Introducción
Posicionados en una mirada crítica de los derechos humanos, pero reconociendo a su
vez el potencial liberador que tienen para los pueblos subalternizados, el objetivo
de este ensayo es aportar al cúmulo de reflexiones en torno a la construcción contemporánea
de los derechos humanos y las búsquedas por potenciarlos. En este sentido, el artículo
apuesta por una discusión teórica en un tema poco discutido respecto a los derechos
humanos. Me refiero a los límites de la razón secular moderna eurocentrada que atraviesa
los derechos humanos y la potencialidad que el diálogo intercultural decolonial acarrea
para romper con dichos límites y expandir las posibilidades de los derechos humanos
en su deber de garantizar, proteger y respetar la dignidad de las vidas humanas.
Parto de asumir al sistema patriarcal colonial/moderno/capitalista como uno que se
impuso alrededor del globo a causa de la operación de mecanismos de violencia simbólica
y material, mediados estos por la estratificación jerárquica del mundo por el sistema
patriarcal y racial. Entre los mecanismos simbólicos, la supremacía mundial de las
formas de producir conocimiento nacidas en Europa y la legitimidad para desde allí
construir conocimientos y representaciones sobre otros pueblos, confluye en la colonialidad
del saber, uno de cuyos elementos centrales es asumir la racionalidad científica,
secular e instrumental como la única universalmente válida y verdadera.
Nacidos en el contexto de la modernidad colonial, los derechos humanos quedaron subsumidos,
en buena medida, a este y otros rasgos de la colonialidad/patriarcal global que se
inaugura como contracara de la modernidad ilustrada. Frente a esto, estimo necesario,
en aras de ampliar la potencialidad de los derechos humanos, buscar caminos que paulatinamente
decanten la hegemonía de la racionalidad eurocentrada y secular de los mismos. Considero
que uno de estos, el que aquí exploraré, es la apertura a la convivencia de expresiones
no seculares, que podrían estar relacionadas con formas religiosas y espirituales
como fundamento y contenido de los derechos humanos.
Para lo anterior, ahondaré en el diálogo intercultural e interreligioso desde el paradigma
de la decolonialidad como una construcción con posibilidades de erigir nuevas formas
de relaciones, subjetividades y estructuras políticas y sociales. Ubicado en esta
perspectiva, podría ser posible erosionar la hegemonía de la racionalidad eurocentrada
presente en los derechos humanos, mediante la construcción de fisuras por donde otras
formas de vida puedan estar realmente representadas en el corpus jurídico de estos derechos y no por medio de espejismos que no conciben estas formas
de vida en toda su extensión.
Racionalidad moderna y derechos humanos
El proceso de conquista europea en América Latina y el violento encuentro de culturas
inauguró un proceso peculiar de dominación de Europa sobre los pueblos conquistados;
gracias al uso de medios físicos y no físicos. Como destaca Enrique Dussel, lo último
se logró por medio de la construcción de un mito que posicionó a Europa como la civilización
más avanzada y eje del mundo. Consecuentemente, la forma de vida del sujeto europeo
fue la base sobre la que se asentó la única ontología legítima y digna de ser vivida,
barriendo así otras formas de subjetividad (Dussel 1994).
En torno a mecanismos de este tipo, se erige lo que Aníbal Quijano llama la colonialidad
del poder (Quijano 1992), la cual defino, retomando sus aportes y los aportes críticos del feminismo decolonial,
como el patrón de poder desigual mundial, basado en la clasificación racial del mundo
y la engenderización de las sociedades a la forma del dimorfismo sexual culturalmente
construido en Europa, el cual construye mecanismos de dominación sobre los pueblos
conquistados que operan en todos los ámbitos de la existencia humana, incluso terminado
el colonialismo administrativo (Lugones 2008; Quijano 2000).
Es decir, la colonialidad del poder surge estructurada en torno a la idea de superioridad
racial y el patriarcado heteronormado nacido en Europa. Lo cual serían los ejes que
constituyen el sistema mundo moderno y las relaciones de poder desiguales que componen
al mismo. Este es depositario de otras formas de colonialidad patriarcal que refuerzan
la posición hegemónica de los centros del mundo, la colonialidad del saber y del ser.
Me centraré en desarrollar la primera, por ser clave para ubicar nuestro problema
de estudio.
Según Santiago Castro Gómez, el pensamiento humanista ilustrado tuvo como una de sus
notas más marcadas la confianza en la capacidad del pensamiento del ser humano como
medio para entender completa y objetivamente la realidad circundante (Castro-Gómez 2005). En este proceso fue esencial la radical separación entre observador y objeto observado,
con el supuesto fin de garantizar la objetividad del conocimiento alcanzado y sentar
las bases a partir de donde el observador imparcial podrá generar leyes verdaderas
y universales sobre la naturaleza y la sociedad. La posición habitada por el sujeto
que investiga, lo dota de poder para diferenciar los conocimientos válidos de los
inválidos. Cualquier conocimiento que no responda al método analítico experimental
quedará en la segunda categoría. En consecuencia, el deshecho de cualquier cosmovisión
o forma de entender la realidad que respondiera a otras formas de concebir el mundo
se impuso, por no portar legitimidad suficiente para ser tenida en cuenta (Castro-Gómez 2005).
Otro rasgo del pensamiento moderno ilustrado es el desprendimiento de las formas cognitivas
de relatos míticos o religiosos y, por lo tanto, el abandono de estos de la arena
pública. En este sentido, la ciencia moderna occidental abrió paso al proceso de secularización
de las sociedades actuales (Braidotti 2015).
Durante este periodo, desde las academias de Europa se fundamentó la idea del conocimiento
científico como algo universal, abstracto, atado a un avance temporal lineal y que
no respondía a una situación específica de quien enunciara dicho conocimiento. Era
posible, en consecuencia, que cualquier sujeto avanzara en el camino de dicho conocimiento,
pero dado que muchos pueblos no lo habían hecho, se instaló la idea de que solo algunos
realmente podían ejercer este tipo de racionalidad (Walsh 2005). Se sientan así las bases para la construcción de un discurso sobre el hombre y
la naturaleza humana, donde Europa se posiciona en un nivel superior que las otras
poblaciones conocidas y conquistadas y, por lo tanto, legitimada para fundamentar
la dominación geopolítica de unos pueblos sobre otros (Castro-Gómez 2005).
Quienes habían quedado por detrás, simplemente habían permanecido estancados en estadios
previos de una supuesta evolución lineal de la historia, y, otros, por su mayor capacidad,
habían podido progresar en ese mismo camino. Desde la concepción dominante, se difundió
la idea de que las diferentes formas de conocer se ordenan hacia un nivel más alto
que es el marcado por la ilustración, en un proceso que niega y deslegitima la coexistencia
espacial de diferentes saberes, pues a pesar de que los diferentes conocimientos compartían
el territorio global, no compartían una misma temporalidad (Castro-Gómez 2005).
En su obra Orientalismo, Edward Said demuestra cómo todavía en el siglo xx y en los comienzos del xxi seguía
presente esta idea, a la vez que operaba para generar representaciones sobre los pueblos
que viven de manera distinta que tienden a denigrarlos (Said 1997). A estos mecanismos de poder entroncados en la diferencia entre las formas de conocimiento
se les llama la colonialidad del saber. Esta es definida como la legitimación de la
racionalidad europea como la única válida para alcanzar conocimientos relevantes,
universales y verdaderos, cuya otra cara implica el rechazo de otras epistemologías.
Estas últimas carecerían de potencial para acceder al conocimiento y fundamentar saberes
(Restrepo y Rojas 2010).
La cimentación de la racionalidad secular ilustrada, posibilitada gracias al proceso
de la modernidad colonial, se expandió junto con la extensión de los límites geográficos
de Europa, permitida por la llegada a las tierras de lo que hoy conocemos como América.
En una primera etapa, la evangelización jugó un rol central para la eliminación y
exclusión de la otredad. El inicio de la Ilustración y del pensamiento moderno, que
van de la mano, significó también el inicio de un segundo momento histórico cuyo elemento
central era el imperio de la razón secular. En dicho momento, la exclusión de la otredad
fue dada principalmente por su encubrimiento por la lógica propia de la modernidad
secular, que arrasó con las posibilidades de existir de ciertas poblaciones. Para
Enrique Dussel, se trata de una primera y segunda modernidad, sustancialmente distintas,
marcadas, una, por el pensamiento católico; y, la segunda, por la racionalidad secular.
Sin embargo, ambas forman un continuum en su lógica de exclusión y poder (Dussel 1994).
En este contexto de nacimiento de la modernidad y del sistema global patriarcal colonial
es que se consolidaron los derechos humanos. Al igual que Europa, también ellos transitaron
tanto el camino de ampliación de sus fronteras como la aceptación de la subjetividad
y racionalidad hegemónica como constitutivas.
La racionalidad en el discurso de los derechos humanos
Al contrario de lo que la ciencia (que se autoproclama y se supone neutral) ha intentado
imponer alrededor del mundo, no existe conocimiento que no esté situado y condicionado
por contextos específicos. Los derechos humanos no escapan a este fenómeno. Como cualquier
institución social, como Joaquín Herrera Flores remarca, los derechos humanos son
hijos de su tiempo y de su geografía; es decir, son instituciones situadas y condicionadas
por el contexto en el que les tocó nacer. Por lo mismo, reflejan las preocupaciones
y formas de relacionamiento propio de dicho contexto (Herrera Flores 2005).
Para los derechos humanos, el contexto previo más emblemático es el de las revoluciones
burguesas, donde se estamparon las primeras aspiraciones respecto a la protección
de los derechos de las personas, principalmente en la Declaración de los Derechos
del Hombre en Francia y la Carta de Derechos de los Estados Unidos. Su impronta, claramente
liberal, estaba marcada a fuego por el pensamiento que dominaba la intelectualidad
del momento y que hizo eco, por sus postulados, en los impulsores de dichas revoluciones
(Clapham 2007). Estas, a su vez, seguían la estela del derecho natural, inaugurado como crítica
a los gobiernos monárquicos y que había puesto como central la protección del individuo
frente a los posibles abusos de las instituciones de gobierno (Clapham 2007).
El pensamiento que sostuvo a las revoluciones burguesas y dio cabida a las declaraciones
de derechos ya citadas se perpetuaría posteriormente en las luchas independentistas
de América Latina (Estévez 2015) y en la declaración universal de los derechos humanos. Como señala Josef Estermann:
Nos han dicho que la civilización, la democracia, la justicia, la autonomía individual,
la libertad, el desarrollo, la universalidad de los Derechos Humanos liberales, los
valores occidentales, el dominio sobre la naturaleza, la razón instrumental, el perdón
incondicional, son los únicos modelos posibles y viables para la humanidad. Es claro,
que “Los Derechos Humanos (en la Declaración Universal de 1948) de las Naciones Unidas”,
tienen una ‘partida de nacimiento’ occidental (Revolución francesa; valores cristianos;
Ilustración) y reflejan presupuestos culturales no universalizables: El valor de la
individualidad y autonomía; la propiedad privada, la libertad personal; etc. La predominancia
de los derechos individuales sobre los sociales refleja este hecho monocultural. (Josef
Estermann, citado en Oviedo 2010, 299).
Como fruto de su nacimiento y de las estructuras jerárquicas globales de poder que
margina a los sujetos/as subalternizados, se conforma una superioridad occidental
en el discurso de los derechos humanos, los cuales forman parte del discurso hegemónico
occidental más amplio y, además, facilitan la expansión de visiones sobre el mundo
localizadas en los centros de poder global y universalizadas por medio de procesos
históricos (Nader 1999).
Esto sucede así porque la idea de humanidad se ancla en una visión particularizada
de lo que es ser humano, relacionada con la experiencia vital europea. Desde esta
lógica de la colonialidad del poder, solo es considerado humano -y por lo tanto portador
de los derechos inherentes a esta condición- quien se identifique y pertenezca al
cuerpo y a la forma de ser que ha sido definida como tal, es decir: el varón, blanco,
burgués, racional, heterosexual (Maldonado-Torres 2007).
En palabras de Frantz Fanon, se trata de quienes se ubican en la zona del ser. Quienes
no son identificados con estos rasgos, quedarán relegados a lo que el autor llama
la zona del no ser. Esta zona es un espacio en el cual las vidas son desplazadas a
una categoría inferior de humanidad, lo que legítima la posibilidad de exclusión y
el ejercicio de la violencia sobre las poblaciones que habitan en ella (Fanon 2009; Maldonado-Torres 2007).
A esto apunta Fernanda Frizzo Bragato, jurista brasileña, cuando afirma que los derechos
humanos, a pesar de pregonar una universalidad incluyente, en su contenido y modelo
de vida silenciosamente predomina el de la modernidad europea, en clara contradicción
con dicha universalidad postulada. Esto va de la mano con la denigración de otras
formas de existencia como parte de su contenido, por ser asumidas como irracionales.
Frizzo Bragato concluye que la historia ha demostrado que los atributos definidos
por los europeos para pertenecer a la humanidad siempre han sido negados a los no
europeos (Frizo Bragato 2015).
Como resalta Diego Diehl, siguiendo el pensamiento del filósofo Enrique Dussel, en
la etapa histórica que corre desde la llegada de Europa a América Latina hasta el
siglo xvii se estableció una evolución cultural y filosófica que, en su centro, tuvo
a la razón moderna de la mano del desarrollo económico, asumida como superior frente
a otras formas de racionalidad (Diehl 2015). Esta racionalidad se encuentra estrechamente vinculada con la única forma imaginada
como viable de ser humano que describía párrafos arriba.
Los derechos humanos han estado sometidos a esta racionalidad que niega las diferencias
y, por lo tanto, niega la posibilidad de que otras cosmovisiones y racionalidades
tengan un espacio en el contenido hegemónico del discurso de los derechos humanos.
Desde mi punto de vista, dos fenomenos contribuyen a esta exclusión. Por un lado,
como remanente del poder que jugó la religión cristiana en la primera modernidad,
se efectivizan un sistema jerárquico entre religiones donde la cristiana tiene mayor
legitimadad y poder en relación con otras formas de expresión de la fe (Grosfoguel 2008). Pero a la vez, con el advenimiento de la secularidad moderna, se articula la prepondernacia
de la racionalidad secular sobre cualquier espiritualidad.
Una mirada crítica que apunte a desarticular dicha hegemonía interna de los derechos
humanos implicaría un doble juego en el que, por un lado, los discursos que han sido
hegemónicos pierdan su lugar privilegiado en el corpus de los derechos humanos y, por el otro, que otras racionalidades-saberes puedan habitar
en su seno, ya no en una condición secundaria de obligada relación al “poder central”,
sino con igual legitimidad y valor y sin ningún tipo de ataduras.
Durante su historia, en el seno de los derechos humanos (tanto a nivel institucional,
como discursivo, legal, etc.) ha operado una lógica de exclusión e inclusión que,
por un lado, resiste la aparición de nuevos contenidos y, por otro, fuerza paulatinamente
a la introducción de contenidos innovadores que amplían su rango de protección (Baxi 2006). La racionalidad atada a la secularidad ha jugado principalmente el rol de limitar
la intromisión de nuevas miradas en el derecho, enraizadas en subjetividades otras.
Considero que, al haberse planteado así, los derechos humanos forman parte de los
monólogos que borran la diversidad, de los que Sirin Adlbi Sibai da cuenta en su estudio
para el caso concreto del islam. Según la autora, el proceso de colonialidad patriarcal
ha conllevado ejercicios de traducciones de las cosmovisiones de ciertas poblaciones
(incluidas experiencias religiosas y espirituales) que se encuentran al margen de
la modernidad, desde los parámetros de las religiones imperantes y/o la racionalidad
secular (Adlbi Sibai 2016).
Un panorama de este tipo se torna problemático para pensar en una expansión realmente
emancipatoria y más incluyente de los derechos humanos, que integre cosmovisiones
de grupos, poblaciones y actores sociales que no se encuentren enraizadas en esta
racionalidad eurocentrada.
Peter Fitzpatrick considera que, para pensar el derecho críticamente desde una mirada
decolonial, es necesario, en primer lugar, pensar un derecho que parta de la pluralidad,
convirtiendo a Europa en una provincia más, para que en un espacio común puedan concretarse
diálogos en igualdad de condiciones. Esto conllevaría a allanar el camino para que
el intercambio de experiencias se base en otra racionalidad sostenida en dichos diálogos,
lo cual es, para Fitzpatrick, lo único que realmente es posible tomar como universal
(Fitzpatrick 2015).
Teniendo en cuenta esto, exploraré a continuación los aportes que podrían deslindarse
de pensar críticamente desde el paradigma de la descolonialidad en torno a la racionalidad
secular implícita en los derechos humanos. El diálogo intercultural decolonial (reflejado
fuertemente en la propuesta de Catherine Walsh) será el eje central desde donde articularé
la reflexión, pues considero que la otredad-exterioridad a la modernidad conjugada
por la propia modernidad, solo podría ser sobrepasada por medio de mecanismos que
permitan a esa nombrada exterioridad subvertir el orden dado, invadir las zonas privilegiadas
del ser y transformar radicalmente las jerarquías dadas.
Derechos humanos, interculturalidad y racionalidad
Como veíamos en los apartados anteriores, fruto de su genealogía, las concepciones
respecto al ser humano y la naturaleza que permean los derechos humanos han estado
influenciadas por las vertientes que la modernidad tomó históricamente. Tanto por
el pensamiento teológico ordenador de la primera modernidad y por la racionalidad
secular ilustrada y eurocentrada, correspondiente a la segunda modernidad.
En este contexto, infinidad de epistemologías han sido dejadas de lado por la racionalidad
hegemónica, como enfatiza Catherine Walsh (2005). Al hablar de racionalidades no eurocentradas me refiero a las que se relacionan
la mayoría de las veces con formas de acceder al conocimiento surgidas en la periferia
del mundo, o en palabras de Frantz Fanon vinculadas a las zonas del no ser (Fanon 2009). Muchas de las veces, las racionalidades no eurocentradas se encuentran atadas a
formas de expresiones religiosas, cosmovisiones y/o espiritualidades no tenidas en
cuenta y denigradas debido a las jerarquías del sistema mundo.
Estas otras formas de racionalidad vinculadas a cosmovisiones, religiones y espiritualidades
no hegemónicas expresan visiones radicalmente distintas de entender el mundo, las
relaciones humanas, la naturaleza y la producción de conocimiento y el poder en general.
Esto devela la razón del porqué no han sido tenidas en cuenta como fuentes válidas
para informar a los contenidos del derecho, frente a la cerrazón que impone la epistemología
dominante del sistema- mundo. Por ejemplo, estas miradas priorizan la colectividad
antes que la individualidad; las obligaciones o deberes de los seres humanos hacia
sus pares y otros seres vivos antes que el derecho como forma de disfrutar ciertos
bienes; y concepciones radicalmente distintas de la naturaleza en donde esta no es
vista como un objeto explotable sino como un ser con vida propia con el que se convive
y por lo tanto debe ser respetado (Chuji 2010).
Por lo mismo, considero que la puesta en marcha de diálogos interculturales/interreligiosos
desde la lógica del paradigma de la interculturalidad crítica decolonial propuesta
por pensadores y pensadoras latinoamericanas y pensadoras y pensadores situados en
otros espacios de enunciación también subalternizados, puede ser una bisagra para
abrir el discurso en torno a los derechos humanos a la inserción de contenidos fundados
en estas otras racionalidades desde posiciones simétricas entre las diferentes cosmovisiones.
Asimismo, serviría para situar el origen de los derechos humanos como discurso e institución
y, desde ahí, elaborar una crítica que deslocalice este centro. Se trata de una empresa
urgente, ya que implicaría incluir estas perspectivas alternativas como interlocutoras
válidas a la hora de construir contenidos del derecho.
Estas propuestas de interculturalidad reconocen la necesidad del diálogo entre actores
con diferentes antecedentes culturales, sociales y políticos. No obstante, el reconocimiento
de la necesidad del diálogo -a diferencia de propuestas como la de la multiculturalidad
y ciertas vertientes de la misma interculturalidad- está mediado por otro reconocimiento:
el de las diferencias de poder entre distintos actores sociales a raíz de diversos
contextos históricos (Walsh 2010).
La interculturalidad crítica, como Catherine Walsh lo sugiere, más que partir de la
existencia de diferencias, parte del problema de que estas diferencias sean construidas
y sostenidas en el marco de una estructura global colonial, racial y patriarcal que
las jerarquiza. Partir desde este lugar compromete a la interculturalidad como una
propuesta teórica pero también como una herramienta y proceso que se construye desde
quienes han sido excluidos y excluidas del sistema mundo colonial, con el objetivo
de transformar las estructuras, instituciones y relaciones para alcanzar nuevas condiciones
de estar, ser, pensar, sentir, conocer, aprender y vivir (Walsh 2010).
Construir esas otras condiciones de convivencia desde la perspectiva intercultural
conllevaría a resquebrajar las estructuras instituidas gracias a la aparición de la
otredad en el panorama social y político en condición de igualdad y sin resignar su
ser para poder estar y vivir. Proceso que además implicaría construir otros parámetros
de relacionamiento, basados en nuevas estructuras de poder, producción de saber y
existir, donde se efectivizarían innovadores y equitativos marcos sociales y modos
de existencia (Walsh 2010).
Por su talante, el compromiso surgido de un proyecto de este tipo no ata solamente
a quienes han sido históricamente orillados al margen del sistema, sino que se amplía
a todos los actores sociales, en tanto apela a una transformación radical de las estructuras
sociales. El diálogo simétrico en este proceso de transformación se convierte en un
elemento clave, tanto como guía de la transformación al ser un valor que se aspira
a implantar en la sociedad a construir, así como al instituir los parámetros para
la igualdad en los diálogos de todas las personas y sus saberes rompiendo con las
jerarquías establecidas en el sistema-mundo (Walsh 2005). En consecuencia, así pensada la interculturalidad, no implica simplemente reconocer
e incluir con tolerancia a los “otros” dentro de las estructuras ya establecidas.
Más allá, implica transformarlas radicalmente desde esas otras formas de ser, estar
y relacionarse en el mundo (Walsh 2010).
Desde mi punto de vista, el diálogo intercultural decolonial crearía una lógica que
pondría a la racionalidad secular en igualdad de condiciones con otras formas de racionalidad
basadas en cosmovisiones y religiosidades alternativas, así como a las religiones
en simetría entre ellas. Dos vías se abren en este sentido. Por un lado, una que implicaría
romper con las jerarquías históricamente existentes entre las religiones, desplazando
de su lugar privilegiado de poder al cristianismo.1 Otra vía implicaría la posibilidad de construir un diálogo entre las religiones y
otras experiencias no religiosas que pueda contribuir a encontrar contenidos que rompan
con la hegemonía interna de los derechos humanos.
Un diálogo realizado desde la propuesta intercultural decolonial que se base en una
simetría entre los diferentes interlocutores/as sería clave para informar a los derechos
humanos pues, partiendo de este presupuesto, las diversas expresiones que participen
de dicho diálogo se encontrarían en igualdad de condiciones, podrían buscar los puntos
en común, pero sin verse obligadas a dejar de lado elementos esenciales de su cosmovisión.
En primer lugar, una propuesta de este tipo estaría destinada a romper con la racionalidad
hegemónica que impera en los derechos humanos, fruto de su historia local y particular.
Dicha historia posiciona y presupone únicamente como válido al pensamiento que desarrollan
quienes en el proceso de la modernidad han sido considerados como humanos: el varón,
blanco, burgués y heterosexual. En pocas palabras, rompería con la idea de humanidad
que se ha impuesto con el despliegue del sistema mundo patriarcal/colonial/moderno/racial.
Además, permitiría garantizar la protección de ciertos bienes jurídicos surgidos de
dicho diálogo que tradicionalmente no son tenidos en cuenta por los derechos humanos
o incluso modificar la forma y las razones que dan sentido a la protección de algunos
bienes desde otras lógicas, visiones y cosmovisiones, lo cual expandiría el alcance
de los derechos humanos como institución.
Con esto, se busca descolonizar el discurso de los derechos humanos, por medio de
evitar con ello su pretendida secularidad hegemónica y evidenciando la lógica de poder
que los ha constituido históricamente. Esto abriría el escenario a lugares de enunciación
y de comprensión del mundo distintos al pretendido por el conocimiento hegemónico
global, impulsado en el marco de la colonialidad del saber. Por otro lado, contribuiría
a expandir los alcances en las responsabilidades en torno a los derechos humanos.
Por ejemplo, así lo plantea Mónica Chuji para el caso del Sumak Kawsay:
El Sumak Kawsay y los derechos humanos universalmente reconocidos, en el contexto
moderno, se relacionan porque parten del respeto estricto a todos los derechos humanos.
Derecho a la vida, derechos económicos, sociales y culturales, derechos civiles y
políticos y derechos colectivos. Para tener un Buen Vivir se requiere que todos estos
derechos sean ejercidos de manera colectiva e individual y que los Estados se encaminen
a trabajar en función de los derechos y no en función de los mercados. (Chuji 2010, 235).
Como argumenta Joaquín Herrera Flores en el marco de la colonialidad del poder y del
saber, los derechos humanos han obligado traducciones a la racionalidad dominante
de esas otras formas de pensamiento que no son admitidas como legítimas por el poder
imperante. En consonancia con el paradigma de la interculturalidad crítica, para el
autor la traducción conoce sus límites cuando ya no puede forzarse más para dar a
entender lo que ya no es posible por las diferencias radicales del lenguaje. Alcanzado
este ámbito en el que no es posible traducir, habremos llegado al punto en el que
nos encontramos en espacios de verdadero intercambio intercultural, que evite los
remanentes de la herida colonial. Esto implicaría aceptar como racional lo que se
escapa de los esquemas de definición de lo racional por la colonialidad del saber
(Herrera Flores 2005).
Teniendo en cuenta esta perspectiva, consideramos que el diálogo interreligioso e
intercultural en los derechos humanos es el camino más viable por transitar para que
las diferentes formas de entender el mundo convivan y den contenido y sentido a los
derechos humanos. A su vez, esto implicaría desafiar una de las facetas fundadoras
de la colonialidad: la del saber, en un ámbito histórico de disputa como lo son los
derechos humanos, los cuales siempre han existido marcados por una indeleble tensión
que oscila entre su potencial liberador y sus impulsos hacia el conservadurismo.
La Junta de Valladolid, donde Fray Bartolomé de las Casas y Juan de Sepúlveda debatieron
en torno a si quienes habitaban las tierras descubiertas por Europa en aquel momento
tenían alma o no; o lo que es lo mismo, su condición de humanidad es ejemplo de esta
tensión. Lo que se pretendía dirimir en la Junta era el tipo de trato que podría aplicarse
sobre los pueblos conquistados por los españoles (Beuchot 2004).
A pesar de los matices en las posturas, el centro y marco de la disputa fue siempre
dado por el acceso a la revelación divina de las diferentes poblaciones. Ser capaz
de acceder y conocer a Dios en la forma que ha sido revelado y lo entiende el cristianismo,
era elemento distintivo de ser una población civilizada. Por tanto, quienes no habían
sido testigos de esta revelación no podían ser considerados como humanos, sino como
seres de inferior estatus. La consecuencia fundamental de esta diferenciación racial,
colonial y patriarcal es la posibilidad de decidir sobre las vidas de quienes son
considerados inferiores y, lógicamente, dominarlas (Grosfoguel 2013; Lepe-Carrión 2012).
Según Enrique Dussel, las argumentaciones esgrimidas por Sepúlveda y por las Casas
son dos polos opuestos. Sepúlveda representa la razón imperial-colonial que, desde
la supuesta superioridad europea, pugna a favor de la eliminación de la otredad, para
la inclusión de las poblaciones “encontradas” dentro de la modernidad. En cambio,
siguiendo con la postura de Enrique Dussel, Las Casas parte, en su argumentación,
de un respeto básico del otro y sus capacidades y, desde allí, apela a una inclusión
que tiene en cuenta a la otredad, propio de un pensamiento que sobrepasa, aunque todavía
con ciertos límites propios de su situación, el encuadre impuesto por la modernidad
patriarcal/colonial (Dussel 1994).
Lo cierto es que cualquiera de ambas posiciones confluye, desde diferentes presupuestos
teóricos y axiológicos, en las posibilidades de colonizar y dominar al otro/a en razón
de la diferencia colonial, enmascarada en fines esgrimidos como de mayor relevancia:
la evangelización y salvación de almas (Lepe-Carrión 2012). A los que se contrapone la irracionalidad de los cuerpos dominados. Como Grosfoguel
destaca:
Tanto Las Casas como Sepúlveda representan la inauguración de los dos principales
discursos racistas con consecuencias perdurables que serán movilizados por las potencias
imperiales occidentales durante los siguientes 400 años: los discursos racistas biológicos
y los discursos racistas culturalistas.
El discurso racista biológico es una secularización cientificista en el siglo xix
del discurso racista teológico de Sepúlveda. Cuando la autoridad del conocimiento
pasó en Occidente de la teología cristiana a la ciencia moderna después del Proyecto
de Ilustración del siglo xviii, y de la Revolución francesa, el discurso racista teológico
de Sepúlveda que podriamos caracterizar como «gente sin alma» mutó con el ascenso
de las ciencias naturales a un discurso racista biológico de «gente sin biología humana»
y más tarde a «gente sin genes» (sin la genética humana). Lo mismo sucedió con el
discurso de Bartolomé de Las Casas. El discurso teológico de De Las Casas de «bárbaros
a cristianizar» en el siglo xvi, se transmutó con el ascenso de las ciencias sociales
en un discurso racista cultural antropológico sobre «primitivos a civilizar». (Grosfoguel 2013 47).
Por tanto, a través de la aplicación del poder y de discursos provenientes de las
jerarquías globales religiosas, representadas en el cristianismo, articulado con la
jerarquias raciales eurocentradas representadas en el poder de las poblaciones blancas,
se asentó una forma de inferioridad de ciertas poblaciones que practican formas de
racionalidad no modernas encastradas en espiritualidades no cristianas. Es decir,
el discurso religioso fue útil, en su conjugación con el discurso racial, para asentar
la discriminación de ciertas poblaciones étnicas que eran identificadas con algunas
religiones no cristianas y otras lógicas de pensamiento (Grosfoguel 2013).
Un punto importante que se deslinda del debate en torno a la humanidad de los pueblos
conquistados que también era necesario dirimir, es sobre su condición de derechohabientes.
El debate significó un punto de inflexión en este sentido, en tanto se consolidaron
las pretensiones universalistas del derecho moderno para la expansión sobre las poblaciones
conquistadas. Como las Casas alcanzó a argumentar: si los pueblos conquistados eran
también humanos, aunque diferentes, eran también dignos de portar derechos humanos
(Beuchot 2004).
Esto implicó, como contraparte, las posibilidades de expansión de estos derechos,
como parte de la maquinaria colonialista desde la perspectiva de la diferencia colonial.
Creo que dicha expansión y talante liberador, se articula con lo que Upendra Baxi
define como autoría difusa de los derechos humanos, coadyuvando en ampliar sus contenidos.
Este concepto esclarece que no es posible encontrar autorías sólidas de los contenidos
de los derechos humanos en la actualidad. Lo cual posibilita, una vez impuestos como
discurso hegemónico a las poblaciones subalternizadas, el resquebrajamiento de estas
genealogías eurocentradas y hegemónicas y el impulso de contenidos surgidos desde
lugares de enunciación otros (Baxi 2006).
Romper con la hegemonía de la racionalidad moderna eurocentrada y así con la colonialidad
del ser y el saber impuesta a los derechos humanos se hace posible gracias a lo arriba
aludido. Alcanzar tal meta podría coadyuvar no solo a hacer más humanos/as los derechos
inherentes a la humanidad, sino fortalecer una herramienta efectiva con miras a la
liberación de los subalternizados y subalternizadas por el sistema colonial moderno
y patriarcal. Asimismo, pondría en entredicho la legitimidad única y absoluta de la
secularidad como principio de relacionamiento en el espacio público.
Estos diálogos podrían contribuir, sin duda, a la creación de derechos humanos “desde
abajo”, desde quienes han sido siempre considerados como deshechos del sistema mundo,
acercándonos, tal vez, a aportar una construcción transmoderna de los derechos humanos.
Para Enrique Dussel, la transmodernidad surge del encuentro creativo entre el proyecto
de la modernidad y otras culturas, lo cual posibilita un escenario en donde las culturas
avasalladas por la modernidad toman lo positivo de esta y lo articulan con la interpelación
innovadora a la modernidad al reconocerse en exterioridad a la misma (con esto busca
señalar que dichas culturas han vivido en paralelo al proyecto de la modernidad y
nunca subsumidas totalmente por este), lo que concluiría en un proyecto transmoderno
(Dussel 2004).
Por ello, la transmodernidad es imaginada, por Enrique Dussel, como suscitada por
el potencial creativo de las culturas que la modernidad en estruendosa expansión deja
de lado, como multicultural en su afirmación positiva de las diferentes culturas,
decolonial al superar las jerarquías impuestas por la matriz colonial del poder, radicalmente
democrática trascendiendo los parámetros heredados de la democracia moderna liberal
y no encapsulada en el Estado-nación (Dussel 2004).
Una lógica de este tipo significaría, para los derechos humanos, llenarlos de un nuevo
contenido donde la voz de los y las oprimidas esté presente y donde sus reivindicaciones,
demandas y anhelos sean escuchados. Como el propio Dussel señala, será, por tanto,
un derecho que nazca desde abajo, desde la conciencia política de las propias víctimas
y sus luchas por la liberación y construido por tanto desde la misma praxis (Dussel 2001).
Nuevos contenidos surgirán así en los derechos humanos, fruto de la construcción dialógica
de las diferentes culturas desde un paradigma de horizontalidad, posibilitado por
la disputa eterna por la autoría de estos (Baxi 2006). El hecho de quebrar esta racionalidad secular reinante en los derechos humanos
solo podrá ser fruto de cuerpos y subjetividades que han sido empujadas a la zona
del no ser, debido a sus formas de vida. Este proceso, mediado a la vez por la lógica
de la interculturalidad decolonial que ayudaría a evitar la aparición de lógicas jerárquicas
surgidas en el seno de algunas religiones, desembocaría en reparar en la necesidad
de afirmar las expresiones críticas que han surgido en el seno de muchas religiones,
además de en las religiones históricamente subalternizadas.
Lo antes expuesto permitirá, a su vez, que los derechos humanos sean apropiados y
reconstruidos por los grupos subalternizados, como argumenta Boaventura de Sousa Santos.
Según el sociólogo portugués, el uso de los derechos humanos por los movimientos sociales
ha conducido a que discursos localizados de grupos subalternos ganen notoriedad y
se constituyan como globales frente al discurso hegemónico (De Souza Santos 2010). Asumir de esta manera la construcción de los derechos humanos conllevaría a aceptar
y asumir la exigencia de concebir Europa como un lugar más de enunciación en el panorama
global, sin visos de superioridad, para que a su vez pueda dialogar y ser transformado
por pensamientos que surgen de los márgenes (Frizo Bragato 2015).
El diálogo intercultural decolonial, que incluye al variopinto rango de racionalidades
enraizadas en cosmovisiones, espiritualidades y formas de vida subalternizadas, que
comportan por tanto otros cuerpos semánticos, se muestra como una estrategia factible
para dinamitar críticamente la racionalidad que hegemoniza el contenido de los derechos
humanos. Una empresa de este tipo es necesaria, como un aspecto, uno más entre otros,
para descolonizar una de las dimensiones que estos derechos heredan del sistema colonial/patriarcal/moderno/capitalista.
Conclusiones
En un mundo eurocentrado, en el que cada vez gana más terreno la idea de su constitución
post secular,2 no puede pensarse en que los derechos humanos sigan la lógica de la racionalidad-secular
eurocentrada. Pero tampoco la lógica de las jerarquías impuestas por las religiones
hegemónicas sobre otras religiones, espiritualidades y sobre los cuerpos en general.
Menos aún si, como muchos autores y personalidades políticas han pregonado, nos encontramos
en la Era de los Derechos Humanos.
En un contexto de estas características, no es posible considerar como aceptable que
la aparición de la religión en el espacio público esté mediada por un proceso de traducción
racional, como lo propone Jürgen Habermas (Habermas y Ratzinger 2008). Una propuesta de este tipo desplazaría los elementos centrales, las racionalidades
y los valores propios de muchas de las expresiones religiosas contemporáneas. Se trata
de una situación que ha dominado el accionar para la reflexión y el contenido de la
construcción contemporánea de los derechos humanos, por medio de traducciones hacia
la lógica imperante, a la que ya refería haciendo eco de la postura de Joaquín Herrera
Flores.
Esto ha llevado a que los derechos humanos se posicionen como uno de los tantos procesos
en el que cuerpos privilegiados toman la voz para hablar por quienes han sido históricamente
subalternizados, creando representaciones que normalmente son exotizantes, paternalistas
y compasivas. Esto, en lugar de que dichos grupos “subalternos” realmente tomen la
palabra para expresar sus saberes, preocupaciones, sentires y necesidades, como sugerentemente
propone Gayatri Spivak (2003).
Estoy convencido de que encarar una construcción de los derechos humanos desde el
diálogo interreligioso e intercultural desde el paradigma de la interculturalidad
decolonial (que se concrete y se acompañe, a su vez, de nuevas estructuras políticas
y sociales, también fruto de la interculturalidad decolonial y otros procesos de transformación
política radical), como aquí lo he propuesto, podría conjugar un paradigma “otro”
de los derechos humanos que contribuya a saltearse los problemas reseñados en este
artículo.
En este paradigma “otro” se precisaría otro tipo de traducción como medio para el
diálogo y la contemplación de los diferentes sujetos de los derechos humanos. Se hace
necesaria así, una traducción que no beneficie a quienes se encuentran en los centros
de poder y que no funcione como un instrumento más del epistemicidio de quienes han
estado siempre al margen, por medio de procesos que responden a las lógicas de los
cuerpos privilegiados. A continuación, esbozo algunos de los rasgos que imagino para
esta traducción-otra central en el diálogo intercultural decolonial.
En primer lugar, debería partir de un principio real de igual valor de los diferentes
lugares de enunciación. Sin embargo, esto debe ir acompañado, al mismo tiempo, de
una postura clara respecto a los procesos históricos que han derivado en la subalternización
de ciertas poblaciones, para reparar esta deuda histórica. En paralelo, estaríamos
obligados a romper con el lugar de privilegio que ostentan ciertos actores sociales
por condiciones forjadas histórica y geopolíticamente. Lo anterior iría de la mano
con la posibilidad seria de plantear estos diálogos desde una lógica de horizontalidad
real, que propicie encuentros fructíferos entre diferentes actores sociales y que
confluya en la representación democrática de las diferentes ontologías sociales.
En paralelo, lo descrito anteriormente debería tener lugar en un contexto de transformación
mayor de las situaciones sociales, políticas, económicas y culturales de América Latina.
Solamente desde nuevas y mejores condiciones estructurales que redefinan las relaciones
entre los seres humanos/as y los pueblos, se podrá contar con un terreno fértil para
el desarrollo de diálogos interculturales decoloniales que transformen la idea de
humanidad y de los contenidos protegidos por los derechos humanos.
Concuerdo con la aseveración de Peter Fitzpatrick (2015) de que solo una construcción de este tipo podría dotar de verdadera legitimidad a
los derechos humanos, a la vez de ser la base para construir una universalidad válida
para diferentes perspectivas, como consecuencia de sus distintas formas de acercarse
al mundo y de relacionamiento. En otras palabras, para apelar en pos de un pluriversalimo
(como Ramón Grosfoguel (2008) sugiere) que sea verdaderamente universal para todas las personas anidadas bajo
su manto.
Considero que repensar así los derechos humanos podría romper con la lógica imperante
que se ha dado en estos, en la que funcionan como una herramienta para la apropiación
y representación desde lugares de enunciación de poder de los grupos que son considerados
como otredad. Más bien, debe plantearse como un discurso donde quepan diferentes formas
de existencia y su dignidad sea protegida, más allá de diferencias contextuales.
Tal vez una propuesta de este tipo, enraizada en una lógica de pluralidades que comparten
el espacio público en igualdad de condiciones, sea una de las salidas legítimas para
dar un paso hacia la humanización progresiva de los derechos humanos y convertirlos
en herramientas al servicio de la liberación de los hombres y mujeres que tradicionalmente
han estado subalternizadas en el sistema mundo.