migratoria
En el apartado anterior hemos descrito nuestra aproximación como pluralista. Comenzaremos
en este apartado con una descripción discreta del problema institucional y de política
pública de la deportabilidad por “carga pública”. Después, buscaremos el mejor planteamiento
filosófico que pueda justificarla y procederemos a evaluar los límites y la coherencia
de esa justificación. Si todo va bien, utilizaremos las mismas razones y métodos de
la teoría normativa dominante y hegemónica para mostrar que la equidad y la justicia
no permiten ese tipo de deportabilidad.
Así pues, para una descripción discreta del problema, lo primero que hay que notar
es que las leyes de inmigración de Estados Unidos y, en general de los países de destino,
son selectivas respecto a los extranjeros que tienen preferencia para ser admitidos
en su territorio, favoreciendo a aquellos cuyas habilidades se requieren en los mercados
de trabajo. Esto significa que aquellos extranjeros que no se encuentran listos para
incorporarse a la economía sin apoyo estatal, no cumplen con el perfil del “migrante
deseable”. Esta misma regla aplica para aquellos extranjeros que, estando en territorio
estadounidense legalmente, tienen la intención de prolongar su estadía o cambiar su
estatus migratorio.
Una parte importante de la literatura más ortodoxa de la ética de la inmigración justifica
ese tipo de restricciones. En la ética de la inmigración podemos encontrar típicamente
dos tipos de posiciones contrastantes. La visión tradicional proviene de la doctrina
de las relaciones internacionales basada en la soberanía como el derecho a gobernar
sin interferencias y con amplia discrecionalidad en asuntos como las fronteras, la
entrada de extranjeros, el territorio y la jurisdicción. De esta manera, siempre que
se respeten los derechos humanos de los no nacionales, se toma como axiomático que
los Estados tienen derecho a admitir extranjeros en sus propios términos, incluyendo
las condiciones y restricciones bajo las cuales dichas admisiones se lleven a cabo
(Sidgwick 1987, 308). Pero ese axioma no fue suficiente para hacer frente al carácter
moral de las democracias liberales y del régimen internacional estructurado alrededor
de los derechos humanos, que son a la vez derechos legales y morales. Para ser coherente
con ese régimen, la exclusión requiere una justificación articulada también en términos
morales (Camacho 2016).
Por eso, la segunda posición, la que llamamos la visión convencional de la ética migratoria, trata de justificar el uso discrecional de los derechos de exclusión, cuando menos
en el caso de las admisiones regulares. En esta posición conviven tres tipos de argumentos
para justificar la exclusión de los inmigrantes. Los primeros están basados en las
consecuencias adversas que pueda producir la inmigración, los segundos están basados
en derechos fundamentales de los ciudadanos y residentes, como son el derecho de asociación
y el derecho de autodeterminación política y, finalmente, los terceros están basados
en las obligaciones especiales entre ciudadanos y residentes. Como puede verse, al
invocar la “carga pública” como justificación de exclusión se hace referencia directamente
a los argumentos basados en las consecuencias y por esa razón nos enfocaremos en ellos,
pero a partir de nuestra aproximación pluralista: invocando principios relevantes,
contrastando los principios y las consecuencias con las descripciones del mundo y
revisando nuestras convicciones morales en el proceso.
Así pues, algunos teóricos sostienen que los inmigrantes pueden constituir una carga
pública de una manera injusta porque dañan a los ciudadanos y a los residentes. Hay
varias maneras en las que un agente puede causar daño moralmente impermisible.5 La más obvia es cuando desencadena una serie de eventos que dañan a terceros, como
cuando alguien vierte una sustancia tóxica en un manantial que constituye la fuente
de agua de una comunidad. Pero también se puede dañar a terceros haciendo posible
un daño, es decir se daña a terceros cuando las acciones resultan en la incapacidad
de esas personas de evitar el daño. Existe la noción de que cierto tipo de inmigración
es dañina porque tiene como resultado una carga pública pesada, por ejemplo, causando
la disminución de los salarios, desempleo, hacinamiento, distorsión de los mercados
laborales, cosas que a su vez requieren la intervención del Estado mediante programas
que son subvencionados por el erario.6 Entonces, si la inmigración es dañina en el sentido de imponer cargas públicas injustificadas
que posibilitan el daño haciendo difícil que la sociedad lo prevenga, el Estado tiene
la obligación de limitar la inmigración.
Un problema general típico de este tipo de argumentos basados en las consecuencias,
es que los casos en los que pueden verificarse son muy acotados, pues dependen de
relaciones o estados de cosas que son contingentes a que las malas consecuencias tengan
la relación justificatoria apropiada con la conclusión. Pero eso no siempre ocurre
en los casos relativos a la migración. Por ejemplo, en el caso del argumento en cuestión,
se suele asumir que los intereses de ciudadanos y residentes en beneficiarse de la
disminución de la “carga pública” generalmente desplaza los intereses de los inmigrantes.
Pero esto es claramente equivocado con base en las nociones éticas fundamentales que
explican los límites de la coacción.
En la ética y teorías de la justicia contemporáneas, existen razones pro tanto en contra de la coerción. Esto quiere decir que cualquier caso de coerción tiene
que ser suficientemente justificado por razones de peso y que el peso de la prueba
siempre está del lado del que quiere justificar la coerción.7 Para ver más claramente por qué los intereses de los residentes y ciudadanos en beneficiarse
de la “carga pública” no siempre desplazan los intereses de los inmigrantes, considere
la siguiente analogía (Hidalgo 2016, 147): ordinariamente consideramos que tenemos un deber moral de beneficiar o evitarles
daño a nuestros familiares más cercanos, por ejemplo, disminuyendo sus gastos o ayudándoles
con la renta si esta resulta demasiado costosa. Pero también es hasta cierto punto
claro que resulta impermisible coaccionar o dañar a otros para beneficiar a nuestros
familiares, por lo que resultaría impermisible extorsionar a un conocido para evitar
a mi madre la carga de la renta. Como la analogía está basada en las relaciones especiales
entre familiares, puede extenderse al caso análogo de las relaciones especiales entre
ciudadanos y residentes (Huemer 2010, 438-447).
La analogía no muestra que el Estado no tiene obligaciones de disminuir la “carga
pública” para preservar el bienestar de los ciudadanos y residentes. Lo que muestra
es que no siempre es permisible procurar el bienestar de los ciudadanos y residentes,
sobre todo cuando, para hacerlo, se producen daños a terceros. Es decir, lo que el
argumento de la “carga pública” no considera es que los inmigrantes pueden sufrir
un daño importante o ser coaccionados como resultado de la “carga pública” y de la
Tolerancia Cero. Ahora bien, desde el concepto de la “carga pública”, se puede argumentar
también que, si tenemos que escoger entre beneficiar a los ciudadanos más desaventajados
y beneficiar a los migrantes irregulares debemos escoger siempre a los primeros. Pero
este argumento también podría estar conceptualmente equivocado si uno acepta, como
veremos en la siguiente sección, que transcurrido cierto tiempo los inmigrantes comienzan
a pertenecer a la sociedad receptora y desarrollan cada vez más reclamos morales legítimos
a permanecer en el territorio.8 Como resultado de estos reclamos de pertenencia, la distinción entre ellos y los
ciudadanos más desaventajados, se desvanece o se hace arbitraria.
En contraste, es común que los inmigrantes estén sujetos a este tipo de distinciones
arbitrarias que producen daños tremendos. Por ejemplo, la Regla de la Carga Pública, independientemente de su aplicación, tiene efectos disuasivos, también conocidos
como chilling effects. Desde 2018, cuando empezaron a circular noticias sobre esta nueva medida, algunos
beneficiarios comenzaron a retirarse de los programas de asistencia pública (Miller 2019).9 Alrededor del 14% de adultos cuyas familias se integran por personas migrantes prefieren
no usar servicios públicos, porcentaje que crece a 21% con la población hispana (Bernstein, González, Karpman y Zuckerman 2019).
Por tanto, muchas familias de estatus mixto que necesitan los programas sociales renuncian
a ellos para evitar ser catalogadas como “carga pública” y tener la certeza de poder
permanecer en el país, aunque algunos miembros sean beneficiarios legales y por lo
tanto, esta medida no les afectaría. Por ejemplo, algunos padres renunciaron a ciertos
beneficios que sus hijos estadounidenses recibían en las escuelas, así como a otros
programas de salud y nutrición (Miller 2019). Este ajuste normativo también podría disuadir la entrada legal de extranjeros y
causar que los migrantes que ya están en territorio estadounidense tengan que regresar
a sus países, o bien, puedan ser deportados al expirar sus permisos de residencia
temporal (Adams 2019).
Aunado a la carga pública, hay otras medidas que abonan a un clima de incertidumbre,
por ejemplo, existe una regla del Departamento de Vivienda y Desarrollo Urbano (DHU,
por sus siglas en inglés) que permite desalojar de las viviendas públicas a las familias
compuestas por al menos un miembro sin estatus migratorio legal (Narea 2019). Sin embargo, de todas las acciones que sustentan la política de Tolerancia Cero,
la Regla de la Carga Pública es quizá la más simbólica, por referirse a la relación entre migrantes y las instituciones
de protección social; con las diversas implicaciones que esta relación tiene para
la formación del tejido comunitario. La razón es que para muchos migrantes la protección
social es su primer contacto con instituciones estatales y es precisamente de este
contacto que derivan las posteriores relaciones con la comunidad y con el gobierno
de los países de destino.
Lo importante de esta evidencia es que parece que el uso de la categoría de “carga
pública”, en vez de evitar posibles daños mediante los programas sociales, precariza
la protección social de las y los migrantes, coartando sus derechos fundamentales.
La protección social es sensiblemente distinta cuando se aborda desde el lente de
la movilidad internacional, principalmente porque reformula las políticas sociales
de países de destino (y también de origen), cuestionando definiciones tradicionales
como equidad, comunidad e identidad, que le dan cierta cohesión social a los Estados-nación
y que, por ende, hablan de una sociedad común (Banting 2000), noción que se presenta frágil ante el arribo de extranjeros. Pero, en este contexto,
la protección social actúa como una especie de filtro que posibilita el daño al desempoderar
a los inmigrantes para que se protejan adecuadamente, pues mengua sus esfuerzos para
participar socialmente en los países de acogida, moderando las relaciones de inclusión/exclusión.
Adicionalmente, existen condiciones bajo las cuales, la inmigración es benéfica para
los países de recepción, no solo en el mercado laboral, sino en otros ámbitos, tales
como la recaudación de impuestos, el crecimiento del producto interno bruto (PIB)
y el equilibrio demográfico, al contrarrestar el envejecimiento de los países desarrollados
y renovar su fuerza de trabajo (OCDE 2014; Canales 2009).
Por un lado, los migrantes incrementan la fuerza de trabajo y la población en edad
productiva y sus contribuciones fiscales son proporcionalmente mayores a los beneficios
que reciben por el pago de impuestos. Además, los trabajadores migrantes ocupan segmentos
laborales distintos a los de la población local, por lo que representan una ganancia
en capital humano (OCDE 2014). Los mercados de trabajo en Estados Unidos no son excepción, pues los migrantes,
contrario a los mitos populares, son complementarios (no suplementarios) de los empleados
locales, ya que suelen ocupar puestos de trabajo poco calificados, con salarios bajos
y que requieren habilidades distintas a las que posee el grueso de la población estadounidense
(Griswold 2018). Asimismo, las personas migrantes pagan impuestos locales y estatales que en 2016
sumaron alrededor de 11,740,000 dólares anuales, cantidad que podría incrementarse
en más del 8% si su condición migratoria fuera regularizada (Gee, Gardner, Hill y Wiehe 2017). En relación con el producto interno bruto, se ha documentado que habría una pérdida
del 2.6% del PIB de Estados Unidos si se deportara a todos los trabajadores migrantes
no autorizados (Jawetz 2019).
Respecto de las cargas que las personas migrantes generan a los Estados receptores,
estas dependen de la edad, el estatus económico, miembros de la familia, salud, entre
otras características migratorias. Entre las posibles cargas que se pueden generar,
se encuentran la educación y cuidado de la salud en emergencias. Asimismo, durante
depresiones económicas los migrantes pueden generar una presión en los mercados laborales.
Sin embargo, la imigración en Estados Unidos ha traído más beneficios que costos al
país. Además de los ya señalados, los migrantes han resultado una fuente de emprendedurismo
y creatividad (West 2011).
En conclusión, parece que el argumento desde la “carga pública” es moralmente cuestionable
porque no sopesa este tipo de daños sobre los inmigrantes con el supuesto efecto perjudicial
de la inmigración sobre el sistema de protección social. Eso significa que es hasta
cierto punto probable que las restricciones migratorias basadas en la carga pública
sean injustificadas. Finalmente, la conclusión moral a la que aspiran llegar los defensores
de las restricciones migratorias basadas en la “carga pública” está solo fundamentada
en aspectos contingentes del mundo. Esto quiere decir que las restricciones migratorias
estarían seguramente injustificadas si resulta que después de todo la inmigración
es dañina solo marginalmente y es sensiblemente benéfica para los inmigrantes, representando
costos marginales en términos de carga pública (Wellman y Cole 2011, 84-91).
Figura 1
Beneficios vs cargas de la inmigración.
Fuente: Elaboración propia con base en información de Jawetz, 2019 y West, 2011.
Los Estados tienen el deber moral de revisar y derogar las leyes y políticas públicas
cuando ellas se encuentren en riesgo de producir un daño injustificado, lo que explica
probablemente por qué la medida se encuentra temporalmente suspendida. Parece entonces
que podemos distinguir dos maneras en que la carga pública se puede invocar para discusiones
acerca de restricciones migratorias. La carga pública sesgada supone arbitrariamente que el interés de los ciudadanos y residentes de disminuir
la “carga pública” siempre desplaza los intereses de los inmigrantes; pero la carga pública justa tiene que emitir un juicio que sopese la “carga pública” con los daños que pueden
sufrir los inmigrantes como resultado de las restricciones migratorias. Uno de estos
daños, es la deportabilidad.
La carga pública y la deportabilidad
Si, como hemos visto, los intereses de los ciudadanos y residentes de eliminar la
“carga pública” de los inmigrantes no siempre desplazan los intereses de estos últimos,
¿queda algún espacio conceptual para explicar la relación entre carga pública migratoria
y deportabilidad? Joseph Carens (2013) ha abordado este tipo de preguntas a partir de la idea de que los inmigrantes, regulares
o no, van incrementando con el tiempo la densidad de las relaciones sociales y humanas
en el territorio de manera que cuanto más incorporados están a la sociedad, más pertenecen
a ella y más reclamos morales tienen de permanecer. Vamos a abordar el problema de
la deportabilidad desde su análisis.10
En primer lugar, la “carga pública” y la deportabilidad pueden relacionarse en términos
de una construcción social. Puede ser que sea socialmente construido que los sujetos
que constituyan una “carga pública” sean deportables. Por ejemplo, para Nicholas De
Genova, la deportabilidad es la “... posibilidad de deportación, la posibilidad de
ser removido del espacio del Estado-nación” (2002, 439). Para el autor, la ilegalidad,
tanto como la deportabilidad, son construcciones sociales que se dan a partir de relaciones
sociales cotidianas que normalizan el hecho de que unas personas sean deportables
y otras no, volviendo a la deportación un simple acto administrativo que el Estado
tiene la facultad de ejecutar (De Genova 2002; 2018). Así, a partir de la Regla de la Carga Pública, se puede normalizar la deportación al grado de hacerla parecer lógica y necesaria
pues, ¿por qué deberían permanecer inmigrantes que viven de la seguridad social provista
por el benévolo Estado? Más aún, la deportabilidad se arraiga y se constituye en parte
fundamental de las identidades sociales de los migrantes (Aquino Moreschi 2015, 61). De acuerdo con Fernando Herrera Lima y Nallely Rubio Jardón (2019, 105), desde 2006 se han promulgado varias leyes en Estados Unidos, tanto a nivel federal
como en el ámbito local, que:
tienen como uno de sus objetivos centrales la construcción discursiva y legal de la
deportabilidad y del sujeto deportable, herramientas con las cuales es posible mantener
a la población migrante, autorizada y no autorizada, en un estado constante de incertidumbre
y terror, con el objetivo de lograr altos niveles de disciplinamiento laboral y social,
en tanto para la economía norteamericana no es posible prescindir de la fuerza de
trabajo barata, abundante y flexible que esa población representa.
Pero como construcción social, la conexión entre carga pública y deportabilidad es
contingente. Es decir, no es necesario que socialmente exista esa conexión y pudieran
existir muchas otras. Por ejemplo, podría ser que en otras circunstancias existiera
una relación socialmente construida entre la carga pública y la solidaridad. En contraste
con la contingencia de las construcciones sociales existen algunos compromisos o deberes
en nuestras relaciones sociales que sí podrían ser necesarios; como por ejemplo aquellos
a los que da lugar la pertenencia. Pensemos en el caso de los inmigrantes que se encuentran
irregularmente en el territorio. Seguramente existen condiciones bajo las cuales las
democracias liberales tienen derecho a aprehender y deportar migrantes irregulares;
pero, según Joseph Carens (2013), tal derecho está constreñido por consideraciones morales, dentro de las cuales se
encuentran las relaciones sociales que con el tiempo establecen los migrantes al vivir
en el territorio de la sociedad receptora.
Las relaciones sociales y el tiempo de permanencia pueden fundamentar reclamos morales
por parte de los migrantes regulares a permanecer regular y legalmente en el territorio
nacional. Por eso cabe preguntarnos, ¿qué derechos legales deben tener los migrantes
irregulares?, ¿de qué manera se distinguen estos derechos de los derechos de los migrantes
regulares?, ¿bajo qué condiciones los migrantes irregulares deben acceder a la residencia?
Según Carens hay cuando menos dos tipos de derechos legales de los que podrían ser
portadores los inmigrantes irregulares si una democracia liberal busca ser coherente
con los principios de justicia y legitimidad que fundamentan su carácter moral. En
primer lugar, deben tener derecho a acceder a la protección efectiva de sus derechos
humanos. En segundo lugar, deben tener derecho a un muro de información interinstitucional,
que contenga el flujo de la información sobre el migrante entre las instituciones
que protegen sus derechos administrativos y sociales, por un lado y las instituciones
migratorias por el otro. Creemos, junto con Carens, que la protección de estos dos
paquetes de derechos tendería a aminorar ese estado de terror constante y disminución
del bienestar que constituye la deportabilidad.
Puede ser verdad que los migrantes irregulares rompen la ley al ingresar y permanecer
en un territorio sin permiso; pero eso no implica que no tengan derechos. Una infracción
legal o administrativa no amerita que la o el infractor no deba recibir por parte
de las instituciones del país, la protección efectiva y real de sus derechos básicos,
independientemente de su estatus migratorio. Los derechos de la persona no se extinguen
por entrar a un edificio sin permiso y tampoco se extinguen solo porque el inmigrante
hubiere violado la ley precisamente al ingresar sin permiso a una jurisdicción. La
razón es que las democracias liberales ya no declaran a los migrantes personas irregulares
sin derechos porque ello sería incongruente con el universo moral de los derechos
humanos. Los derechos humanos son poseídos por las personas simplemente al ser personas
y al encontrarse dentro de la jurisdicción del Estado. Los inmigrantes, aun irregulares,
tienen los mismos derechos humanos que cualquier ciudadano; por eso deben tener el
mismo derecho de hacer justiciables sus derechos humanos. Como resultado, la mayor
parte de los Estados tratan las violaciones migratorias como faltas administrativas,
no como faltas penales, porque las infracciones migratorias no son ofensas criminales;
por lo que en su caso, la detención y la deportabilidad serían desproporcionadas como
medidas punitivas ante faltas administrativas.
Ahora bien, ¿qué efectos tiene la deportabilidad de los inmigrantes irregulares o
de aquellos que usan servicios sociales incluidos en la carga pública? El hecho de
que se considere que el uso de servicios sociales por parte de migrantes regulares
puede volverles deportables, suele tener el efecto de que los migrantes reciben menos
servicios por parte de las instituciones del Estado. Por ejemplo, reciben menos protecciones
y salvaguardas estatales que los infractores penales (aun cuando ellos sean asimismo
migrantes). Pero entonces cabe preguntar, ¿es este efecto justo? Si somos coherentes
con el principio de igualdad imbuido en el carácter moral de los derechos humanos,
las democracias liberales deberían otorgar a todas las personas iguales protecciones
legales, independientemente de su estatus migratorio, de otra manera violarían las
nociones más básicas del estado de derecho, debido proceso y juicio justo.
En resumen, los infractores de las leyes migratorias, y aquellos que no violan las
leyes migratorias y dependen de programas sociales, no son criminales, por lo cual
no se les debe tratar como tales, en el sentido de culpabilizarlos por la “carga pública”
y hacerlos deportables. Así pues, los migrantes no solo están dotados de derechos
básicos de integridad física, propiedad y debido proceso; sino que deben recibir el
resto de derechos humanos generales como atención médica, educación, libertad de asociación,
credo, expresión, etc. Esto es importante porque las obligaciones de una democracia
liberal con respecto a la protección de los derechos humanos de las personas, limita
enormemente los medios que legítimamente pueden ser usados para fortalecer el control
migratorio.
Para estar seguros de la manera en la que la deportabilidad por carga pública es incongruente
para una democracia liberal, se puede considerar la virtud de la legitimidad. La legitimidad
es la virtud que tienen las instituciones cuando toman decisiones y ejercen el poder
en el nombre de otros de manera justificada. Sería ilegítimo, por ejemplo, que fueran
las instituciones de seguridad social y no las normas administrativas las que decidieran
castigar a los infractores de tránsito negándoles la atención en un hospital. De la
misma manera parece ilegítimo si son las instituciones de seguridad social y no las
instituciones migratorias las que decidieran quién pertenece o no a la comunidad por
medio de la exclusión al disfrute de derechos importantes como la salud o la educación.
Decimos esto porque en la práctica, la protección social es muy importante en términos
de membresía para los migrantes, lo que pone a las instituciones de seguridad social
a prueba en términos de legitimidad, pues son estas las que deciden quiénes son los
extranjeros que califican para programas sociales, mismos que son entonces considerados
miembros de pleno derecho; por el contrario, quienes no califican, no se han “ganado”
la membresía a la comunidad (Amiraux 2000; Bommes y Geddes 2000). Al imponer reglas más estrictas respecto del uso de servicios sociales por parte
de extranjeros, la administración en turno manda un mensaje sobre quiénes son los
migrantes deseables y quienes no, y pone en entredicho las aportaciones realizadas
por esta población, al no considerarlos merecedores de permanecer en el país y, por
lo tanto, volverlos deportables.
Asimismo, se debe considerar que la deportabilidad no solo trae consecuencias a las
personas que ingresaron irregularmente, sino también puede dañar a sus familiares
que sean residentes legales o ciudadanos. Pensemos, por ejemplo, en el caso de las
madres que tienen hijos nacidos en Estados Unidos. Para ellas, la deportabilidad implica
una dislocación familiar (Aquino Moreschi 2015, 81). Por tanto, la deportabilidad daña tanto a inmigrantes, como a las distintas comunidades
de las que forman parte.
Si no hay una conexión moralmente justificada entre el estatus migratorio y la deportabilidad
de los inmigrantes y, por el contrario, sí se prueba que la deportabilidad causa daños
al tejido comunitario que incluye extranjeros y nacionales, entonces es altamente
cuestionable la falta de justiciabilidad de los derechos de los inmigrantes; particularmente
de los inmigrantes irregulares. Que los migrantes tengan derechos no quiere decir
que puedan ejercerlos en la práctica. Los migrantes temen buscar a las autoridades
y acceder a los programas sociales a los que tienen derecho. Otorgar derechos que
son solo formales por las condiciones materiales que impiden su realización, no tiene
sentido.
En síntesis, la única manera en la que los derechos de los migrantes resulten efectivos
es que las democracias liberales construyan el muro virtual de información propuesto
por Carens, entre las instituciones encargadas de la protección de los derechos de
todos y las instituciones encargadas de la aplicación de la política y la ley migratorias.
La función del muro es evitar que las instituciones encargadas de la defensa de los
derechos de todos, incluyendo la defensa de los derechos de los migrantes, compartan
información acerca de la identidad y los servicios prestados a estos, con las instituciones
que instrumentan la política migratoria y la ley de migración. La razón es que la
comunicación entre unas instituciones y otras hace más vulnerables a los migrantes
irregulares, exponiéndoles a posibles abusos y extorsión por parte de la autoridad,
sin que ello signifique una ventaja definitiva o siquiera sustancial para limitar
la migración. En cambio, sin este muro de información interinstitucional, el acceso
a los derechos de los migrantes queda condicionado al desempeño y requerimientos de
la autoridad migratoria. Pero es injusto que la capacidad de acceso de los migrantes
a sus derechos básicos esté de alguna manera condicionada. El muro de información
es una solución parcial a este problema, pues permite al Estado cumplir con sus obligaciones
sin que ello signifique renunciar a aplicar su política fronteriza.
Dentro de las políticas de Tolerancia Cero, también se incluyen diversos programas
que rompen este muro de información, al permitir que instituciones como ICE, compartan
información de personas migrantes con diversas agencias como policías locales, el
Departamento de Justicia, entre otras. Unas de las medidas más comunes, es compartir
datos biométricos o migrar cierta información a bases de datos compartidas (Friedland 2018). En conclusión, la deportabilidad es una medida extrema que debe justificarse por
razones de fuerza mayor. Pero la violación de las leyes migratorias, el uso y aún
la dependencia a los programas sociales de “carga pública” no proveen este tipo de
razones. Por lo que la conexión entre deportación y “carga pública” no es evidente.
La carga pública justa
Hasta ahora tres cosas parecen más claras. Los ciudadanos y los residentes pueden
tener un interés poderoso en disminuir la “carga pública” que resulta del uso de los
servicios públicos de los inmigrantes; pero los inmigrantes tienen derechos que no
son extinguidos por su situación irregular o por el uso de servicios sociales, y eso
incluye algunos derechos sociales que producen “carga pública”. La deportabilidad
de los inmigrantes que producen carga social parece injusta porque es incoherente
con los derechos de cualquier persona, incluyendo los migrantes irregulares, ya que
sus derechos humanos no se extinguen. Pero nada de lo dicho hasta ahora demuestra
categóricamente que no existe o no debe existir una conexión justa entre la deportabilidad
y la carga pública. ¿Hay alguna razón para establecer esa conexión? Quizás la fuente
más fructífera de este tipo de razones es considerar a los inmigrantes irregulares
y su uso de los programas sociales que dan lugar a la “carga pública” como un caso
de amnistía injustificada que establece incentivos positivos para cometer otras faltas
relacionadas como, por ejemplo, el robo de identidad.
Como hemos recordado más arriba, en la mayor parte de las democracias liberales las
leyes migratorias no son leyes penales, razón por la cual su infracción es poco importante
jurídicamente. Por ejemplo, no pensamos que un conductor que se ha estacionado en
un lugar prohibido es un criminal o un conductor ilegal. En ese sentido, las leyes
migratorias son más parecidas a las leyes del tráfico que a las penales. Más aún,
la mayor parte de las democracias liberales reconocen la importancia moral del tiempo
cuando establecen que los delitos y las faltas prescriben. ¿Por qué no reconocemos
que la falta a la ley migratoria no prescribe también cuando el migrante ya se encuentra
integrado a la sociedad? Más aún, ¿por qué no abogar por una prescripción cuando el
castigo al inmigrante irregular -como la deportabilidad- también afecta a sus familiares
residentes o ciudadanos?
Ahora bien, es cierto que con frecuencia los inmigrantes irregulares cometen delitos
de identidad, usando documentación apócrifa o utilizando documentos robados o que
no les pertenecen. Hay leyes que prohíben estas prácticas para prevenir fraudes. Pero
en la mayoría de los casos los inmigrantes que caen en estas prácticas no intentan
defraudar ni robar a nadie. Solo intentan pasar desapercibidos para la autoridad migratoria
y poder acceder a los beneficios y derechos relacionados con el empleo. Pagan impuestos
por beneficios a los que no pueden acceder. Su ofensa constituye una violación técnica
a las leyes contra el fraude y el robo de identidad, pero sus acciones no representan
el tipo de crimen que estas leyes pretenden castigar. Pero, ¿qué hay de otros delitos
más graves?
El debido proceso legal y el acceso a la justicia son derechos que deben ser garantizados
a todas las personas, independientemente de su estatus migratorio. Adicionalmente,
el debido proceso es aplicable a los procedimientos e investigaciones administrativas,
incluyendo aquellas en que se determinen los derechos y obligaciones relacionados
con el estatus migratorio de personas trabajadoras, tales como a quienes se les determine
su expulsión, deportación o retorno asistido.
Entre las garantías del debido proceso para los procedimientos migratorios está aquel
del plazo razonable. En general, la perspectiva del plazo razonable tiene que ver
con que los procedimientos no sean demasiado tardados (dilatorios). Sin embargo, para
el caso de las personas migrantes deportables, su castigo es indefinido, pues la deportabilidad
solo termina cuando el migrante es deportado. Por tanto, la persona vive en un estado
de castigo permanente, que dura toda su estancia irregular en el país -debido a que
esta condición los priva del ejercicio de derechos- y posteriormente continúa con
su deportación, al encontrarse lejos de sus seres queridos y del país con el que ya
se encuentra familiarizada.
En los apartados anteriores hemos visto cómo las faltas a la ley de migración no son
penales y son de poca importancia, como las faltas al reglamento de tránsito. Además,
existe la intuición de que las faltas al reglamento de migración deben prescribir
con el tiempo. Ahora bien, el hecho de que las faltas migratorias no sean penales
y sean de poca importancia no obsta para que los migrantes irregulares no reciban
toda la protección que la ley otorga a sus derechos. Así pues, los migrantes deben
recibir toda la protección que la ley ofrece en los procesos penales de mayor importancia.
Al mismo tiempo, la manera más coherente de entender la obligación del Estado de proteger
los derechos humanos de los migrantes irregulares implica el establecimiento de un
muro de información interinstitucional entre las instituciones encargadas de la protección
de derechos y las instituciones que aplican la justicia. La falta del muro de información
restringe el acceso a la justicia de las personas migrantes.
Otra fuente de razones pueden ser las situaciones de “carga pública” extremas. Por
ejemplo, los Estados con grandes problemas de deuda, con grandes carencias administrativas,
técnicas, económicas y políticas para poder hacerse cargo de sus obligaciones más
básicas para con sus propios ciudadanos. Quizás en casos como estos podríamos pensar
que tenemos razones para considerar deportables a las personas que aumentan la carga
pública adicional a un Estado ya de por sí sumido en problemas. Célebremente, John
Rawls consideró esto un asunto de justicia (Rawls 2001, 38). Según él, sin importar lo arbitrario de las fronteras, los gobiernos tienen la
obligación moral de representar a la población para responsabilizarse del territorio
y sus recursos para el sostenimiento de la población a perpetuidad. Este deber se
puede fundamentar en problemas típicos de coordinación y administración de recursos:
si no hay un agente responsable de los recursos, estos tienden a desperdiciarse y
perderse. Como resultado, el gobierno tiene la obligación de regular no solo el uso
de los recursos sino la población que ellos pueden sostener. Así que, si pensamos
en este caso extremo, entonces puede resultar intuitivo pensar que los inmigrantes
pudieran ser deportables.
A primera vista, sin embargo, el caso es trivial. Pero, si lo vemos más de cerca,
lo que nos dice es que el problema de la relación entre deportabilidad y carga pública
podría ser una cuestión de grados que requiere de un criterio moralmente significativo
que permita identificar un umbral. Podríamos llamarle a este criterio carga pública justa. ¿Qué elementos incorporaría un criterio de este tipo?
En primer lugar, la carga pública justa tiene que equilibrar la “carga pública” con las metas de desarrollo (Camacho 2016, 218-221). Esto quiere decir que la “carga pública” de los inmigrantes no puede contabilizarse
solo como pérdidas, sino como protecciones e inversiones con un retorno a lo largo
de la vida del inmigrante, incluyendo el ahorro en la carga doméstica y reproductiva
que el inmigrante consumió en su lugar de origen y que lo caracteriza como un activo
para la sociedad receptora.
Una manera de explicar la deficiencia del concepto de “carga pública” de la política
de Tolerancia Cero es distinguir entre enfoques centrados en el beneficio mutuo y
enfoques basados en la pertenencia (Camacho 2017, 218). Los primeros discuten problemas relativos a la inmigración, suponiendo que aquellos
que son ciudadanos han cooperado a través de generaciones en su sostenimiento y ellos
son quienes deben ser objeto de programas sociales. Estos enfoques tienen dos problemas
básicos. En primer lugar, están basados en una concepción equivocada de Estado (Goodin 1988, 675-77). Los Estados no son solo sociedades, sino que también son comunidades con un carácter
moral. Si el beneficio en términos de carga pública que obtuvieron los ciudadanos
fuera una función de su aportación social, entonces el Estado no debería hacerse cargo
de los ciudadanos con capacidades diferentes, por ejemplo.
En segundo lugar, estos planteamientos tienen cierta circularidad que conduce a un
sesgo arbitrario. Suponen que merecen ser ciudadanos aquellos que han cooperado por
generaciones para luego decir que aquellos que no han cooperado no merecen gozar de
los beneficios de la ciudadanía o incluso de la residencia, por lo que los intereses
de los ciudadanos desplazan a los de los inmigrantes, sobre todo en problemas de “carga
pública”. El sesgo a los intereses es arbitrario porque la conclusión es contingente
a que solo sean miembros de la sociedad aquellos que han cooperado por generaciones,
pero esto es falso, porque el estatus migratorio está relacionado solo de forma contingente
e imperfecta a la integración y pertenencia del inmigrante a la sociedad. Muchos inmigrantes,
independientemente de su estatus migratorio, son contribuyentes netos a la sociedad,
aunque se les niegue sus beneficios plenos (Goodin 1988, 677). De la misma manera, no puede aseverarse que todo ciudadano ha traído un beneficio
a la sociedad.
Por esta razón, los enfoques basados en la pertenencia discuten problemas migratorios
sin suponer el asunto de la relación entre membresía y ciudadanía. La pertenencia
de los ciudadanos se explica por las relaciones moralmente significativas y valiosas
que forman a través del tiempo, desde su nacimiento y a lo largo de su vida. Pero
esa forma de pertenencia también está abierta a los inmigrantes con el paso del tiempo,
independientemente de su estatus migratorio (Carens 2013). Hay varias consecuencias normativas de que el criterio relevante sea la pertenencia
que no tenemos espacio para analizar.11 Pero lo importante para nuestro argumento es que el criterio de pertenencia establece
una equivalencia normativa entre los nacimientos y la inmigración como formas naturales
en las que crece una democracia liberal. Este punto también forma parte de un argumento
mucho más extenso que no tenemos espacio para revisar a plenitud aquí.12
Pero para nuestros fines basta decir que una democracia liberal, para conservar su
carácter moral, debe preservar cierta coherencia entre los principios de justicia
y legitimidad que fundamentan su arreglo interno (e. g. su concepción de justicia
distributiva o su estado de bienestar) con las políticas migratorias. Esto significa
que una democracia liberal no debe aplicar políticas migratorias que constituyen una
patente negación de los principios que sostiene hacia el interior con sus propios
ciudadanos. Por ejemplo, si decimos que una razón para limitar la inmigración o deportar
inmigrantes es que estos aumentan la oferta de trabajadores poco calificados disminuyendo
los salarios para los trabajadores menos aventajados, entonces tendríamos que aceptar
esa razón como vinculante para limitar o prohibir causas internas con el mismo efecto,
como por ejemplo el outsourcing en el extranjero o la automatización robótica en las líneas de producción. Si una
democracia liberal se niega a regular o prohibir los segundos basados en sus principios
morales, entonces tampoco debería aumentar las restricciones migratorias o deportar
inmigrantes (Freiman e Hidalgo 2016, 13-14). Similarmente, si el aumento en la “carga pública” es razón para aplicar la Tolerancia
Cero y volver deportables a los inmigrantes, entonces otros usos de la libertad y
de la igualdad deberían ser objeto de restricciones similarmente coercitivas, como
por ejemplo, la libertad de elegir la ocupación y la libertad reproductiva (Freiman e Hidalgo 2016, 12-13).
Desde luego que en las democracias liberales el control poblacional es objeto de una
administración suave que no invada los derechos de las personas, pero entonces también
los inmigrantes y su “carga pública” deberían ser objeto de un control suave. Ese
control suave sería la carga pública justa que vincularía la carga pública neta, con la tasa de retorno de la contribución del migrante a lo largo de su vida y el
ahorro en términos de carga pública que el migrante representa al no haber consumido
los servicios gubernamentales una buena parte de su vida.
Para ilustrar el carácter estricto de la regla, de acuerdo con el Center of Budget and Policy Priorities, un seguimiento longitudinal a todos los ciudadanos nacidos en Estados Unidos, arrojaría
que más del 50% recibirá algún servicio social a lo largo de su vida. Más aún, solo
5% de los ciudadanos nacidos en Estados Unidos y el 1% de personas trabajando en ese
país cumplirían con los requerimientos para no ser considerados una “carga pública”
(Trisi 2019). Por tanto, la “carga pública” como criterio migratorio se muestra como desproporcionada,
pues sus requerimientos son difíciles de cumplir incluso para ciudadanos.